lunes, 6 de julio de 2020

Sonetos de carne XIV:


  
 
Instante orgasmo

                                   

        
Geometría fractal del amor
                                              



                                                                 
      Ángulo obtuso. Uve abierta de hambre
por su vértice cóncavo de cueva:
curvas y radios diseñan tangencias,
confluyen en su estuario de sangres.

      A buscando su norte sur encuentra,
el envés del haz atrae a su encaje,
la dársena acoge el pecio de carne
que cierra la herida en que se alimenta.

      Mediodía extático. Centro eterno.
Cumbre abisal. Vaivén reflejo. Luz.
Danza de la sintaxis del encuentro.

      En el mar de amar han fundado el tú.
Se han fundido en la intersección del beso.
Son trasvase fractal de plenitud.




                                     




viernes, 3 de julio de 2020

Nación Vacuna: ucronía distópica en la elipsis








A Fernanda García Lao en su venir e irse para volver a venir y quedarse, en ese vaivén transatlántico tan argentinamente europeo



“Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla. Si es necesario este pueblo, que yo trato de interpretar, está dispuesto a escarmentar a quien se atreva a tocar un metro cuadrado del territorio argentino”


Desde el balcón Casa Rosada, Leopoldo Fortunato Galtieri, miembro de la Junta Militar argentina, declara la guerra a Gran Bretaña el 2 de abril de 1982





Argentina es una nación vacuna, un país carnívoro de kermeses con olor a asados y parrilladas. Un lugar donde la porción de vaca cortada es metonimia de fiesta: tiras, bifes de chorizo, bifes angostos, palomitas de paleta, matambres, entrañas, vacíos, colitas de cuadril, chorizos criollos… La identidad nacional pivota sobre la esencia vacuna. Por eso el héroe de esta novela es un segundón burócrata vegetariano: Jacinto Cifuentes es el funcionario de una patria en crisis.

Recuerdo que supe de la Guerra de las Malvinas por mi profesora de Historia de primero de BUP. Fue una epifanía en esos años de desconcierto adolescente: era preferible vivir en una democracia como la inglesa que bajo una dictadura como la argentina. Eso dijo. Minimizando la tragedia del conflicto. Fernanda García Lao, la autora de la novela, estaba entonces exiliada en Europa y conoció el hecho, en francés e incrédula, mientras hacía cola para entrar en un museo.

Los setenta y cuatro días de duró la guerra (del 2 de abril al 14 de junio de 1982) no nos importan mucho para disfrutar de la lectura. Ni ser unos apasionados del asado argentino. Basta lo dicho para contextualizar en la historia y en la realidad un argumento que desborda en fondo y forma esas circunstancias para ser literatura. En el enfrentamiento salvapatrias de la junta cívico-militar argentina gana pérdidas. En el enfrentamiento entre el lector y la novela pierde el conflicto y gana el arte. Nación vacuna nos lleva a un naufragio como el de Próspero en La Tormenta desde el fracaso en el éxito de la propaganda de guerra para intentar salvar una dictadura gracias a la Falksland War. La dictadura cayó y el arte se salvó. La operación mediática de la Argentina militar tiene su reverso en esta novela de Fernanda García Lao treinta y ocho años después.

En la ficción, Argentina gana la guerra. Es una nación mostrada en una distopía del pasado (como la de Juan Soto Ivars en Crímenes del futuro). El enemigo envenena el agua de las islas M y la vida es insostenible. La Junta civil, sin militares tras la guerra, emprende una campaña de repoblación en la que argentinas continentales seleccionadas deben asegurar con sus vientres que los soldados de las islas se perpetúan y pueden dar vida a la victoria contra el enemigo. Es una operación para reconquistar la victoria. Una victoria pírrica en un ambiente de apocalipsis de precariedades, difuminado en un paisaje de posguerra en el que el animalismo sexual busca, sin conseguirlo, tapar las grietas de la frustración de los personajes. Libido femenina que somete a los hombres. Hembras fálicas que usan a los machos, que los engañan incluso en una política de subsistencia y promiscuidades. Con el orden natural y social alterado todo pasa por válido. Es la pesadilla que nos hace vivir Nación vacuna describiendo un ambiente kafkiano (por esa lógica del absurdo burocrático impuesta por el punto de partida argumental, por la ironía macabra de un estilo cortante, lleno de elipsis, fragmentario). Los personajes parecen vacas colgando de sus ganchos, sin cabeza, en el matadero de sus vidas, regidos por las órdenes de un poder central y centralizador. Una dictadura desvaída con muchas zonas de sombra desde las que nos iluminan los personajes, libres y prisioneros en esas grietas del control. Grietas llenas de sexo furtivo como moneda de cambio.

