jueves, 27 de diciembre de 2018

Píntame una desolación en el paisaje de la belleza, Gabriela




Gabriela Amorós Seller. Desolation I .Grafito sobre papel.


                                              
Mientras escucho “A Love Supreme” (1965) de John Coltrane


PAINT ME A DESOLATION
.
la nieve se introduce en el mundo
ciñe todas las cosas
.
y un molde en vilo
un molde blando
se acabará desvaneciendo
.
como sin nada.
.
me pregunto
cuando dos personas se abrazan
cuál de las dos es la nieve.
.
.
.
© Gabriela Amorós Seller





         “La emoción trágica, efectivamente, es una cara que mira en dos direcciones: hacia el terror y hacia la piedad, y ambos son fases de ella. Habrás visto que uso la palabra “paraliza”. Quiero decir que la emoción trágica es estática. O más bien que la emoción dramática lo es. Los sentimientos excitados por un arte impuro son cinéticos, deseo y repulsión. El deseo nos incita a la posesión, a movernos hacia algo; la repulsión nos incita al abandono, a apartarnos de algo. Las artes que sugieren estos sentimientos, pornográficas o didácticas, no son, por tanto, artes puras. La emoción estética es por consiguiente estática. El espíritu queda paralizado por encima de todo deseo, de toda repulsión”.

                   James Joyce. Portrait as an Artist as Young Man.




Gabriela Amorós Seller, dicen, nació en Santa Pola en 1971. Yo creo que nació mucho antes y que vivirá mucho más allá de su muerte. Entre centauros ontológicos místicos renacentistas con espíritu de gorrión nocturno. Abogada de la belleza, además de poeta y pintora, ha dosificado su arte en dos libros en los que las imágenes les hablan a los ojos que leen y a los que ven: La fragua cero (“Sombras”, “Destellos” y “La luz” de 2014) y El estuario rojo (confluencia de alma y materia, 2017). Gabriela, heraldo de lo platónico traducido a materia aristotélica, tiene incandescencia de pabilo (como un Orfeo paciente en el Averno): por la noche se ilumina como un árbol que da frutos. Dice este ser, emoción indómita, que sueña de forma recurrente con habitar la semioscuridad y con despertarse sin boca. A diferencia de la protagonista de Un chien andalou (y aunque se la pinte como persona), Gabriela la traslada a sus pinceles, grafitos y teclados. Sus manos son su boca: por eso nos besa con sus cuadros y sus poemas, desde una felicidad sin atrezzo, muy suya, muy íntima, sin la asepsia felizoide del centro comercial que es el mundo global. Le da la vuelta a lo inefable, como un calcetín: crea sentimientos del vacío, del blanco del papel y del crudo del lienzo. Universos gabrielianos que, a lo Bouguereau, a lo prerrafaelita, nos llevan a la aventura davinciana: Esos vórtices de mujeres hacia el prado marino del Hades celestial, del bello inframundo superior; esos vuelos femeninos que convocan al útero telúrico; esas alegorías de la duración de centauras y ninfas que hibridan emociones, esa ilustración científica… Renovada en cada paso, sigue siendo quien deja de ser, positiva, valientemente epitélica. En su poesía cabe todo lo sublime porque “para tocarse a sí misma, la luz tiene que pensarnos”, quién sabe si, sobre todo, durante un baño en el mar por la noche, a la luz del espíritu almado de cuerpo.

Simbolismo vanguardista, oníricamente clásico, esencial en su exuberancia evocativa, de un minimalismo pletórico de sentir y seducir, de sintaxis y ortografía emotivas. La poesía es una pintura y cada pintura como poesía: poesía encuadrada en el espacio o entrojada en las palabras. En la desembocadura del alma hacia el alrededor, una fragua que forja ideas para ser lanzadas como flechas dulces con arco o con lira. Eso es lo que nos ofrece su arte.

Un solo poema puede ser toda su poesía. En esa metonimia nos hacemos durar.

Hay dos ejes dinámicos es esta propuesta de belleza: el del continente y el del contenido. Y dos sensaciones: el frío y la calidez de su ausencia. Y tres espacios: el superior, el inferior y el de su sinergia. Y la nieve como “kigo” de la estación del amor. El abrazo de los árboles, tímidos por naturaleza, vendrá después.

