domingo, 23 de abril de 2017

Sant Jordi



 
El azacaneo compulsivo del comprar libros y rosas, desde el cielo de Sant Cugat.



       He salido de casa a vivir el ambiente de este Sant Jordi dominical. Que el domingo devalúa la fiesta, que es fiesta sin domingo, que dominguea, cual pascua, cualquier día de la semana… Las personas se convierten en gente, los lectores en clientes. Los libros en productos y las rosas en oportunidades. Como hecho diferencial tiene un excelente perfil mercadotécnico. Pero la sensibilidad de libros y rosas, pervertida, se hace coartada comercial. Y, bajo la fiesta, agoniza real, desterrada por realidades más digeribles desde la velocidad feliz de nuestros días, la belleza.


Asido.
Blandida.
Cogido.
Empuñada.
Como un botín.
Como una ofrenda.
Contra el pecho.
Enarbolada.
Bajo el sobaco.
Como florecida en la mano.
En la mano o en bolsa
(de papel, por supuesto)
Solitaria o espigada.
Con su atrezo,
que, desenvainados,
pierden liturgia y sentido social.

Pasean los símbolos
por las calles con sol y gente,
con su corazón
de sombra y soledad ignorados.
¡Es una fiesta!
¡La fiesta del libro y de la rosa!
La multitud, enjambre alegre,
Hace suya la felicidad de comprar.

(Sant Jordi despacha lo lírico
y lo épico de su heroicidad
tras un rimero de ejemplares
con espinas: su dragón y su princesa
son de otro mundo.
Florecen palabras en el desierto.
Desertan los pétalos de su corola)

(Un castaño borde se eleva
en flor que aspira a cielo
bajo un azul herido de aviones
y destierros)

     Nunca un símbolo
 ha sido más de su presente:
Reivindicación nacional
parcelada en cohortes partidarias:
solidaridad de emprendedores:
negocio de usura altruista:
literatura de escaparate y solapa:
rosas de cultivo sin raíz:
amor a las letras, a las flores,
a la amada, al amado, a Catalunya,
a la madre, al padre.

     Mañana, tras la esquina del hoy festivo,
cada uno a lo suyo.
Y la rosa a su marchitarse.
Y el libro a su silencio.
Las cifras resumirán la felicidad
de esta procesión compulsiva
de lectores, botánicos
y zahorís del amor
(a la cultura, a la persona…)

Y hasta el año que viene:
 


 
Los castaños que florecen en el antiguo cementerio de Sant Cugat huyen del suelo. Las estelas de los aviones comerciales, preñados de viajeros y globalización, ignoran los libros y las rosas de la felicidad comprada.


 

lunes, 17 de abril de 2017

Pascuas



 
La cámara vigila en su columna sin martirio la fe de los hombres: es el ojo de Dios en la Tierra, la ascensión al Cielo de lo humano.
                 

                                      

Domingo de Pascua (Pascua Florida, Domingo de Gloria, Domingo de Resurrección): pilar central del puente pascual que va de la Natividad a la Pascua Granada. Las tres pascuas del tránsito pascual del año: hitos culturales en el fluir cósmico para hacerlo humano.

La semana santa, sin playa ni nieve o con ellas, religiosa o laica, marca una frontera temporal, un paso. El invierno, cuyo punto álgido es la Natividad (con su prólogo de Adviento de cuatro semanas), se va primaverizando en una espera de unas quince semanas (nunca puede ser antes del 22 de marzo ni después del 25 de abril: el Domingo de Resurrección debe ser el siguiente a la primera luna llena que sigue al equinoccio de la primavera del hemisferio norte). Al otro lado, cincuenta días después, Pentecostés: la Pascua Granada que, diez días más allá, revela el Corpus Christhi que tomó cuerpo inicial en el bebé de Belén que dio a idea de los “christmas” anglosajones (misa de Cristo). En la pascua central se hace huevo de mona. Almendra, mandorla: intersección  de vida y muerte, de Cielo y Tierra.