La dualidad tensiona todo el relato. Padre carnicero con hijo vegetariano. Padre activo y militante ante una madre sin maternidad: sus dos hijos, Jacinto y Leopoldo, son, a su vez, el haz y el envés del emprendimiento (gris y fracasado el primero, protagonista de la acción; triunfador y brillante el segundo, agente de los acontecimientos narrados pero en un segundo plano). Una mujer en disputa “amorosa” entre los dos hermanos, Mona (la seleccionada 1789, la elegida por el pueblo), que medra y se sacrifica por la causa. Planes contra Jacinto con Erizo y sus axilas como intersección. Jacinto contra Rubén el camionero con Mona, la cuñada, en la discordia de la fertilidad salvadora de la mentira. Las mujeres “Lesbianas Re-evolucionarias en Contra” contra La mujeres del proyecto original para  combatir el heteropatriarcado de la regeneración. Violencia de la carne y la sangre. Disyuntivas trascendentes: “¿Coger o suicidarme?” (dice Cifuentes en el dilema que va del follar estéril a la muerte fértil). Como Fernando de Rojas dice traer de Heráclito a su prólogo de La Celestina: “Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla”. En ese caos sobrevenido por una guerra, la prostitución es un arma patriótica y la degradación se diluye en la tragedia general que la justifica una supervivencia con connotaciones raciales.

Novela proléptica. Novela ucrónica. Novela nave sobre un pasado que dosifica la acción anticipando la ficción que recrea una historia que nunca pasó. Fernanda García Lao inventa unos personajes que de estoicos acaban siendo hedonistas en el naufragio impuesto con párrafos breves como olas de un mar entrecortado. Novela de realismo simbólico cortante desde la voz de un burócrata aséptico, distante, desapasionado, pero en una orgía vital sin más placer que el frustrante y animal del sexo. Los espacios en que se mueven los personajes contribuyen a la sordidez: el matadero (ese que nos lleva a la novela homónima del argentino Esteban Echevarría, crítica también a un despotismo dictatorial del siglo XIX); Rawson (hijo crudo en inglés –hijo vegetariano afilador de cuchillos de un padre carnicero-), ciudad desde la que fletar hacia las islas M la salvación en el barco Nación Vacuna; el limbo con cementerio y almacén de la espera para el embarque tras el anuncio del aborto de la misión; esas isas M no holladas durante el argumento como destino de la derrota… Las cápsulas de carne, una especie de “Avecrem” que concentra todo el simbolismo de la novela, condensan la metáfora de las vacas abiertas en canal, el alimento de subsistencia, la gragea libidinosa, viagra pansexual de carne para compensar ausencias de apetito sexual. Carne de vaca para provocar la causa de la recuperación tras la catástrofe bélica. Cápsulas como vacunas contra la pandemia provocada. Vacunas hembra. Edward Jenner descubrió que la viruela bovina inmunizaba de la viruela humana. Era inglés, de Gloucester. Los ingleses emponzoñan la potabilidad de las islas M y las mujeres “triadas”  consumidoras de cápsulas cárnicas llevan en su cuerpo la vacuna. Su cuerpo es la vacuna que llega por mar en el Nación vacuna desde el continente al  archipiélago patagónico. Como en tantas leyendas (la de Sant Jordi entre ellas) la mujer es el agente (paciente) sacrificado por la causa general. Pero las mujeres de Fernanda García Lao, en la manipulación nacional, son quienes dominan sexualmente. También son utilizadas pero tienen espacios de poder sobre los hombres.

