“Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen”
Juan Ramón Jiménez, un 17 de enero de 1916 en Madrid, en tránsito hacia el New York de Zenobia Camprubí: Diario de un poeta reciencasado (1917)
No es posible ya abolir la realidad, gongorina o mallarmeanamente, para edificar en su solar la poesía. Juan Ramón Jiménez, constructor de artificios, lo vio claro y refundó la arquitectura de la palabra: Diario de un poeta reciencasado da cuenta de ello desde la escuela que inventa. El cambalache de nuestro tiempo acentúa más todavía la prisa por pensar y leer lo pensado. La poesía habita en las iluminaciones de Rimbaud; en las greguerías de Ramón Gómez de la Serna y los anaglifos de los vanguardista del “Veintisiete”; en los aerolitos de Carlos Edmundo de Ory; en las historia de Cronopios y de Famas de Julio Cortázar; en los haikús publicitarios y los aforismos de las autoayudas (lejos de lo machadiano); en las crónicas-relámpago del Andrés Neuman de Cómo viajar sin ver; en los grafitis, las pintadas de los lavabos y los SMS; en los microrrelatos que buscan premios en las radios; en los telegramas que ya no se escriben... Augusto Monterroso acuñó el sello de su visado por el mundo, vencedor de las fronteras de todos los géneros: las miniaturas líricas (con anclas clásicas en el naufragio del exilio del José María Quiroga Plá de La realidad reflejada en 1955), los bonsáis literarios, las constelaciones de ideas jibarizadas, los “textículos”, ponen a prueba el ingenio que se juega la vida en cada palabra.
Pero lo fragmentario, la secuencia, no debe degradar su pretensión de universo concentrado en un punto. Los lectores de solapas no abren los libros, enhebran sus contraportadas, consumen las ideas, como clientes de la vida, porque siempre están de paso hacia ninguna parte. Se piensa desde la totalidad, desde la eternidad de la duración fugaz: ese relámpago necesita un ojo denso, ávido y atento en el que impactar. La instantaneidad, orgasmo conceptual, es fértil si viene de buena semilla y cae en campo abonado. La ocurrencia invade los campos, a veces como la mala hierba: otras, simplemente, lo espontáneo nace de una intuición muy profunda y cincelada desde siempre para ese ahora.
Destellos: centelleos, brillo de noctilucas en la oscuridad del mar nocturno, fulgores, claridades fugaces; resplandores, ráfagas de luz que nace y muere, intensa como un escalofrío, efímera, en el pulso del instante. No llegan a encandilar porque también son vislumbres, simultáneamente. Como una gota que cae, herida por la luz que la lleva hasta nuestros ojos, la idea destila poesía.
El sol “no relumbra en vano”: para estas epifanías no podemos abolir la realidad. Los destellos son hijos de nuestros pasos por el mundo, bajo sus días y sus noches, desde el alambique luminoso de nuestro pensamiento.
Aquí van los primeros Destellos:
●Construir una casa hacia adentro con un balcón desde el que mirarnos mirándonos.
●La novedad superpone sus capas y construye el conocimiento: en esa urdimbre se teje nuestro amor: arrebato y plácida seguridad, que nos proyecta, vaivén prodigioso, de lo que fuimos a lo que seremos con lo que somos.
●No basta con estar: hay que desear querer ser mientras se está.
●Vives el momento perfecto: quieres que sea unidad vital y lo clonas. Ya tienes un aborto de felicidad.
●No soy relámpago, ni centella, ni estrella fugaz. Debes amarme como se quiere al mar: siempre estoy mientras voy y vengo, contenido y continente.
●Se gana lo que se tiene, que lo que se ha perdido o se espera solo se puede cantar y eso es literatura, humo del fuego que ahora nos enraíza en la vida.
●Tiempo de tocarnos. Tú y yo: isla ensimismada en la mar del nosotros.
●Aquello que ves cada día es lo que debes fotografiar antes de que sea su ausencia.