El “Pesach” hebrero (“pasja” griego, “pascae” latino: saltar por encima, pasar, superar) simboliza la liberación de los israelitas de la esclavitud egipcia. Moisés, pastor del rebaño de Dios, en el 1513 antes de Cristo, intuía la tierra prometida y se aventuró a cruzar el Mar Rojo. El “Éxodo” da cuenta de ello. Es el principio de la primavera, el paso  de los pastos de inviernos a los de primavera, el pastoreo de transición. La primera luna llena del nuevo tiempo que pide el sacrificio de un cordero: cósmico, judío o cristiano. Los ciclos culturales (naturales o religiosos)  se buscan y se encuentran. “Solis dies”, “hemera heliou” (“Sunday”), “domingo” (“dominicus dies”): resurrección, huevo solar genésico, redivivo. Todos los domingos lo conmemoran, tras el sacrificio de la semana. Así, la pascua cristiana se distancia de la judía como el “shabat” del domingo. Pero puerta abierta entre Yaveh y los hombres, aunque en horarios comerciales diferentes, se abre.

Para nacer se precisa no ser. Y para renacer, morir. La Pascua y su huevo son la esencia de esa dinámica vital.

El viernes santo muere Jesús, quizás pensando en María de Magdala. Había sido laureado el domingo anterior en Jerusalén; ungido de perfume por María de Betania, hermana de Lázaro, y colérico expulsador de mercaderes del templo el lunes; visionario de la traición de su sacrificio el martes; traicionado por Judas ante el Sanedrín en miércoles; anfitrión de su transubstanciación, con lavado de pies de sus invitados incluido, y  besado por su discípulo en el huerto de Getsemaní el jueves. Simón-Pedro lo niega tres veces el viernes de su pasión: herético, ante un Caifás que está celebrando la pascua judía, es derivado al gobernador romano Poncio Pilatos quien, como los pies de los apóstoles su reo, se lava las manos ante la presión del Sanedrín: Barrabás, el revolucionario contra la opresión romana, es salvado por aclamación frente al críptico mesías. Azotes, “vía crucis”, “selfie” santo de Verónica, monarquía de espinas, cruz y asfixia divina entre heridas y sed saciada con vinagre y clavos: muerte de la carne y resurrección del cuerpo.

Un encuentro a cuatro bandas: el Cristo Nazareno; San Juan, palma, águila y dedo; la Virgen apuñalada por el dolor; y, en el centro de la escena bíblica, “updated”, “reloaded”, Dios en lo alto. Mientras llueven pétalos de rosas muertas en la encrucijada, el ojo binario registra el eclipse entre santos y hombres. El domingo resucitará en Jesús, sin cámara (que hay que dar pábulo al misterio) para gestar  un año pascual más.







jueves, 13 de abril de 2017

Autopista hacia el infierno



 
Arquitectura funeraria para el destierro que destierra.



         Pasaba por allí y, sin saber por qué, se unió al duelo.

El mercedes fúnebre, a marcha fija de pie cortado, abría la estela del ordenado caos hacia el cementerio. Como iba muy lento, sin quererlo, acabó encabezando la peregrinación luctuosa junto a los más allegados al finado. Su rostro se reflejaba en la luna trasera, a intermitencias, orlado de las flores de las coronas y el brillo del barniz del féretro. “Con los pies por delante, con la cruz planeando y cristo haciendo el muerto sobre la muerte” –pensó entre coros de hipidos y llantos con sordina de pasos pesados de tristeza.

El camposanto se abría como la posibilidad más cerrada. El duelo se detiene y arranca el llanto. El albañil espera. Todo está preparado. Ni rastro de los enterradores de Ofelia. El oficio es otro para una misma pena. El representante de la funeraria dinamiza un protocolo de trajes, corbatas, flores, palabras ensayadas y yeso.