En una frecuencia de tono que nos puede recordar 1984 de George Orwell, perlada de atracciones como la del sudor de las axilas que se mezclan con las cuadrículas burocráticas de un encargado del registro, los personajes de Nación vacuna son ganadores de un Proyecto que los humilla pero que deben aceptar como un privilegio por su valor salvapatrias. Una revolución farmacéutica desde la única corbeta en el puerto de Rawson que la victoria contra el enemigo ha podido conservar en condiciones de navegar. “Hembras por la Patria” que no embarcan en loor de multitudes en la corbeta, que tienen que intentar cumplir su misión en un precario barco pesquero, el Quisquilla I, rebautizado como Nación Vacuna, en un trozo de costa sin puerto, anónimamente. Cuerpos procesados, de vacas, de mujeres, para salvar a los militares confinados en cuarentena, aislados, literal y metafóricamente. No hay vacunación inocua. La redención puede habitar en la vagina.

Toda la novela presenta unos espacios fantasmagóricos, entre kafkianos y beckettianos, con un Jacinto Cifuentes transparente, responsable pero pasivo entre onanismos oníricos potenciados por la lascivia de las cápsulas vacunas. Vulvas inflamadas. Mejillones que se abren como plantas carnívoras para que Jacinto mordisquee su carne naranja del sexo y entierre los cadáveres de sus valvas negras. Jacinto Cifuentes invisibilizado por la máquina burocrática, muerto oficialmente y vivo de facto. Responsable de engendrar en coitos programados el heredero, fingir un éxito militar con un fracaso administrativo que el funcionario va a remediar. La mentira como cimiento social.

Más allá y más acá de las coincidencias con coyunturas pandémicas presentes, Nación vacuna es una excelente ficción de una brevedad (140 páginas) que engaña porque entre los huecos de los párrafos hay mucha historia contada en silencio. Es la historia de un burócrata sometido al sistema en toda su contradicción de épicas de serie B explicada desde el estilo telegráfico de la administración y sus asepsias con el que frontalizar la putrefacción de lo narrado, para que los trámites de carne amortigüen su olor a sangre, para que los populismos de cloacas se confundan con los trasiegos nutricios de un matadero en su orgía cárnica.

Hemos empezado con las palabras reales de Galtieri con las que quiso vestir de gesta nacional una bravuconada militarista. Acabamos con las palabras reales de la ficción que son eco literario de su sustrato histórico (pág. 116). La maniobra populista busca efectos y no verdad: el Nación vacuna no había zarpado, pero tenía que estar en las islas M y cumplir su misión:


La Junta ya logró su objetivo: levantar el perfil en las encuestas. La realidad es carísima, dice Erizo. Prefieren hacer como que nos fuimos

         Las dos juntas, la militar de la dictadura y la civil de Fernanda García Lao, fracasan en su objetivo: una pierde la guerra a pesar de la propaganda; la otra va a ser engañada por las “misioneras” pero pierden el rumbo y son llevadas al destino que querían evitar y la solución se pierde en la costa negra ante las banderas de los que perdieron.



GARCÍA LAO, Fernanda (2020). Nación Vacuna. Barcelona: Candaya, Candaya Narrativa, 65.



jueves, 2 de julio de 2020

Inteligencia y sabiduría


 
Paco Minuesa. "Un llibre per escriure, dia a dia"


 
Crecimiento sobre la cultura. Basa, columna y capitel: estructura para mantener arquitrabes y futuros.
 
En un tiempo de iconoclastias, un nieto, Miguel Quiroga de Unamuno, sigue posando con el maestro Unamuno hecho arte por Victorio Macho Rogado (Hendaya, 1929) para la Facultad de Filología en el palacio Anaya de Salamanca
                                     


Marina Garcés planea una nueva ilustración radical. Kant nos instó a atrevernos a saber. La mayoría de edad ontológica del hombre siempre pide su reválida, ahora con coartada pedagógica en ese aprender a aprender que, lejos de Sísifo, fertiliza el pensamiento humano. Pero “aprender a aprender”, más allá de su consigna de mercadotecnia con la neurociencia como aval, no es solo el resultado de un proceso programado en una secuencia didáctica estandarizada. Contra la retórica innovolátrica, subcontrata del mercado y su prebenda tecnologizante, el intelectualismo moral del maestro. Sí, maestro. No del “coach-monitor-dinamizador” de contextos pseudocognitivos motivantes y útiles para el encaje social en ese futuro tan incierto que nos venden. Maestro de alumnos. Alumnos que son su centro de interés porque todos somos partidarios del futuro y de la felicidad, pero no todos lo somos a cualquier precio.

