sábado, 27 de enero de 2018

Homo centrifugans, homo centrifugatus (homo ludens, como vaselinizador)



 
La tecnología de la artesanía en el mar de la calma. Fotografía de Gustavo Gillman Bover, ingeniero y artista.



         Cuando la posibilidad es magma evanescente y la libertad cómitre del criterio, cuando la evolución busca la base del futuro, la ontología se hace chiste de “youtuber”. El Hombre (en su alegoría de auto sacramental sacrílego) vive y es vivido desde su cápsula espacial que es ágora abierta al universo desde el claustro minimalista de su ombligo tecnodependiente.

Libertad para todo dentro de una nave comprada y sin manual de instrucciones. Aunque lo tuviese, no habría tiempo para poder leerlo. Si funciona, perfecto. Si algo falla, agradeceremos a la subcontrata correspondiente la normalización de la naturaleza artificial, de la arcadia de pantallas y cojines en que felicigozamos como clientes que nos creemos centros.

Cosmonautas del simulacro de vivir, pletóricos de wifi (esa red de cables invisibles de la que somos marionetas) nos adelantamos a los que somos, nos abandonamos en la prisa, no nos encontramos al llegar. Este progreso nos quiere mercenarios y hetairas en el harén de la felicidad prometida en cada acto.



    El Hombre, a golpes
de sílex, fabrica un “smartphone”.
Todo cabe en su burbuja,
menos el aire.
   
    El Hombre, en su forja
sin fuego, doma los árboles,
diseña el paisaje, ergonomiza
montañas y valles.

    El Hombre, alimentando
nubes, cosifica las ideas
para hacerlas llover bajo llave
sobre guirnaldas pixeladas.

    El Hombre, desunciéndose
de la naturaleza, se hace eslabón
alegre del progreso, esa nave
tecnológica que orbita la nada.

    Así, ombligos venales,
los hombres se exhiben
mercenarios del futuro,
prostitutos del ahora,
pederastas de instantes,
gigolós de la memoria,
clientes de la felicidad.


   

   

   

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