Como había pocos hombres se vio obligado a conducir, a hombros, el ataúd hasta el nicho a ras de suelo. Las indicaciones de maestro de ceremonias: “los pies por delante”… (El albañil, a lo suyo, esperaba y, con mano presta, quitaba algunos restos del agujero de sombra) Primer movimiento. En perpendicular a su rumbo definitivo, la caja descansa. Del nicho, los responsables sacan un saco blanco, sucio de roces.  Abren la caja y encajan el bulto sobre el bulto que ya es quien fue persona. Como el circunstancial visitante está en primer término de la ceremonia, conoce el rostro del peso que, ligero, siguió y luego cargó, grave, unos metros. Eclipse de muerto sobre muerto. Demasiado volumen para tan poca caja. La llave y la presión del empleado de la funeraria acaban dando con el hermetismo oscuro prólogo al túnel del trayecto estático definitivo.

         La operación del traspaso está a punto de concluir. Otra vez requieren su ayuda. Encaran el féretro (“con los pies por delante”, recuerda el empleado; “Cuidado con los dedos”) hacia el agujero. La hija del muerto, rota en llanto, tan violento que parece impostado, pide ver a su padre por última vez cuando el ataúd ya está a medio meter. Lo sacan con la ayuda del albañil hasta dejarlo apoyado en su extremo. Abren la caja otra vez (al liberar la llave la resistencia, la tapa da un respingo que parece atisbo de vida) y la hija se abalanza sobre los restos de su padre. Es necesario apartar un poco los despojos sobrepuestos de su madre, irreconocible mojama o momia dentro del saco, en este macabro e improvisado catafalco (festín a dos maduraciones para la fauna cadavérica, materia prima de fuegos fatuos). Besa su frente y deja caer algo, que toca fondo y nadie ve, entre el sudario séptico que oculta a su madre y los faralaes como espuma de olas bajo los que  flota la cara de su padre.

Hay una impaciencia tensa en el ambiente. Con la caja cerrada otra vez (otra vez apretando a mujer sobre marido, en una posición imposible en vida), los voluntarios empujan el féretro, carontes sin estudios, hacia las fauces estigias. Acaba la maniobra el albañil con un cincel (el mismo que violó el nicho para acoger el nuevo cuerpo): poco a poco, en vaivén de palanca, la nave llega a su lugar. El silencio se puebla de gimoteos contrapunteados por un arrítmico “aahhp-ahap” y torrentes de romperes a llorar. Con esa banda sonora procede el albañil a sellar el nicho con los cascotes del primer sepelio.

Con la paleta, “grrilkiic”, hace el gesto metálico de limpiar la base limpia de una puerta al otro lado. Talocha, llana, esponja y cuñas esperan su turno junto a la gaveta. El murmullo, los hipidos y los llantos van amortiguándose en la expectación laboral. El de enterrador es hoy un oficio sin cárcavas ni huesas: un oficio para ser contemplado como maestro de una ceremonia necesaria, trascendente y de gestos precisos y comprometidos. Encara la losa, ajusta los ripios que fueron superficie homogénea ayer y coloca las cuñas para que a obra, provisional, mantenga su compostura. Sobre la gaveta con agua medida a ojo por la intuición de la  experiencia vierte el saco de yeso en la proporción primera. Con las manos amasa esa harina de la solidez de pan eterno. El silencio es ya total. Se oye el agradable chasquido del agua densificada. Segunda y última porción sólida de la amalgama. Coge un puñado, cierra la mano y el churro blanco valida la consistencia de la densidad. Acerca el capazo al nicho  y empieza a rellenar los huecos con el yeso que será frontera. Silencio de ciprés.

