La duración tiene mala prensa, aunque es la esencia misma del tiempo. Un instante de 42 segundos puede durar años porque su tiempo no es el del binario tictaqueo, sino la semilla que lo centra. No es un trozo de fluir: es su aspecto verbal imperfectivo, sin acabar de acabar nunca, instalado en un ahora continuo que habita pasados, presentes y futuros. Es un corazón lanzado al río heraclitiano que late y centra las ondas que lo concentran en todos los aquí de su fluir.
Robé una vez, allá por los años noventa del siglo pasado, 42 segundos a una emisora de radio: una cinta de casete (con su magia magnética, a pesar de lo troglodítico del término, a oídos de hoy) los congeló y me permitió disfrutar su duración instantánea durante muchas tardes. La pletina, jubilada por los nuevos reproductores, había quedado solo para el placer de esos 42 segundos. Cada tarde, al llegar del trabajo, la cinta magnética esperaba preparada en el punto exacto para regalarme la eternidad concentrada en menos de un minuto. No sabía ni cómo se llamaba la pieza ni el disco al que pertenecía y eso potenciaba su duración. A man of no for fortune, and whit a name to come, de 1991, cientos de veces escuchado (“Casting no shadow”, “A tiels leis”, “Hirose”, “You see”, “Multiple 12”, “Naviamente”)… Ni rastro en ese CD (de 1940 pesetas). Claro: “Noli me tangere”. Su misterio estaba ahondando en la duración, la estaba haciendo más deseada por intangible. Fueron los 42 segundos, un suspiro, un aguantar la respiración sin asfixiarse, los que erigieron su monumento, ahora ya sí, aquí. Pero su búsqueda sigue viviendo dentro de la piel de sonidos que tejen piano y voz.
“Noli me tangere”, de Wim Mertens, vive ya aquí, en los Limbos que se alimentaron de su escurridiza presencia. Ahora es duración presente, “carpe diem” sonoro.