El sábado
compré un periódico. Hace demasiado tiempo que, sin darme cuenta, he abandonado
esa costumbre. Porque tener un avatar del mismo diario en la pantalla, aunque
mutilado, parece saciar la necesidad de conocer el presente. Pero los dos
euros, su caquexia y un suplemento obeso de moda que quería compensar el
caleidoscopio de Babelia dieron al
traste con mi ilusión de volver a leer en papel unitario lo que se dispersa en
las pantallas.
Manuel
Cruz me rescataba a Zygmunt Bauman y una reflexión sobre cómo viven de mojados
los internautas de la intemperie de logaritmos y dulces aplicaciones. Porque la
sociedad líquida empapa hasta pensar que esa amorfa adecuación de los deseos
inducidos es la libertad ansiada. Hay un anuncio que vende un pan industrial
que te permite trasgredir las reglas del pan. ¿Las reglas del pan? Náufragos de
la liquidez del relativismo, en algunos cuadriculan las redondeces muelles, nos
buscamos al otro lado del yo que nos han construido haciéndonos pensar que es
más nuestro que en ningún otro momento de la Historia.
Pensaba
yo, mientras lo leía en el claustro del Monestir de Sant Cugat, en Unamuno, el
relativismo cultural, los viajes, la globalización y la percepción del mundo
desde las pantallas. Recordaba que el autor de Amor y pedagogía había dicho algo así como que
“El fascismo de cura leyendo y el
racismo se cura viajando”
Y eso me hacía sentir mezquino y
terruñero porque no me gusta viajar. Porque en los viajes me siento cliente y
turista y viajar sin desplazarte al lugar que crees conocer ya supera la
capacidad de sorpresa y enriquecimiento. Viajar sin moverte de tu realidad es
una experiencia infinita. Pero anclada en una percepción de universo obsoleta.
Ya
en casa, busco la cita de Unamuno para referenciarlo y no soy capaz de dar con
la fuente. Se ha hecho lugar común (esto son los buscadores): no sé si Unamuno
dijo algo parecido alguna vez. Dicen las
plataformas de frases célebres que lo dijo y eso basta. Con la fe del carbonero
o la fe del creyente. Ni categoría de “fake
news” alcanza. Quizás alguien fantaseó con aquello de que
“El carlismo se cura leyendo y el
nacionalismo viajando”
de Pío Baroja. Ni intento ya
verificar si es cierto que alguna vez lo dijo. Lo cierto es que nunca el mundo
fue tan “ancho y ajeno” (como puso como título Ciro Alegría a su novela de
1941). Todo está tan a mano en su simulacro, todo es tan virtualmente del yo,
que cultivamos la ignorancia supina de lo más nuestro. Ni yoísmo, ni
nacionalismo, ni universalismo falsamente ecuménico. Si el mundo tiende a ser
un parque temático, una franquicia cómoda para superar la “zona de confort”,
viajar es volver a lo mismo en otro lugar, con aviones convertidos en autobuses
de línea transurbanos. Viajar es el
síntoma de un gran negocio disfrazado de libertad y democracia de la movilidad
que financia la gentrificación que Airbnb
y la multiculturalidad de Amazon. Los
cadáveres de ese progreso yacen en cunetas invisibles, bajo el trasiego de maletas
con ruedas de gentes que ríen.
El
nuevo mundo es un paradigma. El exterminio será “soft”, feliz y global, trufado de citas apócrifas como píldoras
para estimular el goce de una realidad que no será más que en los guiones de
los publicistas. Cada uno en su edén privado, con un jardín de mirlos blancos y
tréboles de cuatro hojas, disfrutará de su mundo como si fuera el mundo y buscará
su clonación compulsiva en las lanzaderas que son los aeropuertos más lejanos.
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