domingo, 23 de abril de 2017

Sant Jordi



 
El azacaneo compulsivo del comprar libros y rosas, desde el cielo de Sant Cugat.



       He salido de casa a vivir el ambiente de este Sant Jordi dominical. Que el domingo devalúa la fiesta, que es fiesta sin domingo, que dominguea, cual pascua, cualquier día de la semana… Las personas se convierten en gente, los lectores en clientes. Los libros en productos y las rosas en oportunidades. Como hecho diferencial tiene un excelente perfil mercadotécnico. Pero la sensibilidad de libros y rosas, pervertida, se hace coartada comercial. Y, bajo la fiesta, agoniza real, desterrada por realidades más digeribles desde la velocidad feliz de nuestros días, la belleza.


Asido.
Blandida.
Cogido.
Empuñada.
Como un botín.
Como una ofrenda.
Contra el pecho.
Enarbolada.
Bajo el sobaco.
Como florecida en la mano.
En la mano o en bolsa
(de papel, por supuesto)
Solitaria o espigada.
Con su atrezo,
que, desenvainados,
pierden liturgia y sentido social.

Pasean los símbolos
por las calles con sol y gente,
con su corazón
de sombra y soledad ignorados.
¡Es una fiesta!
¡La fiesta del libro y de la rosa!
La multitud, enjambre alegre,
Hace suya la felicidad de comprar.

(Sant Jordi despacha lo lírico
y lo épico de su heroicidad
tras un rimero de ejemplares
con espinas: su dragón y su princesa
son de otro mundo.
Florecen palabras en el desierto.
Desertan los pétalos de su corola)

(Un castaño borde se eleva
en flor que aspira a cielo
bajo un azul herido de aviones
y destierros)

     Nunca un símbolo
 ha sido más de su presente:
Reivindicación nacional
parcelada en cohortes partidarias:
solidaridad de emprendedores:
negocio de usura altruista:
literatura de escaparate y solapa:
rosas de cultivo sin raíz:
amor a las letras, a las flores,
a la amada, al amado, a Catalunya,
a la madre, al padre.

     Mañana, tras la esquina del hoy festivo,
cada uno a lo suyo.
Y la rosa a su marchitarse.
Y el libro a su silencio.
Las cifras resumirán la felicidad
de esta procesión compulsiva
de lectores, botánicos
y zahorís del amor
(a la cultura, a la persona…)

Y hasta el año que viene:
 


 
Los castaños que florecen en el antiguo cementerio de Sant Cugat huyen del suelo. Las estelas de los aviones comerciales, preñados de viajeros y globalización, ignoran los libros y las rosas de la felicidad comprada.


 

lunes, 17 de abril de 2017

Pascuas



 
La cámara vigila en su columna sin martirio la fe de los hombres: es el ojo de Dios en la Tierra, la ascensión al Cielo de lo humano.
                 

                                      

Domingo de Pascua (Pascua Florida, Domingo de Gloria, Domingo de Resurrección): pilar central del puente pascual que va de la Natividad a la Pascua Granada. Las tres pascuas del tránsito pascual del año: hitos culturales en el fluir cósmico para hacerlo humano.

La semana santa, sin playa ni nieve o con ellas, religiosa o laica, marca una frontera temporal, un paso. El invierno, cuyo punto álgido es la Natividad (con su prólogo de Adviento de cuatro semanas), se va primaverizando en una espera de unas quince semanas (nunca puede ser antes del 22 de marzo ni después del 25 de abril: el Domingo de Resurrección debe ser el siguiente a la primera luna llena que sigue al equinoccio de la primavera del hemisferio norte). Al otro lado, cincuenta días después, Pentecostés: la Pascua Granada que, diez días más allá, revela el Corpus Christhi que tomó cuerpo inicial en el bebé de Belén que dio a idea de los “christmas” anglosajones (misa de Cristo). En la pascua central se hace huevo de mona. Almendra, mandorla: intersección  de vida y muerte, de Cielo y Tierra.

El “Pesach” hebrero (“pasja” griego, “pascae” latino: saltar por encima, pasar, superar) simboliza la liberación de los israelitas de la esclavitud egipcia. Moisés, pastor del rebaño de Dios, en el 1513 antes de Cristo, intuía la tierra prometida y se aventuró a cruzar el Mar Rojo. El “Éxodo” da cuenta de ello. Es el principio de la primavera, el paso  de los pastos de inviernos a los de primavera, el pastoreo de transición. La primera luna llena del nuevo tiempo que pide el sacrificio de un cordero: cósmico, judío o cristiano. Los ciclos culturales (naturales o religiosos)  se buscan y se encuentran. “Solis dies”, “hemera heliou” (“Sunday”), “domingo” (“dominicus dies”): resurrección, huevo solar genésico, redivivo. Todos los domingos lo conmemoran, tras el sacrificio de la semana. Así, la pascua cristiana se distancia de la judía como el “shabat” del domingo. Pero puerta abierta entre Yaveh y los hombres, aunque en horarios comerciales diferentes, se abre.