Con la esponja, el albañil ablanda los perfiles y superficie del enyesado. Pasada de talocha. Pasada de llana. Quita las cuñas emblanquinadas. Lanzamiento de nuevos pegotes de yeso sobre los huecos del apuntalamiento. Esponja húmeda. Trapo húmedo. Silencio. La llana, definitiva, rasca para alisar. Sobre su rumor de olas fúnebres, un móvil: “Thunderstruck” de ACDC. El enterrador, atónito, recupera la raíz de su oficio y mira a la hija de difunto. Todas las miradas, compasivas y comprensivas, se dirigen hacia el tono del móvil impertinente. Vuelve el silencio, tras la estupefacción súbita, y la atención vuelve al “grrrgr” de la llana tras la espalda del albañil.

Placa provisional, coronas y tarrinas de flores ante la muerte emparedada. El empleado de la funeraria habla con la familia del difunto y se despide. El albañil coloca sus bártulos en la carretilla, da el pésame y hace mutis conduciendo un oficio con el que no podrá lucirse en su ceremonia final. El cortejo fúnebre hace cola para dar el pésame. El invitado al muerto ajeno, como parte de ese paisaje, espera turno.

La obra y el muerto quedan solos. La taxidermia del tiempo podrá ser más o menos compasiva con el recuerdo de la vida que hubo. Nadie del duelo funeral  por allí ya. Silencio lúgubre a pleno sol, metempsicóptico. El visitante se aleja también. Un sonido con sordina lo detiene. Vuelve sobre sus pasos. Busca la fuente. El oído le lleva hasta el nicho. Se acerca: “Highway to Hell” se filtra a través del yeso fresco, trasminando la madera del ataúd y los oropeles de la mortaja. El paseante preso de la circunstancia, pasmado y solo en el camposanto, se aleja dejando el himno como panegírico de una hija que no lo debió de querer mucho. O que lo quiso demasiado.  Este kirieleisón es crespón entre el zumbido de abejas del silencio denso.

Si la batería del móvil la carga el diablo, esta noche hay fiesta en el cementerio.


 

 
El hueco horizontal que abre la cruz, sin horizonte.
















sábado, 1 de abril de 2017

Exhibicioinnovacionitis o innovicioexhibicionitis (o pedagogos a la violeta)



 
El conocimiento es la maduración de lo exógeno hasta hacerlo endógeno. La humildad, la contemplación y la reflexión serena son el camino de esa introspección. El resto, propaganda interesada.





         Esta entrada no estaba prevista. La ha forzado la coyuntura de la confianza y la inercia. Iba a ser un “post” en “Facebook” que se ha ido alimentado de argumentos, se ha hecho demasiado largo y ha acabado siendo censurado por un cortocircuito de la conexión. Iba a ser nada en el tintero sin tinta del limbo binario. Desde la relativa seguridad de un lugar virtual, pero físico y local, lo vuelvo a intentar.

         El progreso, como las hojas, las monedas, el signo lingüístico o los antónimos complementarios, tiene su haz y su envés, cara y su cruz, su significante y su significado,  sus extremos de reciprocidad necesaria. Así, la libertad de crecer hacia mañana reclama su poso, su memoria, el campo abonado sobre el que germinar. Que la libertad ciega, autolítica, suicida en su desorden de impulso sin referencia es solo cara, haz, significante o continente sin su raíz de contenidos. La posibilidad infinita reclama criterios, modelos (a los que seguir, matizar o derrumbar).

