“[…] Es el caso –respondió la Dolorida- que desde
aquí al reino de Candaya, si se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más o
menos; pero si se va por el aire y por línea recta, hay tres mil y doscientas
veinte y siete. Es también saber que
Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al caballero nuestro
liberador, que él le envidiaría una cabalgadura harto y mejor con menos malicias
que las que son de retorno, porque ha de ser aquel mesmo caballo de madera
sobre quien llevó el valeroso Pierres robada a la linda Magalona, el cual caballo
se rige por una clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela
por el aire con tanta ligereza, que parece que los mesmos diablos le llevan.
Este caballo, según es tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín;
[…]”
CERVANTES,
Miguel de. “De cosas que atañen y
tocan a esta aventura y a esta memorable historia” en El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (XL, II).
Barcelona: Instituto Cervantes-editorial Crítica, Biblioteca Clásica, 50, 1998 2ª,
pág. 951. Edición de Francisco Rico y Joaquín Forradellas.
“El
poeta é um fingidor.
Finge tâo completamente
que chega a fingir que é dor
a dor que deveras sente
[…]”
PESSOA, Fernando. “Autopsicografia” en Poesias.
Lisboa: Ática, 199515ª, pág. 235.
“Car Je
est un autre. Si le cuivre s’èveille clairon, il n’y a rien de sa faute”
RIMBAUD,
Arthur. Cartas del vidente. 15 de
mayo de 1871.
[…]
“sí la complicidad, su mantenerse
herida por el sable que nos hace
sabernos personajes literarios,
mentiras de verdad, verdades de
mentira.
Recuerda que yo existo porque existe
este libro,
que puedo suicidarnos con romper una
página”
GARCÍA MONTERO, Luis. “Recuerda que tú existes tan solo
en este libro” en Diario cómplice.
Madrid: Hiperión, 1987.
“Babilonia no es otra cosa que un infinito
juego de azares”
Jorge
Luis Borges
“Le chair est triste, helàs! et j’ai
lu tous les libres”
Stéphane
Mallarmé, “Brise marine”
“No hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio”
Albert Camus. El mito de Sísifo
“Escribo Escribo
aquí, en la celda de una prisión. Sí
estoy encarcelado, por muchos años. No lo he dicho hasta ahora, ni creo que se intuyera…
porque no he pensado en ello. Mientras escribía no sabía que maté a un hombre”
“La literatura no es escribir fuego; el fuego se nombra en todos los idiomas.
La literatura es el modo en que acerco las tibias manos a ese fuego y qué
emoción me produce”
“la Virgen llevaba siempre un
escapulario; ¡un escapulario!, ¿cómo diablos puede llevar la Virgen un
escapulario?, ¿y si se apareciera Dios lo haría con un crucifijo?”
“Conocí a Emilio Maluenda Sáiz;
Emilio, a los cincuenta y cuatro años, compró una caja, un féretro; lo colocó
en el garaje de su casa y se introdujo en él un
minuto; no recordaba qué le llevó a hacerlo; esa misma tarde volvió a
meterse y permaneció casi una hora; lo hizo a menudo, casi todos los días,
muchas horas; lo único que me dijo Emilio es que hacerlo tenía todas las
ventajas de estar muerto y ninguno de sus inconvenientes”
“Imagínate, dijo Luis, tú, hace
muchos, muchísimos años. Miras a tu alrededor y qué ves: sustantivos. Estás
rodeado de sustantivos, todo, todo lo que existe, tú incluido, son sustantivos”
“Luis se echó al monte, pensé sin
pensar.”
“La literatura, lo que más amaba en el
mundo, se ensañaba conmigo. Me había matado”
“Un escritor, dijo, es un tipo que se
pone al borde del abismo esperando que alguien se acerque y le pregunte qué
mira tan fijamente. Cuando eso ocurre, cuando el lector abre el libro, el
escritor aprovecha la distracción para empujarlo al vacío.”
“[…] los organismos unicelulares no procesan la
información, así que son los únicos que ven el mundo tal cual es.”
“1 Llamo 1 al hombre que soy
realmente.
2 Llamo 2 a quien creo que soy.
3 Llamo 3 a quien me gustaría ser.
4 Llamo 4 a quien no seré nunca, en
ningún caso ni situación.