Para nacer se precisa no ser. Y para renacer, morir. La Pascua y su huevo son la esencia de esa dinámica vital.

El viernes santo muere Jesús, quizás pensando en María de Magdala. Había sido laureado el domingo anterior en Jerusalén; ungido de perfume por María de Betania, hermana de Lázaro, y colérico expulsador de mercaderes del templo el lunes; visionario de la traición de su sacrificio el martes; traicionado por Judas ante el Sanedrín en miércoles; anfitrión de su transubstanciación, con lavado de pies de sus invitados incluido, y  besado por su discípulo en el huerto de Getsemaní el jueves. Simón-Pedro lo niega tres veces el viernes de su pasión: herético, ante un Caifás que está celebrando la pascua judía, es derivado al gobernador romano Poncio Pilatos quien, como los pies de los apóstoles su reo, se lava las manos ante la presión del Sanedrín: Barrabás, el revolucionario contra la opresión romana, es salvado por aclamación frente al críptico mesías. Azotes, “vía crucis”, “selfie” santo de Verónica, monarquía de espinas, cruz y asfixia divina entre heridas y sed saciada con vinagre y clavos: muerte de la carne y resurrección del cuerpo.

Un encuentro a cuatro bandas: el Cristo Nazareno; San Juan, palma, águila y dedo; la Virgen apuñalada por el dolor; y, en el centro de la escena bíblica, “updated”, “reloaded”, Dios en lo alto. Mientras llueven pétalos de rosas muertas en la encrucijada, el ojo binario registra el eclipse entre santos y hombres. El domingo resucitará en Jesús, sin cámara (que hay que dar pábulo al misterio) para gestar  un año pascual más.







jueves, 13 de abril de 2017

Autopista hacia el infierno



 
Arquitectura funeraria para el destierro que destierra.



         Pasaba por allí y, sin saber por qué, se unió al duelo.

El mercedes fúnebre, a marcha fija de pie cortado, abría la estela del ordenado caos hacia el cementerio. Como iba muy lento, sin quererlo, acabó encabezando la peregrinación luctuosa junto a los más allegados al finado. Su rostro se reflejaba en la luna trasera, a intermitencias, orlado de las flores de las coronas y el brillo del barniz del féretro. “Con los pies por delante, con la cruz planeando y cristo haciendo el muerto sobre la muerte” –pensó entre coros de hipidos y llantos con sordina de pasos pesados de tristeza.

El camposanto se abría como la posibilidad más cerrada. El duelo se detiene y arranca el llanto. El albañil espera. Todo está preparado. Ni rastro de los enterradores de Ofelia. El oficio es otro para una misma pena. El representante de la funeraria dinamiza un protocolo de trajes, corbatas, flores, palabras ensayadas y yeso.

Como había pocos hombres se vio obligado a conducir, a hombros, el ataúd hasta el nicho a ras de suelo. Las indicaciones de maestro de ceremonias: “los pies por delante”… (El albañil, a lo suyo, esperaba y, con mano presta, quitaba algunos restos del agujero de sombra) Primer movimiento. En perpendicular a su rumbo definitivo, la caja descansa. Del nicho, los responsables sacan un saco blanco, sucio de roces.  Abren la caja y encajan el bulto sobre el bulto que ya es quien fue persona. Como el circunstancial visitante está en primer término de la ceremonia, conoce el rostro del peso que, ligero, siguió y luego cargó, grave, unos metros. Eclipse de muerto sobre muerto. Demasiado volumen para tan poca caja. La llave y la presión del empleado de la funeraria acaban dando con el hermetismo oscuro prólogo al túnel del trayecto estático definitivo.