Me niego a aceptar el determinismo de la inteligencia con los ojos, felices, cerrados. Porque inteligencia no es igual que sabiduría, ni pensamiento es sinónimo perfecto de razón. Una visión panorámica de la evolución muestra la evidencia del progreso humano. Leer a Antonio Rodríguez de la Heras ilumina desde el presente con vocación de futuro ese itinerario. Un progreso en progresión geométrica que debe ser el nuestro, el de las personas. Habría que acordar, pues, que quiere decir ser humano, qué tenemos todos las mujeres y los hombre en común para ser lo que somos, para acordar qué queremos seguir siendo y para amparar la memoria de lo sido como referente de las mejoras. Basta para el ejercicio mental poner el retrovisor  en el cambio de siglo entre el XIX y el XX, aunque bastaría poner la mirada veinticinco años atrás porque veríamos la misma tendencia pero acelerada. La filosofía de la sospecha alimenta el pensamiento mientras la ciencia empieza a alicatar de bienestar material la vida. La matemática y la razón dan a luz la lógica simbólica y esta a la eficiencia de lo binario que acotaba la ambigüedad en el lenguaje natural. La razón era poderosa en su sistema arbitrario de inducciones y deducciones, pero pensar en binario agotaba a los pensadores. Pero no a las máquinas, con una paciencia y una asepsia emocional infinita. La programación de los algoritmos estaba en pañales, pero nacida. Esa criatura mesiánica iba a revolucionar a la humanidad con su facilismo protésico y ubicuo. Todos queremos llevarlo en el bolsillo porque todo tiende a estar diseñado ya para hacerlo realidad desde la pantalla que lo representa. La inteligencia está triunfando. La suya es una victoria pírrica sobre la sabiduría. Puede haber inteligencia artificial, pero no sabiduría artificial. La tecnología tiene su mística (un paseo por ventanitas de “youtubers”, “influencers” y “gamers” lo hace evidente). Neomística neoliberal clientelar que capta turistas de la vida. La purga destila lo humano: iluminada con la luz led de la pantalla (versión técnica de la ciencia infusa) puede alcanzar el orgasmo de la fusión con la globalidad de la nube. Las sinapsis de la nueva divinidad se alimentan de datos que algoritmos esclavos de constancia eterna (que llamamos “cookies” por aquello del simbolismo para vencer la inefabilidad, herencia humana) sitúan en la conexión idónea para que la pantalla ofrezca lo que el sistema algoritmea que apetece el empantallado. Esa inteligencia es consecuencia de nuestra inteligencia que está saboteando nuestra sabiduría. La intuición, esa forma de pensamiento entre lo animal y lo domesticado, se anquilosa ante la precisión facilocéntrica de cualquier aplicación, a un barrido digital, con toda una empresa lucrativa y usurera en su “nube” pendiente de tus deseos. Del mono al código de barras invisible hay mucho ganado y bastante perdido. Pensar es razonar, con la intuición y los sentimientos como escuderos, como lastre o como impulso. En el diálogo entre razón, sensación, memoria y pálpito crece el pensamiento en un cóctel cuyas proporciones deben responder a la necesidad del acto de pensar concreto. Si eso debe calibrarlo un algoritmo con una memoria de estadísticas y un cálculo de posibilidades, la inteligencia humana se ha vendido a unos intereses ajenos al pensamiento. Más eficientes pero deshumanizados. Inteligencia humana, inteligencia artificial y pensamiento deben complementarse necesariamente pero para esa sinergia es imprescindible no abandonar lo humano como estamos haciendo. La injerencia es tan obvia que la anestesia de su éxito nos ciega. Somos víctimas de nuestra inteligencia.

Donde no se cultiva la costumbre no puede haber desacostumbrarse y mucho menos el cacareo del desaprender. Las vanguardias históricas nacieron, iconoclastas, para abolir el antiguo régimen mental, disruptivas, lúdicas, intelectuales o prurito de pulsión. El sistema las fagocitó, les puso precio y ya son patrimonio de los museos. La revolución de nuestros días nace desde el sistema. Es inevitable no pensar en El maravilloso y valiente nuevo mundo de Aldous Huxley (con La tormenta de Shakespeare en su médula de memoria cultural) o el gran ojo de la macropantalla caleidoscópica del 1984 de George Orwell. El progreso es una manga churrera de última generación: su émbolo nos empuja a todos por nuestro bien hacia la embocadura que llamamos futuro. El pasado queda al otro lado, ciego. El presente es presión sin violencia aparente: las burbujas de los emoticonos nos protegen en el tránsito hacia quienes debemos ser en nuestro beneficio, que es el del universo global.