El mundo es un embudo y la nieve celeste embute el sentir para ser la tripa misma que lo recubre. Entra para ser alrededor. Frío bello que es médula y molde y nada del calor que ha generado. La nieve es el traje blanco del corazón: un estuario que forja los destellos de la emoción sin horma.

En el abrazo, que es también beso de brazos, el frío blanco de la pasión, alternativamente, infunde nieve para que dialoguen los calores y se fundan en un solo hogar. Somos árboles ateridos que nos buscamos en ramas para acabar siendo un solo tronco rodeado de nieve. Ardemos abrazados para que la intemperie no agoste de frío tanto follaje como tea de destellos telúricos. Como si nada, se desvanece, evanescente y  corpóreo, en todo blanco en intuición roja de estuario fragua. Neptuno, manantial y mar, proteico, y Vulcano, coronados y orlado de gorriones, se miran enternecidos por la fertilidad de la simbiosis. Minerva esboza una sonrisa cómplice.

Los puntos, estrellas en copos, zurcen el poema al silencio blanco en vilo de la pantalla que quiere ser hoja.

Ambos son nieve y brasa, que se ciñen desde dentro mientras desde afuera se abrazan. Funden el frío con el fuego que fundan, blandos y dúctiles para ser, cuerpo y espíritu, una aleación de amor. Los dos son frío ardiente en su cota más álgida de verticalidad horizontal.

Vence el amor a la belleza todo lo que, lágrima de lo infinito, como una espina, entra y sale del cuerpo, almado y amado, como sangre que hiere y restaña de amor la herida.

Privados de consuelo nos consuela la belleza, nos alivia la transubstanciación de la tristeza feliz en arte. Esperamos la epidemia de la belleza sin usura que nos libere del liberalismo usurero.  Esa medicina la inocula su poesía.

Gracias, Gabriela, por enseñarnos a ser paisaje de fuego nevado.



Convocada soledad convocante






                            “Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias

Claudio Rodríguez (1934-1999).Don de la ebriedad (1953)



Aunque la poesía es ecuménica y vive en la esencia humana de todas las personas del universo, aquella de los más cercanos sabe pellizcar mejor el sentimiento. Somos centro de un alrededor siempre y, como las ondas, vibran con más cuerpo las más pequeñas, las más abarcables.

Jesús Cánovas Martínez (Hellín, 1956) fue profesor de filosofía en Águilas y poeta en el mundo. A A la desnuda vida creciente de la nada (1989), Kyrie Eleison (1994), Estridularia (1999), La luz herida (1999), Transluminaciones  y presencias (2005), Dulcísimas hebras de oro (2009), Otra vez la luz, palomas (2015) se suma en este 2018 Convocada soledad. A estos ocho libros de poemas podemos añadir su novela El Quinto Camino (2016) y sus cuatro tandas de Vientos de Sur, de las que ya podemos leer tres (2017, 2017 y 2018).

Convocada soledad es un poemario en heptasílabos, endecasílabos y pentasílabos (estos, los obligados por las diecisiete sílabas métricas de los cuatro haikus –uno doble, reflejado-) de una estructura de silva sinfónica que, sin ser narrativa, narra lo inefable en cuatro tiempos. Un prólogo machadiano presenta el viaje lírico por las cuatro estaciones y un “Final” bíblico baña de luz “Lo inesperado” de las posibles tinieblas que puedan emerger de lo subterráneo: la palabra como bautismo de la realidad silenciosa y vivible. El otoño rojo (“Sobre la tierra roja”) abre las puertas de la aventura sensorial de lo inefable. Le sigue el verano azul (“Azul de soledad”), el invierno blanco (“Fermento de la blancura”)  y cierra el tiempo poético con la primavera polícroma (“Ebrio al surgir”), como para incitar a la vida reverdecida del final de los días, que también son principio. La estructura de cada uno de los capítulos está muy bien trabada: quince poemas (de diferente extensión, pero con predominio casi absoluto del heptasílabo), seguidos de un haiku y rematado con una “Contemplación” como epifonema que da perspectiva y hace releer los dieciséis textos precedentes.

