sábado, 25 de abril de 2020

Mi lugar: destello domado con música


 
Clara Roldán Cuadros, maestra de su profesor




A Clara Roldán Cuadros, voz canela,
para que mejore la palabra con la música de su pensarnos.


         Había contraído una deuda y no lo sabía. Una deuda sin aristas, silenciosa en su grito. He tenido una alumna en literatura castellana y en lengua a la que nunca oí cantar. Eso fue después, cuando las redes sociales nos acercaron a los que se alejaron. La vida seguía en sus trayectos paralelos. Fue necesario forzar el cambio de agujas, la intersección. Y con ello, el fulgor, el destello, ese pequeño milagro que puede ser una canción.

         Quince años han pasado: yo he escrito algunas canciones y muchos poemas y ella ha madurado y ha trabajado el arte de su voz. El profesor se ha hecho viejo y la alumna una mujer.

         Pero el profesor, que intentó ser músico sin estudios en la adolescencia (algún rastro queda de aquel grupo, Eléboro, en su biografía sentimental), se desnuda de vergüenzas y se viste de la insolencia de la ignorancia y se atreve, neoadolescente experimentado, a componer. Clara Roldán lo salva de la osadía y pone el arte que a su antiguo profesor de falta: de la ingenuidad del viejo y de la experiencia de la joven nace esta canción.

         Buscad las versiones de Clara en su canal de Youtube, seguidla en sus redes sociales. Transforma en emoción lo que su voz toca. Canta con la garganta y con la mirada. Es el prodigio del arte de la sensibilidad, entre la intuición y el esfuerzo técnico. El duende lorquiano (que ahora debe equivaler al “flow” aunque sin su aura) hace los coros cuando Clara canta. Eso se puede buscar, pero no todos los salmodiadores lo encuentran. Clara lo exhala.

         Recuerdo la chispa de este Destello. Una serendipia. Óscar Colomina, el cerebro musical de aquel Eléboro adolescente sigue tocando. Necesita una cantante para su Rocktámbuls y coincide con Clara. Óscar, mi amigo, y Clara, mi alumna, triangulan conmigo. Para celebrar el encuentro le propongo a Clara un tema para hacerle una canción. Propone algo así como el lugar ideal, el edén particular. De aquello crece esto que ahora podéis leer y escuchar. La letra es fruto de algunos amaneceres en Águilas: hay quien sale a correr por aquello de las endorfinas y la salud; yo lo hago para pensar lírico y disfrutar de la soledad del mundo inaugural de cada día. Podría recomponer la película de la música de las palabras memorizadas, tienen su imagen, su momento. De vuelta a casa, copiar lo compuesto. Los retazos van armándose y la serenidad del pensamiento poético acaba orquestando el todo. Después, la melodía. Una secuencia de acordes y a ir probando hasta que suene sin solfeo: a que suene de oído, sin más ojos que los torpes neumas y las precarias grabaciones para no perder lo hallado.

         Cuando las partes de acoplan y fluye letra y música, Clara traduce la idea sonora a canción. Trabajo colaborativo por amor. En la canción habitan muchas horas de clase, salidas de tutoría, el arte de un profesor y el arte de una adolescente que fue alumna y ahora es una mujer maestra de su maestro. Amor a la vida desde la cultura, desde la amistad, desde este compartir tan hermoso que hemos trenzado.

         Ignoraba la deuda que tenía: ahora tengo un agradecimiento que no me cabe en el pecho. No lo sabía: hay una felicidad que puede entrojarse en una canción. Una canción que es despensa de lo que entroja y de lo que vuelve a sembrar.

         Gracias, Clara.


Mi lugar

Absoluto y relativo,
el patio de mi recreo:
ser cuando miro y veo
en el instante furtivo.

Quiero volver al lugar,
quieto, abierto de espera,
semilla de viento en era,
pecio que sabe volar.


Vuelve a ti, a tu lugar.
Aprende a ser en el estar:
Aquí y ahora.
Pleamar para tu nave.
Sol de rumbos donde encontrarte

El tiempo no es un reloj
de arena: es la clepsidra
del mar de este ahora
que nos salva y nos ahoga.

Resistencia al fluir.
La fiesta de la presencia
fecunda la permanencia
de erosión de la raíz.

Brillo de tiempo encontrado:
este ahora y este aquí,
edén en que ser feliz,
en duración encarnado.