En la antigua ilustración el talento cognitivo humano cuajó en un espejo de Alicia al que llamamos Revolución francesa. Kant había sido capaz de aunar empirismo y racionalismo y nos regaló las categorías a priori del pensamiento y los imperativos categóricos. El tiempo, el espacio y la causalidad eran las gafas racionales con la que poder ver el mundo nouménico, muy suyo y nada nuestro. Así, fenomenológicamente, el universo podía ser nuestro y nuestras acciones morales se regían por la legislación universal de la razón. Los algoritmos  (que no son bichos, ni un virus invisible y magmático, sino producto de la  inteligencia humana) abolen el espacio, el tiempo y la causalidad. La abolen como forma de ver humana y la hacen monopolio de su interés (que no es el nuestro, sino el suyo, el de quienes comercian con la comodidad y la libertad proclamando la salida de la “zona de confort” y la felicidad de la elección entre infinitas posibilidades). Y la vida humana es finita, enraizada en un tiempo, un espacio y una causalidad en las que las causas y los efectos eran nuestros (las personas podían ser dueñas de su destino –Shakespeare dixit-) y no coyunturas al albur de la matemática binaria programada. 

Borges inventó la biblioteca infinita y los jardines con senderos que se bifurcan (podíamos estar en el París de Cortázar, en Comala, en Vetusta o en Macondo a la vez al bifurcar la bifurcación). La dualidad algorítmica nos priva del tiempo y del espacio en sus infinitas bibliotecas. Un libro es tiempo y espacio quintaesenciados, localizados en el espacio y retenidos en una porción del tiempo en su fluir. Un libro o un disco. El infinito en un  junco según la trascendente formulación de Irene Vallejo. Una acción intelectual concreta, abarcable, balizable, distinguible del todo. Un libro o un disco físicos, quiero decir: con su cuerpo, sus dimensiones, sus surcos, su materialidad. En la pantalla infinita siempre hay más. Y muchas “viejas del visillo” en forma de “banners” que viven con tus audiciones o tus lecturas y que importunan como moscas cojoneras para que disfrutes de la posibilidad de dejar de hacer para motivarte por otra actividad más estimulante. Saltar en la libertad de una nueva versión de la biblioteca infinita es el eslogan de “Spotify” (esa gratuidad tan cara para la cultura). Cuando todo es posible, concretar algo se hace imposible. El multicentrismo solo engendra desconcentración y sus diagnósticos médicos (que a su vez son causa de una consecuencia cuya causa es la propia consecuencia). Por eso la imagen del lector del cuento de Cortázar “Continuidad de los parques” (de Final de juego) es tan necesaria ahora que nos hacen vivir con la “Casa tomada” (Bestiario, de Cortázar también). Dirán los optimistas de este progreso sobrevenido que siempre tenemos voz para reconducir (nunca el mundo ha sido tan democrático) la dirección del mundo. ¿Pueden las piedras detener la lava de un volcán? ¿Pueden las manos ser dique de las olas? Pues eso.

Sócrates en la caverna de Platón que hoy es un centro comercial si arquitectura. Cada uno en su cueva, con la mente puesta en ese viaje transoceánico tan necesario para conocer el mundo –aunque siempre se coma en el McDonald’s de turno- dialoga con ese “coach” que le dice lo que quiere oír (y que el sistema le ha inducido a desear querer). Las sombras de las representaciones de los objetos que son concreciones físicas de la idea del plano inteligible se visten de única realidad posible. Sócrates aceptó la muerte y muerto sigue. Ahora solo puede ser una realidad virtual al servicio de las luces que dan vida a su holografía.