5 Llamo 5 al hombre a quien debería
suplantar, porque le quité la vida, si creo que lo hice mal y debo, en la
medida de los posible, restituirlo.”
“Me eché al monte.”
“Me llamo Jacinta. Tengo doce años.
Anoche soñé que Luis saltaba al vacío.
Luis Rodríguez, el escrito, se suicidó
en el embalse de La Cohilla”
“El cerebro sobrevive al corazón nueve
segundos.”
“-Vas a suicidarte?
-No, voy a matarme.
-Es lo mismo.
-No, matar lleva implícito un coraje que le falta al suicidio, y a mí, ahora, ese
coraje me arropa”
“-Cuando se producen estos diálogos,
pienso si Magaldy, Claudio y yo misma [Jacinta] no seremos personajes de Luis. Me toco el
brazo: la consistencia es indudable, luego existo.”
“-Que algo que te cuenten sea verdad o
mentira solo sirve para delatar cómo valoras su sustancia. En lo esencial, la
verdad no tiene prestigio”
“[…] es que la impostura creaba otra realidad,
una realidad que iba a pelear, incluso
derrotar a la propia realidad”.
“[…] quizá nosotros, el mundo, somos un juego de
Dios: lo que llamamos sabañones, melancolía, granizo, corbata, derecho civil,
sexo o tuberculosis, no son más que incorporaciones de Dios al juego original.”
“[…] unas veces aprovecha para constatar que su
reflexión es sólida, otras como una especie de peldaño (el peldaño no sabe que
es escalera) para acceder a otra idea complementaria.”
“Si sumas nuestro potencial al nacer y
lo que fuimos en aquel momento, el resultado es el mismo que sumar lo que somos
y lo que podemos ser. Adonde quiero llegar es que la vida, te esfuerces y
machaques lo que quieras, es un
segmento. Un puto segmento.”
“-Spinoza decía que si una piedra
lanzada al aire tuviera conciencia pensaría que se desplaza por su propia
voluntad. Y vino después Schopenhauer y le dio la razón a la piedra. El golpe
es para la piedra lo que para nosotros el motivo, y lo que a la piedra le arece
gravedad y persistencia nosotros lo identificamos como voluntad, igual que la
piedra si tuviera conocimiento. ¿Te das cuenta? Estamos construidos con piedras
de agua.”
“Creo que Jan mató alumbrado por su
lucidez, porque vio la enfermedad y el dolor con una nitidez que al resto, por
fortuna, nos ha sido vedada. A Jan lo arrolló su propia inteligencia.”
“Me personé en la funeraria y encargué
dos cajas. Dos féretros idénticos para dos entierros. En uno metieron el cuerpo
de Luis y en el otro sus libros.”
“Hijo mío, ¿vas a suicidarte con esa
ropa?”
“Creo que a Luis no le interesaba la
vida. Lo que hizo suicidándose fue ponerle fin a su literatura.”
“Un escritor habrá comenzado este
relato diciendo que me masturbo mirando fotografías. Yo no.”
“Eres yo”, pensé. En aquel momento no
la reconocí –era Jacinta-. “Eres yo”, abrí los ojos, la vi y pensé que era yo
mismo. Imagino que situar mi yo en otra persona, después de una coma, es uno de
tantos desbarajustes.”
“-Desde los doce hasta los catorce
años violé repetidamente a mi padre- dice Lucía-.”
“-Luis Rodríguez me ha matado.”
RODRÍGUEZ, Luis. 8.38.
Barcelona: Candaya, 2019, pág. 26, 28,50, 50, 52, 55, 56, 67, 67, 68, 72, 77,
79, 96, 98, 99, 119, 122, 143, 145, 147, 149, 151, 155, 155, 161, 172, 180 y
183 (respectivamente)
“Las rosas de papel no son
verdad
y queman
lo
mismo que una frente pensativa
o
el tacto de una lámina de hielo.
Las
rosas de papel son, en verdad,
demasiado
encendidas para el pecho”
Jaime Gil de Biedma, “Canción final” en Las personas del verbo. Barcelona, Seix
Barral, Biblioteca Breve, 1988 3ª, pág. 174.
