“Los dioses son dioses
porque no se piensan”
Ricardo Reis (Fernando Pessoa)
Ahí estás otra vez, demiurgo maculado,
desde tu vida perecedera, dando eternidad al mito:
asistes el parto (el celo umbilical asegura la presencia
del protagonista tras el paréntesis de sombra),
sacerdote
de la deidad transgénica.
Humilde ebanista del conglomerado,
José, con su vara de lirios,
mira a María, inmaculada
y aséptica,
que busca imaginarios palomos
tras los pastores indignados
que ante ella se postran a desgana.
“¿Dónde está la pasión
de la concepción divina?
Zeus ha sentado la cabeza
y, tímido y casto, se palomiza para amar…
Sexo-alquimia-sin carne”
-piensa el padre putativo
(sin saber que la pasión vendrá después)
Jesús juega
con los clavos oxidados
del comedero
que como cuna improvisó José.
El buey y la mula no miran el cuerpo de cristo,
rebuznan y mugen por la ocupación de su pesebre:
el niño, ajeno a todo,
es cuerpo presente
de un alma excipiente.
Los reyes, oro, incienso y mirra,
vienen de occidente, estrellados,
para regalar insatisfacción.
Sobre el mueble, habitando una esfera de cristal,
Santa Claus ríe en su líquido amniótico
por el zarandeo de los niños, ignorando el milagro:
nieve de poliestireno expandido
para un universo comprimido y abarcable.
Tú quieres cambiar, ser ese cambio esencial
que este microcosmos, orlado de espumillón,
contempla impasible y reiterado cada navidad
como un juego de espejos estampado.