A
Antonio Rodríguez de la Heras, por su humanismo digital.
En este
caso, los aforismos que dialogan son la quintaesencia lectora de dos textos.
Gil de Biedma me ha llevado a Cortázar: “De senectute” a “Casa tomada”,
hilvanados con las citas de Góngora “Y
nada temí más que mis cuidados” (de
su soneto “Cosas, Celalba mía, he visto extrañas” ) y de Baudelaire “Ah, Seigneur, donnez-moi la force et le
courage” (de “Un voyage á Cythère”). El vino y la miel de Citera, el culto
a Afrodita en esta isla Jónica, entre olas parida, lejos del libertinaje y lo
dionisíaco, me lleva otra vez a Gil de Biedma y su “Desembarco en Citerea”
(como el título del cuadro de Watteu, 1718) de Moralidades (1966).
Aquí va “De
senectute”, el poema de Jaime Gil de Biedma, de su libro Poemas póstumos (1968):
“No
es el mío, este tiempo.
Y
aunque tan mío sea ese latir de pájaros
afuera en el jardín,
su profusión en hojas pequeñas, removiéndome
igual que imitaciones,
————————- no dice ya lo mismo.
Me despierto
como quien oye una respiración
obscena. Es que amanece.
afuera en el jardín,
su profusión en hojas pequeñas, removiéndome
igual que imitaciones,
————————- no dice ya lo mismo.
Me despierto
como quien oye una respiración
obscena. Es que amanece.
Amanece
otro día en que no estaré invitado
ni a un momento feliz. Ni a un arrepentimiento
que, por no ser antiguo,
—ah, Seigneur, donnez-moi la force et le courage!—
invite de verdad a arrepentirme
con algún resto de sinceridad.
Ya nada temo más que mis cuidados.
ni a un momento feliz. Ni a un arrepentimiento
que, por no ser antiguo,
—ah, Seigneur, donnez-moi la force et le courage!—
invite de verdad a arrepentirme
con algún resto de sinceridad.
Ya nada temo más que mis cuidados.
De
la vida me acuerdo, pero dónde está.”
GIL DE BIEDMA, Jaime. Las personas del verbo.
Barcelona:
Seix Barral, Biblioteca Breve, 1988, pág.172.
Y
aquí “Casa tomada”, el cuento de Julio Cortázar, de su libro Bestiario (1951):
“Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa
y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación
de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos
Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa
podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas
habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía,
siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios.
Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo
nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella
la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo,
a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos
en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y
silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún
día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo
para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la
voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica
nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el
resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto,
yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran
pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A
veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le
agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada
resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro
a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y
nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una
vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura
francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa
que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia.
Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro,
pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un
día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas
blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no
tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No
necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y
el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba
una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como
erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo
donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme
de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la
biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que
mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble
aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros
dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el
pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel
daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y
pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al
frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el
pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la
casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y
seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la
puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse;
Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más
allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble
cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero
eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,
apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y
entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con
plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de
nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré
siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene
estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me
ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar
la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso
y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de
conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo
del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la
pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo;
felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran
cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina,
calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a
Irene:
-Tuve que cerrar la
puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido
y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo
recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate
con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que
me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días
nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas
que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en
la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con
frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún
cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más
de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también
tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de
brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a
preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos
alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios
al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el
dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba
contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a
causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos
divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el
dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto
que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era
yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el
mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene
soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz
de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene
decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el
cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se
escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos
el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.
Aparte de eso todo
estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico
de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La
puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que
quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene
cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y
vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos
allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living,
entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a
soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo
mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le
dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la
puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina
o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le
llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir
palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de
este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo
donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos
siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta
cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre
sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el
zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta
parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la
cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro
lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de
traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo
puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya
era tarde ahora.
Como me quedaba el
reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura
de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de
alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la
alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se
metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.”
CORTÁZAR,
Julio. Bestiario. Madrid: Alfaguara, 1982, págs. 13-21)
El
traje de la intertextualidad me ha obligado a buscar en el arcón y a ponerme
ropa interior, aunque no se vea. Una camiseta de Góngora y unos calzoncillos de
Baudelaire.