         La operación del traspaso está a punto de concluir. Otra vez requieren su ayuda. Encaran el féretro (“con los pies por delante”, recuerda el empleado; “Cuidado con los dedos”) hacia el agujero. La hija del muerto, rota en llanto, tan violento que parece impostado, pide ver a su padre por última vez cuando el ataúd ya está a medio meter. Lo sacan con la ayuda del albañil hasta dejarlo apoyado en su extremo. Abren la caja otra vez (al liberar la llave la resistencia, la tapa da un respingo que parece atisbo de vida) y la hija se abalanza sobre los restos de su padre. Es necesario apartar un poco los despojos sobrepuestos de su madre, irreconocible mojama o momia dentro del saco, en este macabro e improvisado catafalco (festín a dos maduraciones para la fauna cadavérica, materia prima de fuegos fatuos). Besa su frente y deja caer algo, que toca fondo y nadie ve, entre el sudario séptico que oculta a su madre y los faralaes como espuma de olas bajo los que  flota la cara de su padre.

Hay una impaciencia tensa en el ambiente. Con la caja cerrada otra vez (otra vez apretando a mujer sobre marido, en una posición imposible en vida), los voluntarios empujan el féretro, carontes sin estudios, hacia las fauces estigias. Acaba la maniobra el albañil con un cincel (el mismo que violó el nicho para acoger el nuevo cuerpo): poco a poco, en vaivén de palanca, la nave llega a su lugar. El silencio se puebla de gimoteos contrapunteados por un arrítmico “aahhp-ahap” y torrentes de romperes a llorar. Con esa banda sonora procede el albañil a sellar el nicho con los cascotes del primer sepelio.

Con la paleta, “grrilkiic”, hace el gesto metálico de limpiar la base limpia de una puerta al otro lado. Talocha, llana, esponja y cuñas esperan su turno junto a la gaveta. El murmullo, los hipidos y los llantos van amortiguándose en la expectación laboral. El de enterrador es hoy un oficio sin cárcavas ni huesas: un oficio para ser contemplado como maestro de una ceremonia necesaria, trascendente y de gestos precisos y comprometidos. Encara la losa, ajusta los ripios que fueron superficie homogénea ayer y coloca las cuñas para que a obra, provisional, mantenga su compostura. Sobre la gaveta con agua medida a ojo por la intuición de la  experiencia vierte el saco de yeso en la proporción primera. Con las manos amasa esa harina de la solidez de pan eterno. El silencio es ya total. Se oye el agradable chasquido del agua densificada. Segunda y última porción sólida de la amalgama. Coge un puñado, cierra la mano y el churro blanco valida la consistencia de la densidad. Acerca el capazo al nicho  y empieza a rellenar los huecos con el yeso que será frontera. Silencio de ciprés.

Con la esponja, el albañil ablanda los perfiles y superficie del enyesado. Pasada de talocha. Pasada de llana. Quita las cuñas emblanquinadas. Lanzamiento de nuevos pegotes de yeso sobre los huecos del apuntalamiento. Esponja húmeda. Trapo húmedo. Silencio. La llana, definitiva, rasca para alisar. Sobre su rumor de olas fúnebres, un móvil: “Thunderstruck” de ACDC. El enterrador, atónito, recupera la raíz de su oficio y mira a la hija de difunto. Todas las miradas, compasivas y comprensivas, se dirigen hacia el tono del móvil impertinente. Vuelve el silencio, tras la estupefacción súbita, y la atención vuelve al “grrrgr” de la llana tras la espalda del albañil.

Placa provisional, coronas y tarrinas de flores ante la muerte emparedada. El empleado de la funeraria habla con la familia del difunto y se despide. El albañil coloca sus bártulos en la carretilla, da el pésame y hace mutis conduciendo un oficio con el que no podrá lucirse en su ceremonia final. El cortejo fúnebre hace cola para dar el pésame. El invitado al muerto ajeno, como parte de ese paisaje, espera turno.

La obra y el muerto quedan solos. La taxidermia del tiempo podrá ser más o menos compasiva con el recuerdo de la vida que hubo. Nadie del duelo funeral  por allí ya. Silencio lúgubre a pleno sol, metempsicóptico. El visitante se aleja también. Un sonido con sordina lo detiene. Vuelve sobre sus pasos. Busca la fuente. El oído le lleva hasta el nicho. Se acerca: “Highway to Hell” se filtra a través del yeso fresco, trasminando la madera del ataúd y los oropeles de la mortaja. El paseante preso de la circunstancia, pasmado y solo en el camposanto, se aleja dejando el himno como panegírico de una hija que no lo debió de querer mucho. O que lo quiso demasiado.  Este kirieleisón es crespón entre el zumbido de abejas del silencio denso.

Si la batería del móvil la carga el diablo, esta noche hay fiesta en el cementerio.


 

 
El hueco horizontal que abre la cruz, sin horizonte.