         Un  breve repaso por las etapas del progreso puede centrar nuestro presente. Dejemos a los griegos y romanos, cuya contribución a los que somos ahora, por obvia, fertiliza a pesar de vivir sepultada. Sigamos ignorando lo que la llamada “edad media” por los primeros progresistas modernos cimenta nuestro ser. Vayamos al primero de los antropocentrismos postclásicos, el Renacimiento. Cada una de las etapas en la escalera del progreso (¿hacia dónde?) tiene inventos, materialidades técnicas que hacen de palanca del ascender. El humanismo renacentista combina la retórica necesaria de los “Studia Humanitatis” con la imprenta. La Ilustración y sus luces racionales vieron en el conocimiento enciclopedista, la máquina de Newcomen y la máquina de vapor de Watt la fuerza motriz de futuro y en el cronómetro marino la pauta para evitar naufragios en los rumbos. El positivismo del siglo XIX, experimental y realista hasta el naturalismo cientifista, necesitó daguerrotipos, fotografía y cinematógrafo para testimoniar salidas de fábricas y llegadas de trenes que precisaban energía eléctrica y bombillas. La velocidad futurista (en batalla a la quietud impresionista y a la emoción expresionista) demandaba telégrafos, teléfonos, radios y cartas, anquilosados hoy como la electricidad estática adelantada por la corriente eléctrica. El siglo XX, plastificado, quimiquizado, polimerizado, empieza el negocio de la ciencia. La energía (química, física), la mecánica cuántica, el principio de incertidumbre, nutren los motores del progreso alimentados de guerra (carros de combate, aviones, radares, energía nuclear, comunicación sin cables…). Los rayos X muestran lo que la realidad oculta. El misterio se desvela y el alma agoniza. El láser, el magnetoscopio, los misiles, los satélites artificiales nos llevan hasta este siglo XXI, virtual, hiperconectado, globalizado en su individualización despersonalizadora. La transición entre el siglo XX y el XXI nos sitúa en una nueva era por bautizar, con toda seguridad, directamente con el nombre del avance técnico o su consecuencia. Será la versión material del “Libertad, igualdad y fraternidad” que hizo de frontera entre el Antiguo Régimen y la Edad Contemporánea.

         En este viajecito, por omisión, queda claro que los periodos más artísticos (Barroco, Romanticismo, Simbolismo…) no cuentan en el progreso. Como si el alma no pudiese progresar desde dentro, desde la idea y el sentimiento inmaterial. Su progreso, lastrado de humanidad, nos recuerda lo que somos en esencia de vuelo.

 
Para centrar intereses, la cremallera intelectual.


         Quizás un invento como la cremallera sirva de símbolo. Fue la moda, como ahora en casi todo (bajo sus dictados economicistas), la que forzó su creación: un broche corredizo rápido que suplantara botones, ganchos, ojetes, corchetes,  polleras y lazos. Un dispositivo que, sinérgico, haga uno de materia y espíritu. Un anudar lo que facilita y lo que felicita: práctico en su trascendencia personal. Esa debe ser, creo, la nueva pedagogía. Y no esta que nos venden.

         En reclamo publicitario, una institución, en blanco sobre rojo, anuncia un nuevo concepto de escuela para desarrollar la capacidad emprendedora. “Nuevo” es obligado: pero no, como en Foix para gritar, prestidigitador del funambulismo intelectual, que “M’exalta el nou i m’enamora el vell” (Sol i de dol, 1947). No. Para vender un producto (como la conclusión en las secuencias didácticas de los nuevos aires pedagógicos) Y “emprendedora” (“self-made man”, “self-made woman”), imprescindible para cumplir los mandatos del nuevo catecismo.

         Y, claro, el subtítulo rubricador: la promesa del “learning by doing” (tan lejos del constructivismo de Mallarmé como tan cerca de un expresivismo de Rimbaud, imposible por genética). Desde la ratio reducida que solo será posible si la rentabilidad de la ofrenda al mercado la hace posible. Si no, serán los profesores (nunca maestros ya) los que, disfrazados de dinamizadores y gestores de contextos cognitivos motivadores, implementadores de estrategias metacognitivas competenciales pragmáticas para objetivar eficiencia vitales, a costa de su salud, muy profesionales ellos en su alineación alienadora, consigan cuadrar en una programación imposible.

         Aprender haciendo. Sin raíz. Hiperactividad sin diagnóstico. Personalización inclusiva, terremoto intelectual cuyo epicentro es el alumno hecho cliente. Por inducción, como las cocinas. En la nada de este todo.

