lunes, 29 de junio de 2020

Los cuerpos partidos de Álex Chico, el perseguidor de los territorios del relato


(Punto de fuga hacia el encontrarse en las fronteras)







 

Ir y quedarse, y con quedar partirse,
partir sin alma, e ir con alma ajena,
oír la dulce voz de una sirena
y no poder del árbol desasirse

                                                                  Lope de Vega



            Lope de Vega hablaba, barrocamente, de amor. Álex Chico también. Amor como entelequia teatral. Amor como deuda social. Los cuerpos partidos (Candaya, 2019) es una novela de un género que podríamos llamar ensayo ficción (algo parecido a lo que hace Sergio del Molino) en la que la identidad del narrador (un conglomerado literario cuyo centro es Álex Chico hombre) se escinde en un cuerpo partido en el que conviven y concretan una parte de él y una fabulación sobre el yo genético desconocido de su abuelo que, simultáneamente, es una reflexión sobre el mismo proceso de escritura:

Cuando confundo experiencias propias y experiencias ajenas, cuando pienso que me ha sucedido a mí algo que no me ha sucedido, vuelvo a pensar que todo libro es una segunda parte. Toda escritura lo es en cierta forma. Primero vivimos un suceso, o nos lo explican, y luego lo transformamos en lenguaje. Mucho tiempo después. La memoria lo falsifica pasados los años. Ahí se genera un error que nos hace pensar que todo sucede por primera vez.”
CHICO, Álex (2019). Los cuerpos partidos. Barcelona:   Candaya, Candaya Narrativa 61, pág. 193

            Memoria, amor y lenguaje abonan el espacio partido del cuerpo. La herencia, el legado, es genealogía con la grandeza de Javier Pérez Andújar o Paco Candel: la nobleza de la mezcla, de la ubicuidad de la raíz y el desarraigo. Lo “charnego” como frontera vital del estar siendo en otra parte. La fotografía de Nicolás-Manuel Chico Palma de la portada, con ese pantalón tendido que es la inversión del pantalón puesto del protagonista (como la realidad y su negativo fotográfico) es toda una declaración. El mismo pantalón al sol  lo es: ese “pluralia tantum” de “pantalones”, con toda su carga simbólica, con sus dos perneras simultáneas y simétricas para un solo cuerpo partido, que está y no está donde está. Esa “Null island” de la ubicación del alma que necesita saber de algún lugar, nostalgia, amnesia y esperanza en un punto cero transportable e íntimo. El abuelo del narrador posa dinámico, con dos manos sobre la cuerda volatinera, en Bousbecque (Bélgica). Pero se exhibe inconsciente en una frontera que está en Cúllar Vega (Granada), París, Barcelona o Plasencia. La deslocalización como la ubicación más certera de la itinerancia de ser ser fronterizo. 
          
            Es una reflexión narrativa sobre el desarraigo y los trasplantes, sobre el destierro económico y los transtierros sociales.  Un itinerario mental que dosifica en tres partes de extensión desigual para conseguir llegar a un destino que comparte con el lector: “La larga marcha” (cincuenta y cuatro capítulos breves); “Camino de vuelta” (treinta y dos capítulos); y “Diario de viaje” (con dos anotaciones con título: “Camino de Bousbecque” y “Vuelta a Belicena” –el narrador tiene que pisar esos territorios nómadas, tiene que calzarse las huellas del padre de su padre-).


  La historia de mi abuelo es la mía. Lo es porque refleja perfectamente mi relación con los lugares, mi forma de juzgarlos y aferrarme a ellos.  […] Tenía que remontarme a una historia que había escuchado en miles de ocasiones aunque mi padre me la explicara una sola vez
                                                          (Pág. 238)
 La figura simbólica del abuelo desconocido al que conoce en la escritura. El abuelo como mito y hombre, como personaje desde la restauración literaria de la persona. Que sale de la vega granadina para buscarse en la frontera franco-belga en 1963 (y que se detiene en París hasta el 1967 antes de llegar) y que vuelve al origen desde el campo base de Barcelona, en una agonía de regreso, en 1978 (muerte en tránsito, en la frontera del llegar, en el movimiento del volver). La abuela desmemoriada, en una residencia y en una ausencia presente, no le da datos al narrador-investigador: le ofrece un testimonio vital esencial para la reconstrucción emocional del pasado. El almendro centenario como referencia biográfica de José Luis Ruiz en su Montjuïc mutante hace de correlato objetivo del rizoma que puede ser también la emigración. Oralidad domada para hacerla novela. Ser en el abuelo que habita en el narrador que lo persigue a contratiempo. 

