“[…]Que el futuro ya está aquí…
Y
yo caí enamorado de la moda juvenil,
de
los precios y rebajas que yo vi,
enamorado
de ti.
Sí,
yo caí enamorado de la moda juvenil,
de
los chicos, de las chicas, de los maniquís,
enamorado
de ti.”
Radio
Futura. Música moderna (1980)
“Ars longa, vita brevis”
Aforismo
clásico (Hipócrates, Séneca…)
Un futuro
cosificado, como un terreno con el que especular. El seguro azar de Salinas
cotizando en bolsa, su víspera del gozo como reclamo para formar a unos
ciudadanos del mañana instruidos como soldados en una nueva marcialidad “soft”, disfrazada, uniformada, con la
libertad y la capacidad del creer que pueden ser dueños de un destino que es,
sin mitologías, de los “lobbys” de
altruismo calculado. Abolido el antiguo lema de que la letra con sangre entra,
los “coach” y acompañadores de los
procesos de crecimiento personal promulgan un “las competencias con el juego se
adquieren” incruento, motivador, significativo y metacognitivo. El aforismo clásico
“Res, non verba”, adaptado por José
Martí en su “La mejor forma de decir es hacer” se proclama hoy en un “Learning by doing” de constructivismo
compulsivo y sin raíz. Porque hay una seguridad en la incertidumbre del futuro
inédita en los paradigmas pasados.
La literatura
distópica enseñaba, como el contraejemplo de los sermones, los carriles del
progreso que conducían a posibles peligros. Pienso en el Farenheit 451 de Ray
Branbury (1953) y su mundo sin libros; pienso en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick
(1968) y su mundo sombrío, hiperanunciado y lluvioso de replicantes humanoides;
pienso en 2001: una odisea en el espacio
de Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick (1968) y su “conquista” del espacio;
pienso en 1984 de George Orwell
(1949) y su mundo vigilado por la omnisciencia controladora; pienso en Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932) y
su mundo hipnopédico, aséptico, controlado y entretenido; pienso en El proceso de Kafka (1925) y su culpabilidad original puesta al día; pienso en
Saramago (Ensayo sobre la ceguera -1994-,
Todos los nombres -1997-, La caverna -2000-) y su tríptico para cambiar
el mundo; pienso en La naranja mecánica
de Antonthy Burgess (1962) y su violencia psicoticofeliz; pienso en La carretera de Corman McCarthy (2006) y
su postapocalipsis; pienso en El cuento
de la criada de Margaret Atwood (1985) y su puritanismo machista; pienso,
incluso, en Las aventuras de Alicia en el
país de las maravillas de Lewis Carroll (1865) y su mundo paralelo o La máquina del tiempo de George Wells
(1895) y sus posibilidades heterocrónicas (con esos Eloi del 802.701 hedonistas
y analfabetos) . Y pienso, claro está, en la Utopía (Libellus De Optimo
Reipublicae Statu, deque Nova Insula Utopiae) de Thomas More (1516) y su
primigenio sentido de “utopía”. Y en la serie Black Mirror de Charlie Brooker (estrenada en 2011) y su
inflamación de la prótesis tecnológicas.
Pero hoy
se vende la experiencia de futuro como un souvenir
anacrónico. La pedagogía mediática hace ciencia de la ficción, comercia con
ortotopías (elido la “u” porque el prefijo negativo griego “ou” del que
procede, no ha lugar: no nos llevan a un no lugar; no llevan al futuro). Será
el criterio forjado en las dinámicas cognitivas el que libremente determine ese
lugar llamado futuro, dicen. El futuro es nuestro, dicen también. Pero como lo
humanístico es inútil (Nuccio Ordine ha dicho algo sobre esto) los ladrillos
del presente no se amasan con letras sino con algoritmos. Y aunque la mente
humana es simbólica, su emoticonización la adocena y jibariza. Los bulos, las
leyendas urbanas, la mala fotocopia de originales falsos que se hace viral sin
esfuerzo ni vocación de restaurador riguroso de palimpsestos pasan por verdad.