Vuelve a ti, a tu lugar.
Aprende a ser en el estar:
Aquí y ahora.
Pleamar para tu nave.
Sol de rumbos donde encontrarte



El tiempo no es un reloj
de arena: es la clepsidra
del mar de este ahora
que nos salva y nos ahoga.

La conquista de ese espacio
en el que ser mientras eres
se nutre de amaneceres
y de progresar despacio.

Ese lugar que tú buscas
creciendo dentro te encuentra.
Sé el eje que te centra
en el ruido que te ofusca.

Vuelvo a mí, a mi lugar.
Aprendo a ser en el estar:
Aquí y ahora.
Pleamar para mi nave.
Sol de rumbos donde encontrarme

El tiempo no es un reloj
de arena: es la clepsidra
del mar de este ahora
que me salva y que me ahoga.
 


 Aquí podéis escuchar con los ojos la canción de Clara:



 



                

martes, 21 de abril de 2020

La vida secreta de las palabras: “compartir”


 
Os comparto este pan, compañeros


                                                        Para Ángela Moriana Vico




En otras entradas de este horno de Limbos he hablado de paronimias, de palabras que gritan su riqueza cifrada en el uso, en las correspondencias agolpadas en cada pronunciación. Esta vez es el esnobismo el que se apresura por nombrar para cambiar. Los petimetres no gozan la herencia y se esfuerzan en mejorarla, en adecuarla sin arrebato a la necesidad. La moda fagocita las palabras y las hace regüeldo que, normalizado, es arqueología obsolescente y efímera de la usura hasta hacerse emoticono léxico, moneda de cambio sin valor en sí. Arqueología porque todo deja su huella, incluso  lo que corre como si volase para llegar al no llegar.

Dos palabras nos convocan. Dos palabras y una perversión normalizada. Dos palabras y las que acuden al eco del agravio.

compartir
Del lat. compartīri.
1. tr. Repartir, dividir, distribuir algo en partes.
2. tr. Participar en algo.

compañero, ra
De compaña.
1. m. y f. Persona que se acompaña con otra para algún fin.
2. m. y f. Cada uno de los individuos de que se compone un cuerpo o una comunidad, como un cabildo, un colegio, etc.
3. m. y f. En varios juegos, cada uno de los jugadores que se unen y ayudan contra los otros.
4. m. y f. Persona que tiene o corre una misma suerte o fortuna con otra.
5. m. y f. Cosa que hace juego o tiene correspondencia con otra u otras.
6. m. y f. coloq. Persona con la que se convive maritalmente.

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Leo, otra vez, en un correo electrónico:

“Os comparto los links  bla-bla-bla…”

¿Yo comparto *a vosotros esto? ¿Yo comparto *para vosotros esto? Aterriza en mi cabeza un diálogo de La vida de Brian en su versión castellana: “Gente llamada romanos ir la casa” (“*romanes eunt domus”) en vez del “romanos, marchaos a casa” (“romani ite domum”) de la intención del mensaje.  Pero al revés: del presente a la urgencia del futuro. Nos estamos dejando invadir por una retórica incruenta que, como el agua que se filtra en la grietas, se hace hielo y revienta el edificio de la lengua. Sin mala intención, por inercia. Porque la lengua debe evolucionar, porque no vamos a empecinarnos en ser inmovilistas conservadores melancólicos, porque estamos por el progreso, ¿no? Basta con estudiar un poco la historia de una lengua, con pasearse por la gramática histórica o la etimología para comprobarlo. (¿Hay interés ahora por historiar esta lengua nuestra de cada día? ¿O, como su valor es competencial, como es un medio, podemos hacer con ella lo que queramos desde el relativismo hacia la dulce agonía sin estertores, con emoticonos en inglés reguetoneando su réquiem?).

Compartir”, etimológicamente, distribuir a todos, con el “con” de juntar y el “partire” que divide. Distribuir algo en sus partes. Compartimos algo con alguien. La preposición “con” es el puente entre el verbo y quienes, complemento, disfrutan conjuntamente de las partes repartidas con ellos. El amor, que todo lo puede, puede ser tan generoso que nos induzca a compartir sin “con”: ellas comparten el amor de él. Y lo compartido, sin preposición mediando, se hace complemento directo por amor.

“Comparte el pan con sus compañeros”. Amorosamente pleonástico. “Compañero”, etimológicamente, es quien comparte el pan, quien come de un mismo pan repartido, hecho partes.  La “compañía”, pues nos lleva a la “comunión” (de comunicar, eucarísticamente –ese agradecimiento al aire de la bendición-) o al ejército, a lo religioso (ese ligarse con fuerza a una idea) o a lo bélico: en la liturgia o en la campaña se comparte el pan, el sustento espiritual o nutricio.