“Cosas, Celalba mía, he visto extrañas:
cascarse nubes, desbocarse vientos,
altas torres besar sus fundamentos,
y vomitar la tierra sus entrañas;
cascarse nubes, desbocarse vientos,
altas torres besar sus fundamentos,
y vomitar la tierra sus entrañas;
duras puentes romper, cual tiernas cañas;
arroyos prodigiosos, ríos violentos,
mal vadeados de los pensamientos,
y enfrenados peor de las montañas;
arroyos prodigiosos, ríos violentos,
mal vadeados de los pensamientos,
y enfrenados peor de las montañas;
los días de Noé, gentes subidas
en los más altos pinos levantados,
en las robustas hayas más crecidas.
en los más altos pinos levantados,
en las robustas hayas más crecidas.
Pastores, perros, chozas y ganados
sobre las aguas vi, sin forma y vidas,
y nada temí más que mis cuidados.”
sobre las aguas vi, sin forma y vidas,
y nada temí más que mis cuidados.”
“Un Voyage à Cythère
Mon
coeur, comme un oiseau, voltigeait tout joyeux
Et planait librement à l'entour des cordages;
Le navire roulait sous un ciel sans nuages;
Comme un ange enivré d'un soleil radieux.
Et planait librement à l'entour des cordages;
Le navire roulait sous un ciel sans nuages;
Comme un ange enivré d'un soleil radieux.
Quelle
est cette île triste et noire? — C'est Cythère,
Nous dit-on, un pays fameux dans les chansons
Eldorado banal de tous les vieux garçons.
Regardez, après tout, c'est une pauvre terre.
Nous dit-on, un pays fameux dans les chansons
Eldorado banal de tous les vieux garçons.
Regardez, après tout, c'est une pauvre terre.
—
Île des doux secrets et des fêtes du coeur!
De l'antique Vénus le superbe fantôme
Au-dessus de tes mers plane comme un arôme
Et charge les esprits d'amour et de langueur.
De l'antique Vénus le superbe fantôme
Au-dessus de tes mers plane comme un arôme
Et charge les esprits d'amour et de langueur.
Belle
île aux myrtes verts, pleine de fleurs écloses,
Vénérée à jamais par toute nation,
Où les soupirs des coeurs en adoration
Roulent comme l'encens sur un jardin de roses
Vénérée à jamais par toute nation,
Où les soupirs des coeurs en adoration
Roulent comme l'encens sur un jardin de roses
Ou le roucoulement
éternel d'un ramier!
— Cythère n'était plus qu'un terrain des plus maigres,
Un désert rocailleux troublé par des cris aigres.
J'entrevoyais pourtant un objet singulier!
— Cythère n'était plus qu'un terrain des plus maigres,
Un désert rocailleux troublé par des cris aigres.
J'entrevoyais pourtant un objet singulier!
Ce
n'était pas un temple aux ombres bocagères,
Où la jeune prêtresse, amoureuse des fleurs,
Allait, le corps brûlé de secrètes chaleurs,
Entrebâillant sa robe aux brises passagères;
Où la jeune prêtresse, amoureuse des fleurs,
Allait, le corps brûlé de secrètes chaleurs,
Entrebâillant sa robe aux brises passagères;
Mais
voilà qu'en rasant la côte d'assez près
Pour troubler les oiseaux avec nos voiles blanches,
Nous vîmes que c'était un gibet à trois branches,
Du ciel se détachant en noir, comme un cyprès.
Pour troubler les oiseaux avec nos voiles blanches,
Nous vîmes que c'était un gibet à trois branches,
Du ciel se détachant en noir, comme un cyprès.
De
féroces oiseaux perchés sur leur pâture
Détruisaient avec rage un pendu déjà mûr,
Chacun plantant, comme un outil, son bec impur
Dans tous les coins saignants de cette pourriture;
Détruisaient avec rage un pendu déjà mûr,
Chacun plantant, comme un outil, son bec impur
Dans tous les coins saignants de cette pourriture;
Les
yeux étaient deux trous, et du ventre effondré
Les intestins pesants lui coulaient sur les cuisses,
Et ses bourreaux, gorgés de hideuses délices,
L'avaient à coups de bec absolument châtré.
