"Una imagen vale más que mil palabras": ese lugar común acaba siendo axioma de una falsedad sobre la que cimentamos nuestra cultura. Las imágenes hay que entenderlas, nos las tenemos que explicar para entenderlas. Imaginamos: esto es: representamos mentalmente, remedamos con los ojos lo que las palabras nos explican desde dentro del magín. Somos imagineros más que captadores de fotografías retinianas: damos formas a las ideas, las vestimos con el ajuar de nuestro bagaje cultural y las damos al mundo. Para verlas sin haberlas creado debemos hacernos de la cofradía o inventar un proceso análogo.
Una imagen contiene mil palabras sin las cuales vale muy poco: una emoción, una impresión... Que también hay que explicar para transformarla en inteligencia emocional. No es iconoclastia: es el "fiat lux" de la esencia humana. "En el principio era el verbo", que se hizo carne: excelente alegoría de nuestra naturaleza. Primero fue la palabra (sin espacio, sin tiempo: proceso mental); luego se hizo presencia física, se tridimensionalizó en el espacio y el tiempo.
¿Una fotografía o una declaración?
Una estantería con un fondo de libros sobre el exilio cultural español del 1939 y la guerra civil. Una luz de posición de una barco descontextualizada. El barco ya no lo es: se ha transformado en pecio. Sus imbornales inútiles y su amura invadida por el agua sueñan a treinta metros de la superficie, frente a la orografía subacuática de Cabo de Cope, en Calabardina. Su babor queda ahora a mi estribor, mi derecha en secano. Sin puente, que vive atalayando la Marina de Cope, entre pimientos y calabacines, sin la señalización de costado, nos ignora en su tumba de vida. Esa luz de posición, en la que aún quedan restos de la pintura azul con la que algún marinero protegió su metal protector en uno de sus varamientos, es ahora el ojo desde el que mira el sueño de su barco. Sin jarcias ya, acoge a los mismos peces que lo alimentaban: él es su cobijo y su alimento. Un barco sin babor porque es ya infinito.
Destierro la luz de babor del territorio del exilio y la pongo, faro y sombra roja, entre don Perlimplín y Marcolfa; ante Federico García Lorca, custodiado por La lírica de una Atlántida juanjamoniana y el Juan de Mairena machadiano. El obispo leproso de Gabriel Miró yace enhiesto, codo con codo, con Diario de un poeta recién casado. Mientras, el pecio, arrullado por el vaivén de un mar de invierno, nos ve desde su lecho de arena, enrojecida la realidad por la óptica de su luz de posición de babor (o de ababol, nos recuerda la cabina del puente de mando que preside la huerta). No puede ver el awelé sustentado por las obras completas de Garcilaso de la Vega porque, horizontales, salen del radio de su mirar.
Como don Estrafalario le dice a don Manolito en el prólogo del esperpento Los cuernos de don Friolera (en un "Marte de carnaval" de hoy hace ochenta y un carnavales), la redención nos vendrá de un tabanque de marionetas, de un retablo valleinclanesco, de una mirada deformadora que armonice contrarios desde una visón de altura sublimadora de bajezas, degradadora de mitos. ¿Con qué ojos nos pensarán don Perlimplín y Marcolfa desde su mirada de cartón? Un barco nos espera en el fondo del océano de nuestra mente.
Son las palabras que contiene la imagen. No son mil, pero sí su aproximación.
Abradas, serà un plaer seguirte a través del ciberespai... o dels llimbs, tant fa: el que importa és el que dius, independentment de la forma que utilitzis per expressar-te.
ResponderEliminarÁbradas,
ResponderEliminarInteressantíssima reflexió sobre el tòpic de les imatges.
Quan tenim les claus de tot és llavors quan podem obrir les portes i rescatar els vaixells naufragats pels mars de la memòria.