domingo, 3 de marzo de 2019

Taller de linfocitos






                  
A María Ramírez Peña, mecánica de vida, en el taller.


Cuando la inercia vital se gripa y llama la atención sobre su fluir tartamudeante, el hospital se hace casa y restaura la normalidad en su anormal rutina. El enfermo se hace huésped, visita involuntaria auxiliada en su desamparo, indigente bajo su techo contra la intemperie. El hotel de salud que es acoge también al parónimo “hostis” y la hostilidad de su contrapelo rival.
El ciprés invisible de su fachada ofrece hospitalidad refractaria: es un hogar en el exilio.
Vacío y oxígeno son alegorías del “locus amoenus” que amalgama “carpe diem”, “tempus fugit” y “memento mori” sin sal, asépticos, de blanca simpatía. Incrustados en la pared, la vida y la nada se hermanan: vacío para inducir nihilismo; oxígeno para dar aire fértil a los pulmones exhaustos.
Pasar del todo a la nada es canto de papel de fumar, ápice de alfiler: esa frontera, una vez cruzada, no admite vuelta atrás y es toda adelante sin futuro. Antisépticos, nos frotamos las manos para que esa pared no determine con sus flujos, diastólicos o sistólicos, explosivos o implosivos, la calidad vital del encamado.
El metal de su embocadura gemela despista: uno te abduce; el otro te ayuda a respirar. Uno es aspirador negro. El otro alienta, azul, la vida. Contrarios que se buscan tras el cogote enfermo para compensar sus carencias y ofrecer la salud que le faltaba cuando ingresó en ese espacio en el que habita la duración más cruel, la que  nos sitúa fuera de todo tiempo. No he visto ninguna clavija para esa desconexión con la vida que sigue latiendo fuera de la habitación.