Les intestins pesants lui coulaient sur les cuisses,
Et ses bourreaux, gorgés de hideuses délices,
L'avaient à coups de bec absolument châtré.
Sous
les pieds, un troupeau de jaloux quadrupèdes,
Le museau relevé, tournoyait et rôdait;
Une plus grande bête au milieu s'agitait
Comme un exécuteur entouré de ses aides.
Le museau relevé, tournoyait et rôdait;
Une plus grande bête au milieu s'agitait
Comme un exécuteur entouré de ses aides.
Habitant
de Cythère, enfant d'un ciel si beau,
Silencieusement tu souffrais ces insultes
En expiation de tes infâmes cultes
Et des péchés qui t'ont interdit le tombeau.
Silencieusement tu souffrais ces insultes
En expiation de tes infâmes cultes
Et des péchés qui t'ont interdit le tombeau.
Ridicule
pendu, tes douleurs sont les miennes!
Je sentis, à l'aspect de tes membres flottants,
Comme un vomissement, remonter vers mes dents
Le long fleuve de fiel des douleurs anciennes;
Je sentis, à l'aspect de tes membres flottants,
Comme un vomissement, remonter vers mes dents
Le long fleuve de fiel des douleurs anciennes;
Devant
toi, pauvre diable au souvenir si cher,
J'ai senti tous les becs et toutes les mâchoires
Des corbeaux lancinants et des panthères noires
Qui jadis aimaient tant à triturer ma chair.
J'ai senti tous les becs et toutes les mâchoires
Des corbeaux lancinants et des panthères noires
Qui jadis aimaient tant à triturer ma chair.
—
Le ciel était charmant, la mer était unie;
Pour moi tout était noir et sanglant désormais,
Hélas! et j'avais, comme en un suaire épais,
Le coeur enseveli dans cette allégorie.
Pour moi tout était noir et sanglant désormais,
Hélas! et j'avais, comme en un suaire épais,
Le coeur enseveli dans cette allégorie.
Dans ton île, ô
Vénus! je n'ai trouvé debout
Qu'un gibet symbolique où pendait mon image...
— Ah! Seigneur! donnez-moi la force et le courage
De contempler mon coeur et mon corps sans dégoût!”
Qu'un gibet symbolique où pendait mon image...
— Ah! Seigneur! donnez-moi la force et le courage
De contempler mon coeur et mon corps sans dégoût!”
BAUDELAIRE, Charles. “Fleurs du mal”
en Les fleurs du mal. Barcelona:
Círculo de Lectores, 1992, págs. 258-262. Edición y traducción de Manuel Neila.
Son los hipervínculos analógicos.
Las intersecciones que eran cultura: ecos y voces que se llamaban enriqueciendo
el estuario de su simbiosis. Y esa sinergia tenía su sede en la memoria del
lector, en sus conexiones lectoras, en la significatividad del placer de lo
leído. Citera es hoy una isla global. La transparencia y la libertad opacan con
su diafanidad la vida que late en la literatura. Cabe la esperanza de la
tragedia de Filoctetes: construir, despreciados por el mundo causante de la
herida hedionda del repudio, las flechas de la reconquista humana del universo.
Cabe en la ingenuidad, claro.
Sentirse viejo sin serlo, en el reino
de Dorian Gray (un petimetre comparado con Fausto), con la casa tomada por el
magma silente de los logaritmos. El mundo que estamos construyendo, por pasiva
o por activa, es una ameba. Reinventándose en cada nueva novedad, en cada prótesis
amplificadora de capacidades que vamos anquilosando, las personas quedan
cercadas en su exterior. Es un silencio de algarabía, una asepsia contaminante
de risas y suicidios.
El futuro será mejor. Pero hay que
asegurar el mejor de los presentes para llegar, sin nostalgias retroutópicas ni
proyecciones salvadoras patrocinadas por el mecenas altruista de turno.
El papel arde a 233º C. Las pantallas
fagocitan todo lo que leen, lo mezclan, lo confunden y lo ponen al servicio del
nadie ecuménico. Las pantallas arden con el fuego frío de la indiferencia
lúdica. Y la literatura muere de asesinato colectivo, legal, con la
aquiescencia y el aliento de quienes tienen el negocio en otros intereses más
útiles que el de ser humanos.