Luis
Rodríguez es Alonso Quijano y es Cervantes. Y es Vila-Matas y es Borges en una
biblioteca de Babel poblada por Funes memoriosos y alephitas en jardines de
senderos que se bifurcan. Y es Luis Rodríguez personaje que habita en un Luis
Rodríguez sentado en el sillón de orejas de terciopelo rojo desvaído del parque
continuo y cortazariano que es una librería como Documenta (con follón
reivindicativo de un fondo que es la calle). Álvaro Colomer (Barcelona, 1973),
periodista-novelista-presentador, versado en muertes y suicidios
contemporáneos, abre la espita de la vida para que Luis Rodríguez hombre (Cosío,
Cantabria, 1958), poseído por el Luis Rodríguez personaje (según Magaldy,
nacido el 2 de septiembre de 1948 -¿en Soyube?-), brote en un daltónico que
hace de su incapacidad una virtud narrativa trufada de anécdotas que son
abortos de novelas. ¿Qué Luis Rodríguez piensa a qué Luis
Rodríguez en este muestrario de posibilidades literarias, de aperitivos
que son mosaico en un banquete en que la vida se alimenta de palabras y las
palabras de vida?
Luis Rodríguez
(y ya van catorce con este: vendrán más) es maestro de una nueva variante del “spoiler”: oírlo en su torrente
expositivo es avanzarse a leerlo, que es, a su vez, la ficcionalización de lo
vivido. Como si Sansón Carrasco fuese el mismo don Quijote disfrazado de
bachiller y leyese sus aventuras como si fuesen de otro siendo muy suyas. Pero
ahí estaban Álvaro Colomer, Eduardo Ruiz Sosa, Álex Chico, Manuel Marín, Olga
Martínez y Paco Robles para situarnos en una realidad literaria. Y estaba
Verónica Badenas con su móvil dando vida digital duradera a la velada efímera
en tiempo y larga en literaturas. Luis Rodríguez es una matrioshka sin
soldadura entre sus identidades: contenedor, continente y contenido habitan una
continuidad osmótica que los hace intercambiables en una confusión que los
funde para hacerlos aleación literaria. Quien nos habla desde el sillón y quien
nos habla desde las páginas es uno y distinto, como las personas del verbo.
Tuvo que
trabajar Luis Rodríguez en un universo de números: las estadísticas y la cifra
de la realidad enhebran acción y palabras. Detalles como el del espía inglés
pillado en Alemania por escribir el siete sin palote o el inicio mismo de la
novela (¡esos principios luisrodriguecianos!) son dos ejemplos del juego de
cifras y letras que también es 8.38. Juego
de la flor con la baraja española. Lotería; tirada de dados que no podrá abolir
el azar. Profesión de lector, a doble jornada con la de empleado de banca primero
y a tiempo completo desde su jubilación. La paradoja de la cuenta y cambio de
los tres amigos bien vale la disertación lógica que cada lector debe emprender,
al margen, totalmente, del hilo narrativo. O las recurrentes cábalas de Doval (población
de Soyube en múltiplos de cinco, proyecciones de edades que nos llevan a distinciones
gramaticales entre “ser” y “estar”, “numerización” de la realidad…) Incluso el
listados de libros de uno de los dos féretros del entierro de Luis contiene la
cantidad de la calidad: cincuenta títulos que comprimen universos de elecciones
afectivas.
Juego de
espejos, juego de páginas que, como el reflejo stendhaliano del camino o la nivola unamuniana,
cervantinizados, toma prestados Luis Rodríguez para multiplicar, desde una
ironía de ficción borgiana en un diálogo entre metaliterario y metavital, las
realidades narradas. Pero con zurcidos de estirpe barojiana que hacen que la
anécdota florezca en un tejido preñado de posibilidades que se quedan en
apuntes. Cervantes inventó la novela moderna al alargar una novela ejemplar.