Vivimos en un “hoaxis” que es un espejismo sin la lucidez que la resistencia de
un yo común podría darle a este gran teatro del mundo laico. Pensemos en El evangelio según Jesucristo de Saramago (1991). Eso es literatura, ficción
ucrónica, novela histórica alternativa, revisión histórica al servicio del
presente para construir el futuro. La pedagogía, en cambio, diseña estrategias
para gestionar el futuro sin historia, como proyección sistémica que especula
con las seguridades de la incertidumbre porque el futuro puede ser como quieran
los que hablan en nombre de la humanidad con grandes palabras que cifran objetivos
indiscutibles. Pero los procedimientos son más que palabras: colaboración no es
lo mismo que colaboracionismo; cooperación no es lo mismo que cooperativismo;
la solidaridad y el solidarismo se excluyen; el esfuerzo personal se exhibe y
se hace personalismo, y la competencia tiende a filantropía competitiva. La responsabilidad
se hace lastre cuando la de otros tiene intención de sorber sopa boba. La
propiedad intelectual desaparece porque, sinérgicos, empáticos y comunistas
simbióticos, formamos parte de un mundo global pantallizado de optimismo
cándido volteriano, como de interacción entre vecinas que se quieren porque se
conocen de toda la vida. Hiperconectados, megadesconectamos. La ilusión de
aquello de cada uno según su posibilidad y a cada uno según su necesidad, la
inclusión y la valoración de los talentos de 360 grados se pervierte en su
propia ambición. Este comunismo neoliberal 4.0 de poliédricas poliedrias
fractales abarca tanto que solo aprieta a quienes se oponen (aunque su política
de recursos humanos y su manual de estilo de dirección de personas contemple
como fagocitar y convertir en combustible a los disidentes o divergentes –por seguir
con las alusiones a las distopías). Hay un cinismo
sobre la globalización (que es, opino, una globización) que vende como
beneficioso la transversalidad cultural, la deslocalización ecuménica, la
internacionalización del conocimiento, las sinergias interculturales, la
colectivización del mundo. Que buscar el calor y el color de la raíz no permite
hacer crecer alas, parece querer decir su protocolo de actuación. El vórtice
pedagógico de la diáspora de inteligencias está sembrando, bajo la coartada de
fundar criterio en los alumnos, esa dispersión desarraigante. Con el
"flayer" del salir de la zona de confort, de aprender idiomas para
conocer la experiencia del mundo en primera persona, quizás estemos perdiendo
más que ganando, aunque se vende como un “win-win” en esa mercadotecnia del
crecimiento personal como producto en el mercado (con su análisis DAFO).
Nuestro
lugar en el mundo es un no lugar y no es una utopía. Las compañías petroleras de
la película de Adolfo Aristarain siguen arrasando paisajes. Pero son más
nocivas las que, desde el silencio, la complicidad y la inducción empática,
vacían las posibilidades reales al llenarlas de negocio virtual. La alienación que
lleva a la adicción es asunto de los psicoterapeutas de la felicidad. La
palanca para levantar el mundo es ahora un “smartphone”.
Un mundo insoportable conduce a la evasión. El circo romano o el fútbol
enajenan en su socialización. Las redes sociales te acercan lo que está lejos y
te aleja lo que podrías tocar. Si la primera revolución industrial fabricaba
borrachos, la cuarta, aséptica, inodora, induce a los ciudadanos globalizados
al suicidio social del exceso. Las prótesis pueden ser potenciadores de la
capacidad o lastres incapacitadores.
La
comprensión del mundo es transmedia. La todización no es humana. Las personas
sin operar y sin adulteraciones de cíborg deben centrar su atención para
comprender y disfrutar. Todo cabe en un dispositivo electrónico. Todo menos la
vida, que siempre queda a este lado de la pantalla. Entre escuchar a Mozart en
directo dirigiendo una orquesta y empacharse de su música en “Spotify” cabe una gama de posibilidades
muy enriquecedora. El directo es la mejor opción, pero no siempre es posible. Las
plataformas “gratuitas” (con vocación “premium”, de hombre de los caramelos)
hacen posible lo que antes era impensable. Pero un vinilo o un “compact disc” invitan a un ritual que da
cuerpo a la música. ¿Quién queda ahora con los amigos para escuchar el último
disco que se ha comprado? La música, como la literatura, necesita su espacio,
su reverencia, su espera. Llevar las piezas que te gustan contigo a todas partes
vacía por desgaste el gusto, te convierte en consumidor. Es como querer hacer
durar en el tiempo un orgasmo: si todo es orgasmo deja de tener sentido y el
placer deja de serlo por pasar a ser hábito inherente. El placer nace de la
consciencia, de la atención consciente: gozar la música y guasapear, por
ejemplo, es como leer mientras haces el amor.