El capítulo L de la primera parte es un meridiano en la novela por el que pasan todas las conexiones del argumento. Y el relato tiene muchos cables que alimentan y balizan la reflexión autobiográfica a redrotiempo. Referencias como notas a pie de página que contextualizan y enriquecen la aventura de narrar (una verdadera realidad aumentada sin algoritmos, un paisaje de fondo sobre el que proyectar los desplazamientos y las deslocalizaciones del vivir escindido). Los hitos en ese camino narrativo abren las ventanas de Richard Sennet, Paco Candel o Javier Pérez Andújar; abren pensamientos desde Luis Landero, Sergio del Molino, Herzen, Vicente Valero, Faulkner,  Magnus Enzensberger, Jaime Gil de Biedma, André Gide, Juan José Saer, Emmanuel Carrère, Lobo Antunes, Juan Goytisolo,  Sebastián de Toledo, Conan Doyle, Manuel Azaña, Chus Gutiérrez, Javier Cercas, Ryszard Kapuscinski, Jacobo Cortines, Ariadna Pujol, José Emilio Pacheco,  Adam Zagajewski, Pamela (persona y personaje hecho personaje por Carlos Sarrión, cuidadora de la abuela), Paquita Alcaraz (limpiadora de la Fundació Miró), Manuel Hervás y José Luis Ruiz (nativos del Montjuïc de las barracas), el padre, la abuela y los tíos abuelo del narrador… También el NODO y otras ficciones cinematográficas:  Las chicas de la sexta planta, Españolas en París, Surcos, La piel quemada, los sueños del protagonista coral de Bienvenido Mr. Marshall, América, América,  Vente a Alemania, Pepe, Un franco, 14 pesetas, Charlot emigrante, Rocco y sus hermanos Programas de radio como España para los españoles con su banda sonora de Juanitos Valderrama o Marifés de Triana o Machines o Glorias Lasso, entre alegrías y tristezas univitelinas en su placenta de nostalgia. O las fotografías de Colita.

Ese reconocerse en el paisaje urbano como árboles y no como bosques que planteaba Candel queda dibujado así en esta novela. Árboles que, por su singularidad, nos llevan a otros árboles. El globo terráqueo que ilumina la infancia en la Verneda del narrador nos ha iluminado a muchos los sueños. El almendro de los barrancos del Montjuïc pre y post olímpico se erige en monumento de la raíz y de su fruto el desarraigo. Esos objetos heredados (ese libro de Antonio López Torres, esos “souvenirs” exhibidos en las vitrinas de los comedores) que pasan  a ser presencia en diferido del seguir siendo.

Narrar la vida pasada hace fluir una intriga sin “spoilers”. Quien lo cuenta en el presente del lector dosifica la aventura y nos lleva de la mano de sus palabras a recorrer caminos ya transitados como sendas vírgenes. En esa paradoja late el arte engendrador de resurrecciones.  En sus palabras habita la incomunicación de los infinitivos, el registro híbrido de palabras de allí transformadas en palabras de un allí enriquecido por el aquí del retrovisor, en un charneguismo revelador y trasladable a cualquier situación lingüística de frontera entre autóctonos y forasteros.