Cervantes fue pionero en el “copy &
paste” cuando era un método original. Luis Rodríguez, cervantino y
barojiano, reinventa el género y lo hace inter e intra textual. En una novela
cabe todo desde Cervantes. Y, desde
Baroja, la estructura está subordinada al fluir de las acciones que los
personajes provocan. Como un Hamlet monologando sobre la acción desde la
acción, las voces intra-auto-extra-homo-hetero diegéticas dan al relato de Luis
Rodríguez una intrahistoria universal. Un empleado de banca que, desnudo de
cintura para abajo, se hace pasar por director de la entidad y atiende a los
clientes sin levantarse. Un vendedor de
bombillas fundidas a mitad de precio que encuentra su nicho de negocio. Una
atracción de circo cuyo reclamo es enterrar vivo a uno de los artistas que será
desenterrado a razón de palada por entrada comprada. Historias sin desarrollar,
embriones de posibles novelas (como su editora Olga Martínez destacó en su
presentación) que son como orcinas, como astillas desprendidas de la madera del
relato por el corte del hacha de la pluma de Luis Rodríguez. Mejor, como
fragmentos que flotan en el agua de la literatura en la que nadan los Luises
fractales y con neuronas espejo. Orcinas que arden como mariposas-lamparillas
sobre el aceite de la imaginación realista hecha texto, transustanciada en
verosimilitud metaliteraria e intertextual, en nota a pie de página que
fagocita las páginas.
Guiños
como el de “habras” hacen de esta
novela también una yincana: “No habras la
boca. Mete el dinero del cajón (el de la pinza NO) y no mato a nadie” (pág.
161): “el empleado solo recuerda la
cicatriz. El cabrón se ha escondido de puta madre detrás de ella. El habras, otra cicatriz.” (pág. 164)
Pío Baroja
soñaba en sus novelas con ser un hombre de acción y conseguía, intrépido y
dinámico, que la aventura contagiara al lector. La estructura quedaba
subordinada a la yuxtaposición de anécdotas. Y el Pío Baroja reflexivo, en ese
camino de perfección frustrado hacia la felicidad que empalabra su Andrés
Hurtado, se contempla en zapatillas, boina y bata, escéptico y compasivo. Esta
novela pide una lectura lenta, conceptista: está llena de agujeros hacia otros
mundo literarios, de notas a pie de página, de hipervínculos que alimentan el
caudal literario de las páginas. Como Baroja, el caudal creativo solo se
detiene cuando el editor le quita el libro de las manos: reescribiría siempre
la misma novela, mallarmeano, como esa ficción real de un Luis Rodríguez que
durante diez años escribe siempre el mismo párrafo con diferentes máquinas de
escribir alquiladas: “Etéreo, metálico,
absorto y hueco, las palabras restallan en venablos cárnicos que andrajan el
aire, caen al suelo, y reptan inermes por la arena.” Ahí está, como su
cuento “La orcina”, como las referencias a sus novelas La soledad del cometa (2009), novienvre
(2013-2016), La herida se mueve
(2015) o El retablo de no (2017).
Intertextualidad como savia fértil de este hombre de acción cuyo corazón bombea
literatura, cuyo cerebro ve un mundo leído. Solo así consigue ser Cide Hamete
Benengeli, el traductor, el narrador, don Quijote, el cura en la venta leyendo
a los congregados “El curioso impertinente” y Cervantes. Sobretextualidad como
paisaje mental y como material de construcción creativa. Facecias enhebradas en
el cuerpo novelado como en El Lazarillo
(anónimo este, de magmática y fractal autoría
8.38). Anécdotas y digresiones
que se cruzan y paralizan, la trama. Luis Rodríguez es Hamlet padre, en la
mente de Hamlet hijo, sobre la columna de un estilita subterráneo. Pero da vida
también o lo que mata la acción principal frustrada: el negocio cubano de las
bombillas fundidas a mitad deprecio; la historia del artista enterrado vivo del
circo Grand Royale para atraer al público (y la de la expectación impertérrita
ante la posible salida de la tumba de Houdini en su entierro); el secuestro de
los montoneros argentinos de los hermanos Born en 1974; los mapamundis y
planisferios de Arthur H. Robinson; las estrategias de portero y jugador ante
el penalti; los besos en morse de los amantes; “La orcina” (en la que el sujeto
narrador se aclara la garganta como Libanio); la versión teatralizada de “La
lotería de Babilonia” de Borges y su
lógica de reglas del absurdo; repeticiones que cambian su sentido; el tábano de
Doval (¿debe hacernos pensar ese personaje en el militar responsable de la represión