¡Leer en
digital, por supuesto! Pero leer. No esa destreza de pasar los ojos en diagonal
por un texto para intuir (sin formación ni cultura lectora) lo que queremos que
ponga. Eso no llega ni a interpretación. Leer entre líneas queda para exégetas
y hermeneutas. La biblia digital es ahora Instagram
y los “influencers” son sus
evangelistas y apóstoles. Porque una imagen vale más que mil palabras, claro…
Ni
cualquier tiempo pasado ha sido mejor, ni cualquier tiempo futuro, por defecto
(sí por aspiración) tiene por qué ser mejor. Ni "Es lo que hay",
resignados. Es lo que hacemos. Será lo que sepamos construir sin chantajes de
felicidad ni lastres de melancolía. Una melancolía de futuro, quizás, en la que
Mallarmé y Rimbaud tengan voz: el método de la confianza en la razón y la
fiesta vitalista del progreso, lo apolíneo y lo dionisíaco, el árbol de la vida
haciendo florecer el de la ciencia en sus ramas.
Para hacer el futuro, creo, hay que pararse a leer. La nueva ilustración radical de Marina Garcés, las resistencias íntimas o la penúltima bondad de Josep María Esquirol, el deber moral de ser inteligente de Gregorio Luri, o el diagnóstico de los costes de tanto "empoderamiento" competencial y positivizante de Byung-Chul Han. El ciudadano del mañana nace hoy y debe dejar de ser póstumo: en la intersección generacional, en el diálogo sin sobornos habita el progreso. Y no es una zanahoria.
Dejemos
la futurología para sus creyentes y el entretenimiento de algunos. Que el
futuro es asunto serio, lo construimos entre todos ahora y debe ser mucho más
acogedor que el Arca de Noé.
Estoy de acuerdo en todo, pero también creo que este momento tiene (algunas) cosas buenas. Por ejemplo, el hecho de que haya esas plataformas digitales para acceder a todo tipo de contenido, rompe las fronteras y hace que puedas descubrir nueva música/libros/autores de cualquier rincón del mundo, al margen de lo que la industria de tu país decida por ti. Antes se escuchaba la música que salía sólo en los medios, pero había un mundo fuera que no llegaba a nuestros hogares. Ahora cualquier grupo que empieza o es independiente, puede compartir su contenido sin necesidad de intermediarios (aunque otros se beneficien de ello). Y eso es extrapolable a cualquier ámbito (literatura, cine,etc) Todos podemos de alguna manera, ser autores y distribuidores y eso da una libertad que no había antes. Lo que es cierto y tienes toda la razón, es la forma en la que lo consumimos todo. Ese es el problema. No sé si son hábitos mal adquiridos, o es el hecho de tenerlo tan fácil y al abasto. Creo que en mi caso, tengo “listas en Spoty” para consumir, y otras que son para escuchar… ¿Es eso malo? Para mi es omnicanalidad; Descubres una canción en Spoty, miras el videoclip en youtube, te gusta tanto que te compras el CD en el Fnac, y luego vas a ver al artista en directo. ¡Puede ser compatible!
ResponderEliminarHay que buscar el lado bueno, si no, estamos perdidos ante el panorama que hay.
Un beso
Yo también creo, querida Clara, que hay mucho bueno en lo que vivimos hoy. Pero desde dentro de lo que la propuesta educativa "vende" me resulta difícil hoy ver esa "omnicanalidad" que tan acertadamente utilizas para acceder a lo que te interesa. Hay, creo, una tiranía de la novedad que fagocita casi toda posibilidad de disidencia. Tu percepción, más avanzada que la mía, claro, ya no es la de los adolescentes de hoy. Gracias por tanto, Clara. El lado bueno, como en todo, tiene su complemantario malo. LO bueno y lo malo, creo, viven hoy confundido en una crisis de valores supeditados al clientelismo y la felicidad fácil y mediática.
ResponderEliminar