La cultura de ahora es otra de la cultura tal como la conocíamos. En la prostitución de la lengua, hablamos ahora de cultura de empresa cultura de organización. Arte monetizado, hay que entender: dinero sin billetes, virtualizado en la perversión de las criptomonedas. Las nuevas pedagogías abominan  las definiciones: las ponen como ejemplo anticompetencial mientras caen en el tópico de las fracciones y el pastel o de la educación para la vida. La disolución en el relativismo absoluto predispone a todo siempre en todas partes. Esa es la oferta. Todo concentrado en un terminal, en un dispositivo. Y sin raíz no hay vuelo de fruto. Si todo es vuelo no hay siembra o hay siembra sin arraigo, engendramos superficialidad. Sin criterio, la libertad de elección es una tortura, un océano de naufragios, una felicidad trufada de frustraciones.
Nuestro legado es el futuro. Los hijos, los alumnos, no merecen esta traición, esta insolvencia, esta estafa del progreso. Educarlos desde el humo con discurso mesiánico y cientifista seca la raíz y corta las alas. Sin historia no hay ni presente ni futuro. Sin maestros no hay posibilidad humana de avance. Si el mañana que estamos sembrando ha de ser un lugar sin espacio ni tiempo ni arte sí que lo estamos haciendo muy bien.

La sabiduría de mañana ha de ser el patrimonio de la educación de los aurigas contemporáneos, capaces de conducir con su intelecto la dirección de los caballos desbocados en un carro alado en el que el deseo y el coraje escuchen la voz maestra y sepan escapar de los cantos de sirena de las coyunturas magmáticas de los intereses ajenos. La paradoja ilumina la perplejidad: una sociedad globalizante disfrazada de socialismo humanista cooperativo y ecuménico con intereses capitalistas. Lo que quieras, como quieras y cuando quieras es un deseo insostenible. Ni el planeta ni las personas pueden aguantar esa libertad de elección sin responsabilidad social. La educación ha de ser el molde moldeable de los deseos, el auriga para navegar en el pozo sin fondo de las pantallas. El “scroll” posibilita un desplazamiento virtual, un moverse estático infinito. El rollo de papiro o el papel continuo, siendo menos ecológicos (supuestamente –que hay mucha propaganda del ahorro en deterioro de la naturaleza de la virtualidad y está por comprobar su impacto en el medio-), situaban al lector en unas coordenadas espaciotemporales. El desprecio del dedo sobre el espejo del mundo mueve los cangilones de una noria de sangre. La zanahoria del futuro perenne abre horizontes en las pantallas que eclipsan el paisaje. La esperanza pedía fe y espera. La neofelicidad demanda, en su linealidad progresiva cuántica, bienestar tecnológico y eficacia eficiente estadística.

Sócrates se ha quedado sin alumnos. Se han matriculado en la competencia pseudosocrática que, en un universo inflamado y gaseoso, desde el ara de su templo asperja eclipses de rituales, incitaciones al exhibicionismo en la opacidad de a transparencia, búsquedas de lo nuevo en los cauces establecidos, sustituciones de erotismo por la pornografía, degradaciones de la contemplación de la belleza por simulacros encapsulados, engranajes de subcontratas para un falso bien común de caleidoscopio de felicidades. Todo ello muy personalizado, “ad hoc”, “ad personam”.

         El sueño de la razón produce monstruos.  La razón estimulada con la anestesia de la hiperactividad transforma los monstruos en “challengers”, en motivaciones para la autoexplotación y la superación. Desde la lucha contra el cáncer a la sumisión al sistema. El mérito (y el fracaso) es del individuo tratado por la mercadotecnia como persona. El pensamiento es inteligencia racional más otras cosas. Discernir pide pensar con la razón, con el corazón (que co-razona) y con la piel. Asertividad sin empatía ni compasión es el axioma de los departamentos de recursos humanos que proclaman lo contrario de lo que aplican.