en Asturias de la revolución de 1934?);la pierna del militar conservada en
un museo; la disertación sobre la “válvula
de la hipocresía” de las personas que viven presas del síndrome de Tourette; la
historia de Jan, el enfermero asesino; el trampantojo de Gabriel, el inspector
ladrón, y la invisibilización de un simple chubasquero; el condón usado
resbalando por la cortina de plástico; la escena de Ginés acariciado como una
mascota por Claudio para reconciliarse con su cuerpo; las observaciones de
personas y estados de Nuria la chupapiedras; el íntimo exhibicionismo de Justino,
el empleado de una pequeña sucursal bancaria que se despelotaba de cintura para
abajo, oculto tras la mesa para suplantar al director y atender a los clientes;
las reiteradas violaciones de Lucía a su padre…
Una voz narrativa
desconcertantemente atrayente: un laberinto de palabras iluminadas por palabras
que ilumina las palabras de otros laberintos y dan luz a la realidad de este
lado de la página desde la realidad dada a luz desde su envés. Para leer lento,
desde la duración, como el plano secuencia de más de diez minutos del final de Nostalgia de Andrei Tarkovski: el
cumplimiento de la promesa en la agonía cordial, mientras ardía en sacrificio
el oferente, de un cabo de vela atravesando la piscina de aguas sulfurosas de
sana Caterina. Literatura detenida, llena de grietas con géiseres literarios.
Dice en una entrevista Luis Rodríguez (fuera de la ficción acotada en 8.38)
que “el lector es el oxigeno donde arte la literatura”. Como agente de
posibles incendios, siembra intenciones que son llamas de lectores leídos. Una
novela es un artefacto minado. La paradoja literaria de la verosimilitud: para vivir
literariamente un texto haría falta la compasión vital del lector y eso lleva a
una exigencia imposible que aborta la narración. El suicidio del protagonista
no puede exigir el suicidio del lector, pero sí el esfuerzo por recuperar su
voz interna, aquella que el narrador oye cuando lee en silencio.
Tarkovski
esculpió el tiempo en su cine. El campo de alforfón de su infancia tenía que
volver a florecer en El espejo y la
actriz protagonista tenía que desconocer el guion para poder interpretar la
realidad de una espera que fue real. Solo si el sentimiento es real la ficción
puede ser arte. Aunque esto lleve al culo de saco del fracaso. Un escritor,
demiurgo léxico, que ignora quién es el maquis infiltrado de su aventura
fracasa de honestidad narrativa. De lo que no se pueda hablar hay que callar
dice Wittgenstein, pero si eres un animal literario haces de la impotencia reto
narrativo y del argumento corazón de la ficción. Luis Rodríguez muestra, como
Baudelaire, su corazón al desnudo: las entrañas del narrar la narración, el
juego trascendente, como El Quijote, que
crea un aparato en la frontera misma de la demiurgia, sin voluntad de
impostura, como un Fahrenheit 451
invertido.
Pablo es
un amigo de Luis. Su apostol: albacea y Judas. Es él, encarcelado, quien nos
presenta la frustración novelística de Luis y quien le sigue la pista hasta
Soyube y quien hace realidad literaria su última voluntad. Como el interés que
suscita un nombre tachado por encima de los que se pueden leer, tres voces dan
voz al relato onfálico de Luis y sobre el Luis que no consigue transformar en
relato la historia real de un guardia civil que, profesional y sin revanchismo,
busca a dos maquis. Tras Pablo, Jacinta. Una creación que se parece a su
creador: como una flor que se cree semilla. Tras Jacinta, Claudio. Un
trabajador de banca, como lo fue el Luis hombre durante cuarenta años, de una
cojera moral que contrapuntea la introspección creativa de Luis.
Un amigo
escritor. Una niña de doce años que cree ser un personaje pensado por Luis. Un
empleado de banca cínico de día, prostituto por las noches, tan diferente a
Luis que es Luis mismo. Porque, como ha dicho Vicente Luis Mora, la rareza de
Luis Rodríguez, destilado en estilo, es tan singular que no se parece ni a él
mismo. Cuando Pablo nos da a conocer la vida de su amigo, esta ya se ha
suicidado. Su frustración narrativa se vuelve potencia novelística tras su
muerte: su impotencia florece en potencia metacreativa. No muere la literatura
con la metonimia dostoievskiana del suicidio de Luis Rodríguez: 8.38
es la bisagra entre la vida y su literaturización. La realidad fagocita
la ficción, como en el sol del membrillo de Antonio López.