Max Aub (que se consideraba un turista al revés  porque venía desde México tras tres décadas de exilio para ver lo que ya no existía) llegó a España en 1969 sin volver. El abuelo de Álex Chico ha vuelto porque nunca se fue ni de su rincón de Granada, ni de sus lugares de paso en París o Bousbecque, ni de su hogar de la avenida de Madrid de Barcelona. Es más: volvió a irse cuando su nieto fue a su destierro en julio de 2016 para volver a volver. Los españoles de los tiempos grises del abuelo del narrador no hacían turismo, lo acogían. La película El turismo es un gran invento lo ilustra muy bien (como producción de la “Operación patria” con jota como “happy end  –que “Spain is different”-). La España del abuelo del narrador era la de Ángel María de Lera: la de Los olvidados (1957),  la de Los clarines del miedo (1958), la de Hemos perdido el sol (1963) o la de Con la maleta al hombro (notas para una excursión por Alemania, 1965). Cuerpos partido en un país fraccionado y franquiciado, alimentado de divisas y del quiero y no puedo de una larga  posguerra que subvencionó tanta miseria que daba para exportar.

Manuel-Nicolás Chico Palma (Cúllar Vega, 1887- frontera adentro de Granada, 1978): noventa y un años de emigración rescatados y hechos testimonio social por la parte de él que sigue viviendo en su nieto, Álex Chico, persona y personaje en el espejo del arte de narrar. La llave de su casa en Sefarad sigue abriendo la puerta: es Los cuerpos partidos.





sábado, 27 de junio de 2020

Mierda trágica









Fotogramas de Viridiana de Luis Buñuel (1961)

        

           Las mierdas en el alféizar presagiaban la tragedia. Todavía no zumbaban las cigarras pero había en el aire un rumor sordo y magmático que lo teñía todo.

         Llovía migas de pan desde el cielo de un balcón superior. Desde la plataforma humanitaria del cuarto. A veces también llovía cereales del desayuno. Maná para el desamparo y la intemperie de gorriones y palomas. Al principio el suelo y los balcones subordinados permanecían nevados algunas horas. Después casi no llegaba el alimento al suelo. A los gorriones y las palomas se sumaron urracas nativas y cotorras inmigrantes. Y algún mirlo necesitado. El edificio era la Cáritas ornitológica del barrio.

         Aquel reportaje en la tele había removido las entrañas de la niña. Palomas muertas por falta de comida. La pandemia había retirado de las calles a los benefactores de su subsistencia y no había movimiento en los bares ni sobras. No había a quien robarle el sustento. Desde el día del dardo en el corazón, la niña montó su oenegé y consiguió hacer del erial un zoo de gorjeos, zureos, arrullos, graznidos y parloteos. Y de cagadas.

         La siembra de caridad nutricia dio derecho de pernada a todos los vecinos, que ya podían sacudir sus manteles con premeditación y alevosía, sin mala conciencia vecinal. La bacanal pajarera estaba servida. Cada especie tomó posición en el edificio que era ya un teatro de la alimentación y de la defecación. Desde sus palcos, las palomas se sabían las privilegiadas, tanto que intimaron con las intimidades de cada casa y se atrevían a entrar por  las ventanas a elegir a su gusto el manjar: el verano llegaría y las casas francas serían restaurantes a la carta y podrían dejar de comer de menú.

         El ritual tenía sus horarios. Palomas y urracas conocían sin saberlo a Pavlov y a Schrödinger.

         Un vecino, cansado de limpiar las mierdas de su ventana (con voluntad ya de gallinero a diario), llamó la atención en forma de  recriminación asertiva a la madre de la niña. El hábito hace al monje y la costumbre adquirida a la rutina como droga. La lluvia de pan siguió y el festín de Babette cuajó en su orgía de ingesta y deposición.

         La niña de fue de colonias de verano y dejó de llover pan. No había libro de reclamaciones. Su abuela dormía en la habitación contigua a las cataratas de generosidad nacida de la compasión y la empatía. El hambre animaliza al más humano de los seres.

