domingo, 27 de mayo de 2018

Diálogo de aforismos III


 
Las personas del verbo hecho carne de letra.

                   A Antonio Rodríguez de la Heras, por su humanismo digital.


En este caso, los aforismos que dialogan son la quintaesencia lectora de dos textos. Gil de Biedma me ha llevado a Cortázar: “De senectute” a “Casa tomada”, hilvanados con las citas de Góngora “Y nada temí más que mis cuidados (de su soneto “Cosas, Celalba mía, he visto extrañas” ) y de Baudelaire “Ah, Seigneur, donnez-moi la force et le courage” (de “Un voyage á Cythère”). El vino y la miel de Citera, el culto a Afrodita en esta isla Jónica, entre olas parida, lejos del libertinaje y lo dionisíaco, me lleva otra vez a Gil de Biedma y su “Desembarco en Citerea” (como el título del cuadro de Watteu, 1718) de Moralidades (1966).

Aquí va “De senectute”, el poema de Jaime Gil de Biedma, de su libro Poemas póstumos (1968):

“No es el mío, este tiempo.

Y aunque tan mío sea ese latir de pájaros
afuera en el jardín,
su profusión en hojas pequeñas, removiéndome
igual que imitaciones,
————————-         no dice ya lo mismo.
Me despierto
como quien oye una respiración
obscena. Es que amanece.

Amanece otro día en que no estaré invitado
ni a un momento feliz. Ni a un arrepentimiento
que, por no ser antiguo,
ah, Seigneur, donnez-moi la force et le courage!—
invite de verdad a arrepentirme
con algún resto de sinceridad.
Ya nada temo más que mis cuidados.

De la vida me acuerdo, pero dónde está.”


GIL DE BIEDMA, Jaime. Las personas del verbo. Barcelona:
Seix Barral, Biblioteca Breve, 1988, pág.172.



         Y aquí “Casa tomada”, el cuento de Julio Cortázar, de su libro Bestiario (1951):


“Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.”


                            CORTÁZAR, Julio. Bestiario. Madrid: Alfaguara, 1982, págs. 13-21)


         El traje de la intertextualidad me ha obligado a buscar en el arcón y a ponerme ropa interior, aunque no se vea. Una camiseta de Góngora y unos calzoncillos de Baudelaire.


“Cosas, Celalba mía, he visto extrañas:
cascarse nubes, desbocarse vientos,
altas torres besar sus fundamentos,
y vomitar la tierra sus entrañas; 

duras puentes romper, cual tiernas cañas;
arroyos prodigiosos, ríos violentos,
mal vadeados de los pensamientos,
y enfrenados peor de las montañas; 

los días de Noé, gentes subidas
en los más altos pinos levantados,
en las robustas hayas más crecidas. 

Pastores, perros, chozas y ganados
sobre las aguas vi, sin forma y vidas,
y nada temí más que mis cuidados.”


GÓNGORA, Luis de. Sonetos completos. Madrid: Castalia, Clásicos Castalia, 1, 1985, pág. 147. Edición a cargo de Biruté Ciplijauskaité.


                “Un Voyage à Cythère

Mon coeur, comme un oiseau, voltigeait tout joyeux
Et planait librement à l'entour des cordages;
Le navire roulait sous un ciel sans nuages;
Comme un ange enivré d'un soleil radieux.

Quelle est cette île triste et noire? — C'est Cythère,
Nous dit-on, un pays fameux dans les chansons
Eldorado banal de tous les vieux garçons.
Regardez, après tout, c'est une pauvre terre.

— Île des doux secrets et des fêtes du coeur!
De l'antique Vénus le superbe fantôme
Au-dessus de tes mers plane comme un arôme
Et charge les esprits d'amour et de langueur.

Belle île aux myrtes verts, pleine de fleurs écloses,
Vénérée à jamais par toute nation,
Où les soupirs des coeurs en adoration
Roulent comme l'encens sur un jardin de roses

Ou le roucoulement éternel d'un ramier!
— Cythère n'était plus qu'un terrain des plus maigres,
Un désert rocailleux troublé par des cris aigres.
J'entrevoyais pourtant un objet singulier!

Ce n'était pas un temple aux ombres bocagères,
Où la jeune prêtresse, amoureuse des fleurs,
Allait, le corps brûlé de secrètes chaleurs,
Entrebâillant sa robe aux brises passagères;

Mais voilà qu'en rasant la côte d'assez près
Pour troubler les oiseaux avec nos voiles blanches,
Nous vîmes que c'était un gibet à trois branches,
Du ciel se détachant en noir, comme un cyprès.