Olga y
Paco Candaya lo han vuelto a hacer. Su artefacto volador, su clavileño mercurio
entre las dos orillas del Atlántico, su espejo de Alicia entre el autor y el
lector obró de nuevo el prodigio de una empresa industriosa (como Alfanhuí)
que, alquimia humanista, transforma el negocio en cultura que es presencia.
Acompañan a los autores que son su razón de ser. Publican la literatura en la
que creen porque les apasiona: oír a Luis Rodríguez recordar, emocionado, como
en la madrugada Olga le leía a Paco una novela que ya se habían comprometido a
publicar, hospedados en la casa el escritor, es un homenaje a vivir
literariamente. La suya es, por encima del aparente pleonasmo, una editorial
literaria.
Cada vez
que un lector abre 8.38 vuelve a
nacer Dostoievsky en un rincón abierto
de este mundo, aunque su reloj marque la hora en digital y el brigada de la
guardia civil y los dos maquis cántabros nunca lleguen a encontrarse más allá
de lo que lo pudieran hacer en su realidad emboscada, abolida la posibilidad de
trascender en novela. Luis Rodríguez es el infiltrado de una trama no escrita
que trama el argumento de este ensayo tan novela. En él viven también, entre
otros, Vila Matas, Camus, Don DeLillo, Lucía Berlin, Walser, Cervantes, Conrad,
Valéry, Nabokov, Kundera, Flaubert, Stevenson o Sebald, a tres voces
narrativas, a contrafacilidad, para afirmarse en el artificio literario más
convincente, aun a sabiendas que toda novela es un borrador hasta que se
demuestre lo contrario, que siempre en un proceso sin más finalización que la
que obliga la edición. La identidad literaria, íntima, viene a ser la única
verdadera identidad.
“-Luis Rodríguez me ha matado”, dice Jacinta en la página 183. Y, cuatro
páginas después, ciento setenta y un nombres de autores suicidas escriben el
epitafio –su 8.38- de una nota al pie de obra cuyo peso es la causa y la
consecuencia de una novela sobre la imposibilidad de escribir una novela y que
aborta un ensayo fértil de literatura, como Virginia Woolf confundiéndose con
el croma de una corriente textual de la que es corazón de piedra, tinta y
sangre.
El brigada
Aníbal Briz y los maquis Opo y Manuel siguen emboscados en el silencio del
envés de las palabras de un novelista consciente. El haz es la reflexión sobre
la impotencia de elevar a ficción la realidad. La guía de teléfonos, con sus
nombres y números, sin ser novela, es, potencialmente una serie novelesca desde
la mente lectora de un novelista. O una nota a pie de página, esa realidad
aumentada que puede ser prescindible o tan imprescindible que abra una novela
subterránea mejor que la propia novela a la que complementa. O la intertextualidad de la aclaración de un
concepto (“trasto”, por ejemplo). La longitud de onda de la narrativa de Luis
Rodríguez todavía espera el ajuste de los radares lectores actuales, quizá.
Como el
Apolo del soneto XIII de Garcilaso de la Vega, el Luis Rodríguez que es escrito
por Luis Rodríguez, bloqueado por el exceso del peso de las posibilidades de la
literatura, hace de la potencia causa y efecto de su acción pasiva tan fértil,
en la que el llanto es goce. Le debe tanto a la literatura, es tan artefacto
literario, que en los resquicios de la reescritura, en el palimpsesto que es
siempre lo que escribe, quiere (y no puede) habitar toda la literatura:
“¡Oh
miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla
crezca cada día
la causa y la razón
por que lloraba!
Porque
los personajes exigen ser bien narrados y el escritor debe exhibir su
imperfección de hombre. La honestidad de Luis Rodríguez es proporcional a la
frontalización de la impotencia creativa de Luis Rodríguez. La “mise en abyme” está preparada en el borde
del precipicio.
Autor y personaje, Luis Rodríguez; presentador, Álvaro Colomer; y editora, Olga Martínez "Candaya" en la presentación de Documenta |