         Factualidad y relato. Los hechos (del pasado, del presente) sobreviven en una ficción impuesta y aceptada por activa o por pasiva. Basta con leer la publicidad para conseguir un banco de argumentos. La lista de los reyes godos como caricatura de la inutilidad de la memoria. En una programación académica actual, lo factual siempre chirría. ¿Puede haber conocimiento sin memoria, sin datos en la memoria? La subcontrata de la memoria del disco duro (interno o externo), de los “pendrives USB”, de los obsoletos deuvedés o del “iCloud” nos hace más vulnerables, nos desnuda, nos alquila. Un botón (una voz muy pronto) abre el universo ajeno de nuestra propia memoria. Un icono te puede llevar hasta tu madre o tu hijo en la otra punta del mundo o a la escritura cuneiforme o al penúltimo “meme”. Pero cada vez más la “realidad” te llega sin que la busques. La comunicación es ya un asunto de deseos “adivinados” y de dibujos animados para cifrar el mensaje. Una junta o una conferencia buscan la estética y el estilo de Animal Crossing. Un construccionismo falaz (que caducó en los años setenta del pasado siglo) que degrada el constructivismo de un Mallarmé o un Valéry y lo vende desde el vitalismo de un Rimbaud. La caricatura deja de ser anécdota para ser categoría y el antiintelectualismo se filtra en todos los ámbitos de la sociedad para sembrar un terreno abonado para la manipulación. La tradición es acusada de idolatría al pasado y de retroutopía: la eutopía será fruto de las pedagogías de la facilitis, en lucha fornitiana contras las molestas distopías de mal agüero.

         Mantras, estribillos del pop pedagógico buenista: aprender a aprender, aprender a enseñar, enseñar a enseñar, enseñar a aprender, enseñar a aprender a aprender. Sin aprehender conocimiento real, sí  edulcorando, implementado y gestionando “conocimiento significativo” y competencial evidenciado en los estándares evaluativos consensuados y sistematizados para el “empoderamiento” de los ciudadanos del futuro. La factualidad divorciada del aprendizaje, trámite molesto y arcaico ante el esplendor de la ficción virtual de imaginación domesticada por la máscara de libertad del autoritarismo racional de los algoritmos programados por el poder (esa conjura simbiótica y usurera de los poderes). Las palabras significan en lo que denotan, en lo que connotan y el la semilla de historia que también son. Hablar de “competencias”, o de su subordinada la “habilidad”, y no de “destrezas”, nos está diciendo lo que oculta: se negará pero competimos en competencias. El oropel del cooperativismo, de la comunidad solidaria colaborativa, es más un colaboracionismo con unas inercias impuestas que una filantropía de arcadias posibles. El sistema se blinda de las discrepancias tolerándolas porque sabe que el engranaje es muy sólido: cada persona que contribuye lo fortalece y contribuye a hacerse prescindible desde su entrega a la causa del supuesto bien común y el progreso burocratizado. Falsas jerarquías horizontales pueblan las empresas del mundo con su reclamo de valores añadidos de cartón piedra. Hacen falta más escribientes como Bartleby. Moby Dick puede habitar en los despachos y las aulas: “preferiría no hacerlo” para una rebelión en la granja del mundo. El autoritarismo latente en la amabilidad del sistema necesita personas educadas con perspectiva para conocer, conocerse, pensar y decidir sus acciones, sin automatismos ni determinismos agazapados en el parque de atracciones de cada día. El profesor como referente contra el que crecer es cosa del pasado: el profesor,  alumnizado, coleguea contemplativo y con el criterio desorientado, tan cercano a los intereses de quien debe estar aprendiendo que aprende sin enseñar a ser el que ya no puede ser por edad. Se han invertido los paradigmas, se ha parvulizado la docencia por una empatía mal diseñada, perdida en retóricas y metáforas organizativas tan complejas que pierden fuelle al llegar al nivel de concreción importante. Necesitamos maestros como Juan de Mairena  que reeduquen a los pedagogos que forman a los formadores de futuros. 

         Transición desde la vivencia analógica hacia el Humanismo digital. Los jóvenes sabrán construir, si no se dejan cegar por el soma, si son en la cronología del mundo la cremallera del pensamiento crítico que crece sobre la sabiduría legada,  el mejor de los mundos futuros posibles porque lo hacen posible. Si educamos en la adecuación personalizada que complemente emoción, cultura e inteligencia de saber pensar, seguiremos siendo dueños de nuestro destino desde esa extensión del futuro que ya estamos siendo. La cultura es humanidad. Y la humanidad necesita vivir bañada en humanismo, esa felicidad acuñada por cada persona en la combinación precisa de las dosis de igualdad, libertad, seguridad y fraternidad necesarias para ser en sociedad.