         Una semana sin sopa boba. Seis de la mañana de un plácido día de junio. Todas las ventanas abiertas de par en par, generosas en tragar el aire que va instalando  el verano en la vida. La abuela abre los ojos. Ya no podrá cerrarlos. Una paloma pone sus garras en la frente de la madre de la madre y, en hipérbole cinética de su caminar, sin moverse, lanza la cabeza contra el ojo derecho. Picotazo preciso y eficiente: perfora el párpado, que se abre en espasmo, y ensarta el globo ocular que desnuda la cuenca de vista y la llena de silencio y sangre. En las brazadas de la anciana, diez palomas entrar en tropel a enriquecer la coreografía. Una de ellas, la más joven (y unípeda), aprovecha la visión franca y desconcertada de la abuela para hacerse con el segundo ojo. El nervio óptico se resiste a dejar su cuenca y persiste en su raíz pero otra paloma corta ese cordón umbilical con la visión del mundo.

         Gritos y sangre en las sábanas entre batir de alas que quieren más. La niña duerme plácidamente en su litera oreada por la brisa marina. La madre está tan entregada a la víspera del orgasmo que no oye más que los vaivenes de su dejarse ir.

         Revuelo y aleteo. Los mendigos y tullidos de Viridiana, palomizados, ajenos a su entidad de Espíritu Santo, se cobran la justicia universal por sus garras y sus picos. El pichón del muñón piensa mientras escapa de los manotazos al aire de Tiresias: “son várices: no es lepra”.



          

        



viernes, 26 de junio de 2020

Desde la piel literaria de Sergio del Molino


 
DEL MOLINO, Sergio (2020). La piel. Madrid: Alfaguara.



 
Autorretrato de Joseph Wright of Derby (1765-1768), detalle.



Entre quienes glosan la realidad nuestra de cada día hay una especie que aunque se pudo dar en otros tiempos hoy es más necesaria que nunca. Una especie que por su propia naturaleza vuela libre y distinta entre las páginas de los diarios o de los libros. Son escritores independientes, sin pelos en la lengua ni mucho lastre en el prejuicio que opinan desde un pensamiento crítico personal que tiñe sus posicionamientos en una gama cromática que va del cinismo a la ironía, pasando por la sorna, del zasca a la ternura, arañando postureos y lameculismos, y nos lleva del cabreo a la filantropía sin casarse con nadie. Su mirada no deja indiferente al lector y la chispa de su ingenio puede ser dardo o pluma. Estoy pensando en Sergio del Molino. Pero también en Juan Soto Ivars.

He leído La piel y he disfrutado en la complicidad interbiográfica de su escritura. Lo que a nadie le importa (2014) o La mirada de los peces (2017) ya están en ese camino de presentes rememoradores desde la inteligencia contemplativa de la pasión. Un abuelo o un profesor de filosofía suicida son palos del pajar de la ficción autobiográfica que no trae una España que ya ha dejado de ser. Decir que su estilo es personal declara en su dilogía la potencia de la atracción que sus libros provocan. Hay algo de ensayo también: ensayo novelado autobiográfico. Como hace Álex Chico en Los cuerpos partidos. La España vacía que Sergio del Molino retrata en 2016 fue revelación de una evidencia social y política. La piel confirma que ha inventado un género literario: el columnismo narrativo. Los Lugares fuera de sitio (premio Espasa 2018) también son una declaración de principios: hacer de las piedras en los zapatos, de la incomodidad que desautomatiza las inercias de las opiniones, una forma de vida literaria. Dar puñetazos al “mainstream” para despertar de su hipnopedia a los lectores, a los que trata siempre como mayores de edad, sin dogmatismo. Divertimento trascendente, el humor sin humos es parte del aglutinante de su literatura. En las píldoras paralelepípedas de sus columnas de opinión en El País (con la realidad televisiva como coartada), en sus ensayos, en sus novelas, en sus comentario de la actualidad en la radio.