Pero ahora compartimos algo, hacemos partícipes a quienes estaban al otro lado del “con” de lo compartido, mutado ya en complemento directo y haciendo complemento indirecto a los que reciben lo compartido. “Compartir” vale ahora por “enviar”, por “permitir ver”, sin partes, sin distribución: un emisor lleva hasta un receptor singular (“te comparto”) o plural (“os comparto”) una información. No somos compartidos como destinatarios: el emisor nos hace llegar su mensaje. Si soy yo quien desde una dirección de correo electrónico quiero compartir conmigo un documento me diré: “*me lo comparto” y no “lo comparto conmigo”.  *”El emisor comparte algo a su amigo”. Suena muy raro, pero lo raro lo es por ser nuevo, quiero suponer (por no poner freno a la feraz inventiva de la retórica de la novedad). La comunicofilia compulsiva con tendencia al cartón piedra fallero tiene estas cosas que los lexicólogos futuros (¿los habrá en una lengua que no sea el inglés o sus vástagos emoticonográficos?) estudiarán sin asombro de pura asepsia cultural.

Y claro, por contaminación simpática, clonamos el tic lingüístico y la propia inercia justifica con el argumento falaz de la democracia del uso generalizado otras mutaciones como “contactar”: contactamos “con alguien” o “a alguien”.Ponerse en contacto con alguien” pide demasiado esfuerzo: “contáctanos” suena mucho mejor, ¡dónde va a parar! Cuando el modelo de belleza lingüística lo marca el inglés comercial (no el de Shakespeare) casi todo se comprende.

Pongamos de cara al futuro. Hipotequemos la lengua: lo importante es la comunicación. La comunicación eficiente y eficaz. La economía léxica. Demos velocidad a las palabras, acortémoslas, emoticonicémoslas, démosles la agilidad prosódica del inglés. Hablemos sin estilo, sin más gramática que la que a cada uno le parezca útil. “Whatsappeemos” la expresión ¿Para qué trabajar la tiranía de la regla? ¿Para qué tanto escrúpulo ortográfico? ¿Para qué la belleza de la palabra, de su sonido, de su acento y caligrafía? Las lenguas cambian, como todo. La resistencia al cambio es esencia misma de la evolución de un idioma, el lastre que mejora la dirección del rumbo, la calma que funda la lengua que ha de seguir siendo. El castellano es una degeneración natural del latín: veinte siglos nos separan. El patrimonio de filigranas, correspondencias y emociones culturalmente entrojadas puede, en pocos años, por descuido, por desamor, por desidia y por prisa, acelerar un proceso motivado por intereses que poco tienen que ver con la cultura humanista, aunque nos los vendan disfrazados de la pedagogía de la felicidad pixelada, entre las banderolas “bannerizantes”,  gallardetes de facilidad, faralaes de libertad y encaje de bolillos de prometedores algoritmos. Esta es la retórica hiperventilada del presente.








miércoles, 15 de abril de 2020

Arquitrabes XXXVI: efecto secundario de la mascarilla




         Su obesidad no se apreciaba por fuera. No se le notaba si no hablaba, si lo veías de lejos paseándose. Vivía sobrealimentado de ego.

         Con el confinamiento no había ocasión de cruzárselo por el barrio. No hasta el domingo pasado. Subía por la avenida, enguantado y enmascarado, muy dandi en su disfraz aséptico. En la intersección de miradas, por encima del cubreviasrespitarorias, lo vi colosal, más ensimismado que nunca, más gordo por dentro.

         Pensé: “como dure mucho esta situación va a reventar. El efecto turbo de su aliento en la mascarilla, el exceso de yo alentado por él mismo en cada exhalación inhalada, lo va a matar de éxito”.

         La televisión local dio el miércoles la noticia: 

El ciudadano D. O. M., protegido y protegiente con su mascarilla y sus guantes homologados, cayó el domingo 12 de abril sobre el parterre de la avenida Icaria después de haberse elevado unos cincuenta metros, según un testigo y su perro, y de rebotar, ya cadáver, sobre el césped. El equipo de emergencia sanitaria ha referido a esta redacción que el impacto, que lo reventó, no le desfiguró una inquietante sonrisa de autosufiencia complaciente”.