A
María Ramírez Peña, mecánica de vida, en el taller.
Cuando la
inercia vital se gripa y llama la atención sobre su fluir tartamudeante, el
hospital se hace casa y restaura la normalidad en su anormal rutina. El enfermo
se hace huésped, visita involuntaria auxiliada en su desamparo, indigente bajo
su techo contra la intemperie. El hotel de salud que es acoge también al
parónimo “hostis” y la hostilidad de
su contrapelo rival.
El ciprés
invisible de su fachada ofrece hospitalidad refractaria: es un hogar en el
exilio.
Vacío y
oxígeno son alegorías del “locus amoenus”
que amalgama “carpe diem”, “tempus fugit” y “memento mori” sin sal, asépticos, de blanca simpatía. Incrustados
en la pared, la vida y la nada se hermanan: vacío para inducir nihilismo;
oxígeno para dar aire fértil a los pulmones exhaustos.
Pasar del
todo a la nada es canto de papel de fumar, ápice de alfiler: esa frontera, una
vez cruzada, no admite vuelta atrás y es toda adelante sin futuro. Antisépticos,
nos frotamos las manos para que esa pared no determine con sus flujos, diastólicos
o sistólicos, explosivos o implosivos, la calidad vital del encamado.
El metal
de su embocadura gemela despista: uno te abduce; el otro te ayuda a respirar.
Uno es aspirador negro. El otro alienta, azul, la vida. Contrarios que se
buscan tras el cogote enfermo para compensar sus carencias y ofrecer la salud
que le faltaba cuando ingresó en ese espacio en el que habita la duración más
cruel, la que nos sitúa fuera de todo
tiempo. No he visto ninguna clavija para esa desconexión con la vida que sigue
latiendo fuera de la habitación.