         En infantil, este centro (que puede ser cualquiera de este alrededor centrado en un yo con vocación de “selfie”), promete un soporte individualizado. Y hace mal. Ya obsolece: debe prometer “personalización”, un eufemismo de “costumización”. Porque cada alumno es hoy un cliente al que hay que atender como lo hacen los comerciales. El protocolo de actuación, de un rigor pseudocientífico, pasará  a los anales de la historia de la pedagogía. El infante (etimológicamete, el ser que es incapaz de hablar, soldado de a pie, después; hijo de rey en el endiosamiento actual) necesita una referencia, un modelo (que imitar, matizar a derrocar). Quien le enseña da la pauta. Eso parece innegociable incluso ahora. Hay una devoción hacia los maestros infantiles que ya no tiene razón de ser, en los petimétricos pedagogos de hoy, en los ciclos siguientes.

         En primaria se promete un desarrollo de las inteligencias múltiples. También  hay obsolescia en la oferta: ahora toca hablar de talento.  La excelencia como objetico caducó. La inteligencia puede ser discriminatoria y es necesario poner el valor el talento. Más democrático, inobjetivable, personal, lenitivo de traumas negadores del progreso personal. Inclusivo en una sociedad hipócrita que reza y compra deseos contrapuestos. “Competencia” es una dilogía incruenta y sanguinaria. Gadner, con su inteligencia emocional, o Glagwell, con su inteligencia intuitiva, abolen la monarquía de la inteligencia racional y traducen su monopolio a talento. El rédito de la permuta, claro, hace que gane la banca.

         En ESO se promete un trabajo por proyectos que fomente la creatividad y la autonomía. Se da por supuesto que la “gamificación” (que no es pulular como gamos sino “ludificar” el aprendizaje) ya era un procedimiento trasversal en primaria y que en secundaria, infantilizadoramente, sigue vertebrando la práctica docente. Como si ser niño, peterpanizados a lo Walt Disney, fuese una virtud fuera de la patria sobrevalorada en la madurez, de la niñez. La autonomía, sin base, es una pretensión utópica. Los ciudadanos del mañana no se pueden formar en una organización del ayer. Su autonomía siempre será la de un rey con regente. O, directamente, debemos vivir en Disneyland. Y ya sabemos, los adultos, el negocio de esa ilusión (los adultos de la prehistoria de la gamificación “candy” del universo). Los posmodernos pedagogos quieren ignorar que la creatividad actual es la perversión etimológica de la “poiesis”: en la poesía sigue habitando la esencia de la creatividad, en el pensamiento lírico (que, trenzado con el pensamiento computacional y el racional, debe dar la verdadera dimensión ontológica del hombre actual). Los publicistas lo tienen claro: su “strencht” (fortaleza comercial) parte de un “freelance” contratado (a demanda, de quita y pon) que sepa parir ideas potencialmente lucrativas. Los poetas posibililistas de hoy son, pues, “sanwich-man” al servicio de una identidad corporativa, ideólogos de “jingles” tuneados  lo Sócrates.

         En la enseñanza obligatoria secundaria (que tiene los días contados, en función de su rentabilidad –los currículos personalizados, desde plataformas “on line” tientan si se hacen asequibles-) tiene que resolver la encrucijada de abogar por el sinsentido de las asignaturas tradicionales y la mercadotecnia de los proyectos colaborativos. Los conocimientos en compartimentos estancos siempre ha sido un error: hacer de los despojos culturales una pelota competencial tampoco parece que tenga mucho sentido tal como se está haciendo bajo el título de proyecto. Quizás Kafka redivivo pudiera dar luz al asunto de tanto movimiento estéril y burocratizado.