Tiene mucho del tono del Don de la ebriedad (1953) de Claudio Rodríguez, aunque las numerosas citas no nos den pistas sobre ese linaje lírico (Vimalakirti Nirdesa, Antonio Machado, Georg Trakl, La Biblia –Job-, Alberti, J.L. Martínez Valero, Santo Tomás de Aquino, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez y  Manuel Altolaguirre). Celebra Jesús Cánovas la vida también, la existencia, la trascendencia del existir que tiene en la palabra poética la encarnación del sentir que al vivir deja mudo. Es un libro de odas a la afirmación en el presente, al arraigo en el paisaje en el que somos. Y reivindica una soledad contemplativa. Porque una soledad convocada no es lo mismo que una soledad intrusa: el poeta la convoca para, desde esa intimidad lírica, poder compartir la epifanía del oír cómo crece la hierba o como suenan las alas al planear sobre el mar. Es una épica de los matices, más que de los silencios. Que la naturaleza nunca calla. Desde esa conquista de lo no perceptible a simple oído o vista crea el poeta las coordenadas del sentir para ver y oír mejor. Es, por tanto, una soledad convocada para poder convocar la presencia del lector en esos escenarios líricos.

Jesús Cánovas, desde la filosofía del percibir y sentir que es el poema, nos convoca a gozar de los frutos de la contemplación de su Convocada soledad.




miércoles, 26 de diciembre de 2018

Arquitrabes XXXIV: Minimalismo gongorino












         Imagen conceptista:

Góngora en el centro de un jardín japonés.







Carne, pan, vino y felicidad a domicilio, sin camino


 
El Greco. Adoración de los pastores (1612-1614). Óleo sobre tela (320 x 180 cm.). Museo del Prado. Nacimiento para su propia muerte en la cripta de la iglesia de Santo Domingo el Antiguo de Toledo.




A Daniel Méndez, por hacer de todas las noches (menos la de los martes) una Nochebuena.


         La globalidad ensancha lo igual impuesto. La asepsia de centro comercial vende, higiénica, la nada que compramos todos. Hay esclavitudes sin grilletes en los gestos cotidianos. Un vendedor de fundas de móviles, por ejemplo: nada tan superfluo puede dar tanto trabajo inútil con un sueldo de mierda encontrado en una agencia de colocación a través del móvil que le obligó a comprar una funda.

         El mundo solo se construye en presente. Un presente que se eleva sobre los presentes que fueron pasado y permite diseñar los presentes del futuro. Nuestra responsabilidad es vivir en conciencia este momento y este lugar que habitamos. La capa de nostalgia con que pintamos las cosas las preserva para poder dibujar sobre ellas, con valentía sin neoliberalismos, la cara de esperanza que funda el futuro.

         El Niño Jesús es el símbolo de todos los amaneceres de cada persona cada día. Feliz nacimiento perenne.
                                               


                                                                 
Hecho carne duerme el trigo en el pan.
Sueña la uva en el vino que es sangre.
Las espinas del heno,
la cruz hecha virutas de la cuna
brizan y mecen el alba del cero.

         Infusas, fe, caridad y esperanza
pasan al mundo en su llanto feliz.
Como la sangre que nutre la carne,
creemos, amamos y deseamos.
Prudencia, fortaleza,
justicia y templanza
hacen centrar el fiel de la balanza
en que inteligencia y voluntad,
en ósmosis humana,
funden y fundan en su simbiosis
libertad, igualdad
y una fraternidad sin usura
(con unamuniana sororidad).

         El mito fundacional de la idea
alimenta el progreso:
continente que encierra
un contenido abierto.

         En los platillos de esta cultura
nacen los sumilleres hematófagos
y los gurmés carnívoros
que venden el grial y las astillas,
compran el alma a peso
y financian el Edén parcelado.

         Un niño nació esclavo y asustado
de la libertad de su gran pobreza.
Sus exégetas alquimia aprendieron:
venden el agua a precio de vino,
convierten la felicidad en riqueza.