De féroces oiseaux perchés sur leur pâture
Détruisaient avec rage un pendu déjà mûr,
Chacun plantant, comme un outil, son bec impur
Dans tous les coins saignants de cette pourriture;

Les yeux étaient deux trous, et du ventre effondré
Les intestins pesants lui coulaient sur les cuisses,
Et ses bourreaux, gorgés de hideuses délices,
L'avaient à coups de bec absolument châtré.

Sous les pieds, un troupeau de jaloux quadrupèdes,
Le museau relevé, tournoyait et rôdait;
Une plus grande bête au milieu s'agitait
Comme un exécuteur entouré de ses aides.

Habitant de Cythère, enfant d'un ciel si beau,
Silencieusement tu souffrais ces insultes
En expiation de tes infâmes cultes
Et des péchés qui t'ont interdit le tombeau.

Ridicule pendu, tes douleurs sont les miennes!
Je sentis, à l'aspect de tes membres flottants,
Comme un vomissement, remonter vers mes dents
Le long fleuve de fiel des douleurs anciennes;

Devant toi, pauvre diable au souvenir si cher,
J'ai senti tous les becs et toutes les mâchoires
Des corbeaux lancinants et des panthères noires
Qui jadis aimaient tant à triturer ma chair.

— Le ciel était charmant, la mer était unie;
Pour moi tout était noir et sanglant désormais,
Hélas! et j'avais, comme en un suaire épais,
Le coeur enseveli dans cette allégorie.

Dans ton île, ô Vénus! je n'ai trouvé debout
Qu'un gibet symbolique où pendait mon image...
— Ah! Seigneur! donnez-moi la force et le courage
De contempler mon coeur et mon corps sans dégoût!”


BAUDELAIRE, Charles. “Fleurs du mal” en Les fleurs du mal. Barcelona: Círculo de Lectores, 1992, págs. 258-262. Edición y traducción de Manuel Neila.


            Son los hipervínculos analógicos. Las intersecciones que eran cultura: ecos y voces que se llamaban enriqueciendo el estuario de su simbiosis. Y esa sinergia tenía su sede en la memoria del lector, en sus conexiones lectoras, en la significatividad del placer de lo leído. Citera es hoy una isla global. La transparencia y la libertad opacan con su diafanidad la vida que late en la literatura. Cabe la esperanza de la tragedia de Filoctetes: construir, despreciados por el mundo causante de la herida hedionda del repudio, las flechas de la reconquista humana del universo. Cabe en la ingenuidad, claro.

         Sentirse viejo sin serlo, en el reino de Dorian Gray (un petimetre comparado con Fausto), con la casa tomada por el magma silente de los logaritmos. El mundo que estamos construyendo, por pasiva o por activa, es una ameba. Reinventándose en cada nueva novedad, en cada prótesis amplificadora de capacidades que vamos anquilosando, las personas quedan cercadas en su exterior. Es un silencio de algarabía, una asepsia contaminante de risas y suicidios.

         El futuro será mejor. Pero hay que asegurar el mejor de los presentes para llegar, sin nostalgias retroutópicas ni proyecciones salvadoras patrocinadas por el mecenas altruista de turno.

         El papel arde a 233º C. Las pantallas fagocitan todo lo que leen, lo mezclan, lo confunden y lo ponen al servicio del nadie ecuménico. Las pantallas arden con el fuego frío de la indiferencia lúdica. Y la literatura muere de asesinato colectivo, legal, con la aquiescencia y el aliento de quienes tienen el negocio en otros intereses más útiles que el de ser humanos.
 




              

sábado, 26 de mayo de 2018

Orgasmo destilado


 
Emoticonízate: la felicidad habita en estos monstruos mediáticos de la emoción.



         La sobreexcitación, el turisteo clientelar por el mundo diseña dos mundos: el de los que, adánicos prepecado, infantiles, gozan desde el encefalograma plano y el bombeo sistólico-diastólico inconsciente la vida; y el de los que, pecadores, salmones en el río de la felicidad, acotan la dicha en la corriente de la vida. Un orgasmo perenne deja de serlo. Como ensartar hilos en ojos de agujas, el placer está en el reto de hacerlo posible, no en la inercia de gozar el trámite enhebrador. La potencia es el corazón de la diferencia de potencial: hoy, entre comprar en el mercado mensual ecológico y en el BonÀrea de Guissona, en la decisión de concretar la posibilidad, estaba el dulce anzuelo de la felicidad.