El confesionalismo fingido de la poesía de la experiencia (con Robert Langbaum, Jaime Gil de Biedma o Carlos Marzal como referentes) adquiere en el columnismo narrativo de Sergio del Molino una vuelta de tuerca literaria. La autobiografía en la prosa, desde El Lazarillo, cultiva el equívoco y la complicidad del lector en ese juego de espejos trampantojil. El mundo real y el mundo imaginado de la ficción son voz y eco, eco y voz, osmóticos, biyectivos y recíprocos. El yo es una entidad narrativa jánica que relata la alteridad del yo y pone en práctica un estilo directo en que la retórica se parece mucho a la vida. Por eso es tan atractivo: expulsa la retórica hueca y campanuda y la sustituye por una retórica imperceptible con ilusión de diálogo de verdad. Sergio del Molino imagina la realidad: la persona, el personaje y el escritor se funden en una entidad fértil y cercana, hable de lo que hable (de una serie de Netflix, de Stalin, del Negro de Banyoles, de su hijo, de Cindy Lauper o de Nabokov; de la iconoclastia o de la psoriasis; de Sochi o de una plaza de Zaragoza). Desde la impostación real conoce la evidencia: el lector lo va a leer todo como ficción porque no conoce la verdad de las causas literarias: es necesario escribir bien para que la experiencia de realidad escrita obre el milagro al ser leída. Lo real y lo falso, la verdad y la mentida se cruzan en la experiencia literaria de sus textos. ¿Autoficción?: ¡Literatura! Como dice en su curso de escritura autobiográfica, podemos ser cronistas de nosotros mismos con proyección ecuménica: “Escribir sobre la propia vida es escribir sobre todas las vidas posibles”. La suya es, pues, una narrativa de la experiencia, un juego de creación universal autobiográfico con un corazón de columna de opinión trascendida. Digamos que sergiodelmoliniza una práctica literaria de amplio espectro y varia concreción: Vila Matas (Ordesa y Alegría), Héctor Abad Faciolince (El olvido que seremos), Miguel Ángel Hernández (El dolor de los demás), Agustín Márquez (La última vez que fue ayer), Carlos Barral (Penúltimos castigos, Años de penitencia, Los años sin excusa, Cuando las horas veloces), Francisco Umbral (Mortal y rosa), Álex Chico (Los cuerpos partidos), Avelino Hernández…

El “Efecto realidad” de Roland Barthes y el “Correlato objetivo” de T.S Eliot puestos al día. La portada de La piel es la piel del cuerpo del libro. Un detalle del autorretrato de Joseph Wright of Derby (1765-1768) presenta la fractalidad metonímica de la metáfora googlearthatiana de ser criatura y creador y viceversa. Sangre y palabra: palabra y sangre.

Catorce capítulos independientes, bajo la misma piel, conectados por los guiños entre ellos y con la psoriasis como columna vertebral e hilo enhebrador de las partes. De la monstruosidad paternal en la incredulidad sabia del hijo (“Las brujas no exixten”)  hasta la reconciliación epidérmica que permite una nueva relación paternal (“La costumbre”). Entre la presentación y el cierre argumental, doce historias preñadas de historias y  mucha historia, mucha sabiduría en píldoras que trufan la narración de narraciones. Sergio del Molino afina la ironía: ese rasgo vital y literario puntual en sus columnas (que a veces son picotas) es en la novela medular. Lúcido, mordaz, cáustico (tanto como sensible), obliga al lector a armarse de un lápiz o a hacer papiroflexia con las esquinas de las páginas para poder retener la antología de pasajes memorables, entre la ocurrencia y la reflexión filosófica o dermatológica.

Si la psoriasis es una anomalía genética que produce más células epidérmicas de las que necesita el cuerpo, la prosa de Sergio del Molino es, en su exceso de ingenio, un placer que solo producirá prurito intelectual y media sonrisa burlona y cómplice en quien recree sus ojos en la piel de las  páginas de su novela. Aunque solo fuera por eso de “La Edad Media griega” de la piel (la que nos hace naufragar desnortados entre el “amor maternal asfixiante y el sexo”) o por la precisiones léxicas sobre la adecuación narrativa del nombre de los genitales, el baño de realidad en la ficción que nos regala ya tendría sentido. Pero es muchísimo más, como podrá comprobar el lector que quiera dejarse acariciar por el tacto literario de Sergio del Molino.