         En bachillerato, el reclamo comercial ya es de futuro presente. Los candidatos (todos, porque el filtro del talento competencial burocratizado tiene los agujeros de su tamiz flexibles y personalizados y la candidez ingenua, como la zorra de la fábula de Esopo, busca su negocio con la excusa de evitar el trauma adolescente) pueden elegir su itinerario vital: el social emprendedor, el emprendedor tecnológico, el artístico comercial, los ciclos formativos de grado superior de emprendedores en comercio internacional o de emprendedores en desarrollos tecnológicos…La universidad, con sus catedráticos apalancados en la poltrona, volverá a reofertar las posibilidades laborales con ponderaciones de algoritmos que solo la vida en excel puede comprender. El centro deberá estar a la altura de la ofrenda y los candidatos, como exvotos, colgarán en un laboratorio  tecnológico-robótico-programación (con la robótica subrayada) en el que experimentaran, desde la realidad virtual, la construcción inductiva del edificio de su crecimiento personal, sin andamios humanos exógenos. Si la opción no pasa por un bachillerato artístico, la danza, el teatro, la educación creadora, la literatura, la teoría matemática, el dibujo, la escultura, la pintura, la lingüística, la ética y la filosofía son exiliados del mapa del progreso si no se reciclan y dejan de ser materias, disciplinas y pasan a ser útiles componentes de un proyecto pragmático al servicio del mejor postor. Como si el mejor cliente no fuésemos cada uno de nosotros y el negocio el yo pletórico, autónomo y crítico en un nosotros fértil y sinérgico, sin usura.
        
El paternalismo pedante de los innovacionistas, petimétrico y cientificcionalizado, preña de ignorancia el futuro.

Un adolescente, competente, ante una lata de conservas, demuestra su incompetencia ante un mundo mecánico que todavía no ha sido asesinado. Su coartadas: las conservas (memoria de frescura) vienen ahora en recipientes abrefácil, intuitivos para las nuevas mentes digitales (estas que rechazan con un dedo aquello que no les interesa, que es casi todo lo que dura más de unas décimas de segundo). El futuro es todo aquello envasado en  recipientes que se abren solos. ¿Quién vende la prebenda?

Esta educación lanzadera, de cojines y posturas antinovecentistas (pero reivindicadora de su raíz racional humana), siliconvaleizada, tecnocrática y aristocratizante desde el espejismos de la oportunidad de elegir, deja solos a sus alumnos. Solos con su corazón, con su alma: desamparados (aunque peritos en el  mindfulness” de ocasión), competenciales (aunque incompetentes en un mundo que sigue siendo ancho y ajeno, falsamente globalizado, asequible y accesible –solo en modo turista es así-) y emprendedores (aunque desde los parámetros programados por las grandes fortunas). Solos, que no autónomos y con criterio. Emprendedores y deslenguados, de compulsión emoji y, en el mejor de los casos, “wikipédica”; de rutinas de pensamiento arrumbadas en una nube de pago; hipotecados por el peaje de una felicidad cifrada en complementos. 

Educar para la vida, desde la motivación: hacer del alumno el centro del proceso de aprendizaje. Forzar un nuevo paradigma, mesiánico, que permita crecer sin traumas, como troncos a su aire, sin guías, socráticamente, a demanda del placer del consumidor: todo árbol de la vida, pero disfrazado de árbol de la ciencia. Desde el yo más globalizado que, claro, habla en inglés americano, pero con acento de Londres (ya predijo el maldito Baudelaire esta americanización). Sin perder el yo: como un “selfie” cósmico. Conocer, ser, hacer, convivir: aprender a aprender desde las cuatro patas del animal racional que somos, clientes y turistas de un  mundo feliz ajeno que creemos nuestro porque lo habitamos y la Unesco lo avala.

         No es lo que dije en la hiperconectividad frustrada del primer intento. Es lo que digo, aborto del tiempo a contrapelo, ahora y aquí


 
La infografía como panacea cognitiva. Su tendeciosidad deja al desnudo el fraude.