         Dos redondillas asonantadas dan cuenta de un trayecto binario, de acompasados pasos que son dinamo para la azotea del pensar.




Como un grifo que gotea,
su pene va destilando
ínfimas dosis de orgasmo
mientras su cuerpo pasea.

    El esfínter del deseo,
almorranático y público,
laxo de tanto anuncio,
infantiliza el criterio.

lunes, 21 de mayo de 2018

Analógico y digital.


 
Ícaro atenazado.La libertad del viaje organizado al Sol.


El sábado compré un periódico. Hace demasiado tiempo que, sin darme cuenta, he abandonado esa costumbre. Porque tener un avatar del mismo diario en la pantalla, aunque mutilado, parece saciar la necesidad de conocer el presente. Pero los dos euros, su caquexia y un suplemento obeso de moda que quería compensar el caleidoscopio de Babelia dieron al traste con mi ilusión de volver a leer en papel unitario lo que se dispersa en las pantallas.

Manuel Cruz me rescataba a Zygmunt Bauman y una reflexión sobre cómo viven de mojados los internautas de la intemperie de logaritmos y dulces aplicaciones. Porque la sociedad líquida empapa hasta pensar que esa amorfa adecuación de los deseos inducidos es la libertad ansiada. Hay un anuncio que vende un pan industrial que te permite trasgredir las reglas del pan. ¿Las reglas del pan? Náufragos de la liquidez del relativismo, en algunos cuadriculan las redondeces muelles, nos buscamos al otro lado del yo que nos han construido haciéndonos pensar que es más nuestro que en ningún otro momento de la Historia.

Pensaba yo, mientras lo leía en el claustro del Monestir de Sant Cugat, en Unamuno, el relativismo cultural, los viajes, la globalización y la percepción del mundo desde las pantallas. Recordaba que el autor de Amor y pedagogía había dicho algo así como que

“El fascismo de cura leyendo y el racismo se cura viajando”

Y eso me hacía sentir mezquino y terruñero porque no me gusta viajar. Porque en los viajes me siento cliente y turista y viajar sin desplazarte al lugar que crees conocer ya supera la capacidad de sorpresa y enriquecimiento. Viajar sin moverte de tu realidad es una experiencia infinita. Pero anclada en una percepción de universo obsoleta.

         Ya en casa, busco la cita de Unamuno para referenciarlo y no soy capaz de dar con la fuente. Se ha hecho lugar común (esto son los buscadores): no sé si Unamuno dijo  algo parecido alguna vez. Dicen las plataformas de frases célebres que lo dijo y eso basta. Con la fe del carbonero o la fe del creyente. Ni categoría de “fake news” alcanza. Quizás alguien fantaseó con aquello de que

“El carlismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando”

de Pío Baroja. Ni intento ya verificar si es cierto que alguna vez lo dijo. Lo cierto es que nunca el mundo fue tan “ancho y ajeno” (como puso como título Ciro Alegría a su novela de 1941). Todo está tan a mano en su simulacro, todo es tan virtualmente del yo, que cultivamos la ignorancia supina de lo más nuestro. Ni yoísmo, ni nacionalismo, ni universalismo falsamente ecuménico. Si el mundo tiende a ser un parque temático, una franquicia cómoda para superar la “zona de confort”, viajar es volver a lo mismo en otro lugar, con aviones convertidos en autobuses de línea transurbanos.  Viajar es el síntoma de un gran negocio disfrazado de libertad y democracia de la movilidad que financia la gentrificación que Airbnb y la multiculturalidad de Amazon. Los cadáveres de ese progreso yacen en cunetas invisibles, bajo el trasiego de maletas con ruedas de gentes que ríen.

         El nuevo mundo es un paradigma. El exterminio será “soft”, feliz y global, trufado de citas apócrifas como píldoras para estimular el goce de una realidad que no será más que en los guiones de los publicistas. Cada uno en su edén privado, con un jardín de mirlos blancos y tréboles de cuatro hojas, disfrutará de su mundo como si fuera el mundo y buscará su clonación compulsiva en las lanzaderas que son los aeropuertos más lejanos.