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Paco Minuesa. "Un llibre per escriure, dia a dia" |
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Crecimiento sobre la cultura. Basa, columna y capitel: estructura para mantener arquitrabes y futuros. |
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En un tiempo de iconoclastias, un nieto, Miguel Quiroga de Unamuno, sigue posando con el maestro Unamuno hecho arte por Victorio Macho Rogado (Hendaya, 1929) para la Facultad de Filología en el palacio Anaya de Salamanca |
Marina
Garcés planea una nueva ilustración radical. Kant nos instó a atrevernos a
saber. La mayoría de edad ontológica del hombre siempre pide su reválida, ahora
con coartada pedagógica en ese aprender a aprender que, lejos de Sísifo,
fertiliza el pensamiento humano. Pero “aprender a aprender”, más allá de su
consigna de mercadotecnia con la neurociencia como aval, no es solo el
resultado de un proceso programado en una secuencia didáctica estandarizada.
Contra la retórica innovolátrica, subcontrata del mercado y su prebenda
tecnologizante, el intelectualismo moral del maestro. Sí, maestro. No del “coach-monitor-dinamizador” de contextos
pseudocognitivos motivantes y útiles para el encaje social en ese futuro tan
incierto que nos venden. Maestro de alumnos. Alumnos que son su centro de
interés porque todos somos partidarios del futuro y de la felicidad, pero no
todos lo somos a cualquier precio.
Me
niego a aceptar el determinismo de la inteligencia con los ojos, felices, cerrados.
Porque inteligencia no es igual que sabiduría, ni pensamiento es sinónimo
perfecto de razón. Una visión panorámica de la evolución muestra la evidencia
del progreso humano. Leer a Antonio Rodríguez de la Heras ilumina desde el
presente con vocación de futuro ese itinerario. Un progreso en progresión
geométrica que debe ser el nuestro, el de las personas. Habría que acordar,
pues, que quiere decir ser humano, qué tenemos todos las mujeres y los hombre
en común para ser lo que somos, para acordar qué queremos seguir siendo y para
amparar la memoria de lo sido como referente de las mejoras. Basta para el
ejercicio mental poner el retrovisor en
el cambio de siglo entre el XIX y el XX, aunque bastaría poner la mirada
veinticinco años atrás porque veríamos la misma tendencia pero acelerada. La
filosofía de la sospecha alimenta el pensamiento mientras la ciencia empieza a
alicatar de bienestar material la vida. La matemática y la razón dan a luz la
lógica simbólica y esta a la eficiencia de lo binario que acotaba la ambigüedad
en el lenguaje natural. La razón era poderosa en su sistema arbitrario de
inducciones y deducciones, pero pensar en binario agotaba a los pensadores.
Pero no a las máquinas, con una paciencia y una asepsia emocional infinita. La
programación de los algoritmos estaba en pañales, pero nacida. Esa criatura
mesiánica iba a revolucionar a la humanidad con su facilismo protésico y
ubicuo. Todos queremos llevarlo en el bolsillo porque todo tiende a estar
diseñado ya para hacerlo realidad desde la pantalla que lo representa. La
inteligencia está triunfando. La suya es una victoria pírrica sobre la
sabiduría. Puede haber inteligencia artificial, pero no sabiduría artificial.
La tecnología tiene su mística (un paseo por ventanitas de “youtubers”, “influencers” y “gamers”
lo hace evidente). Neomística neoliberal clientelar que capta turistas de la
vida. La purga destila lo humano: iluminada con la luz led de la pantalla
(versión técnica de la ciencia infusa) puede alcanzar el orgasmo de la fusión
con la globalidad de la nube. Las sinapsis de la nueva divinidad se alimentan
de datos que algoritmos esclavos de constancia eterna (que llamamos “cookies” por aquello del simbolismo para
vencer la inefabilidad, herencia humana) sitúan en la conexión idónea para que
la pantalla ofrezca lo que el sistema algoritmea que apetece el empantallado. Esa
inteligencia es consecuencia de nuestra inteligencia que está saboteando
nuestra sabiduría. La intuición, esa forma de pensamiento entre lo animal y lo
domesticado, se anquilosa ante la precisión facilocéntrica de cualquier
aplicación, a un barrido digital, con toda una empresa lucrativa y usurera en
su “nube” pendiente de tus deseos. Del mono al código de barras invisible hay
mucho ganado y bastante perdido. Pensar es razonar, con la intuición y los
sentimientos como escuderos, como lastre o como impulso. En el diálogo entre
razón, sensación, memoria y pálpito crece el pensamiento en un cóctel cuyas
proporciones deben responder a la necesidad del acto de pensar concreto. Si eso
debe calibrarlo un algoritmo con una memoria de estadísticas y un cálculo de
posibilidades, la inteligencia humana se ha vendido a unos intereses ajenos al
pensamiento. Más eficientes pero deshumanizados. Inteligencia humana,
inteligencia artificial y pensamiento deben complementarse necesariamente pero
para esa sinergia es imprescindible no abandonar lo humano como estamos
haciendo. La injerencia es tan obvia que la anestesia de su éxito nos ciega.
Somos víctimas de nuestra inteligencia.
Donde
no se cultiva la costumbre no puede haber desacostumbrarse y mucho menos el
cacareo del desaprender. Las vanguardias históricas nacieron, iconoclastas,
para abolir el antiguo régimen mental, disruptivas, lúdicas, intelectuales o
prurito de pulsión. El sistema las fagocitó, les puso precio y ya son
patrimonio de los museos. La revolución de nuestros días nace desde el sistema.
Es inevitable no pensar en El maravilloso
y valiente nuevo mundo de Aldous Huxley (con La tormenta de Shakespeare en su médula de memoria cultural) o el
gran ojo de la macropantalla caleidoscópica del 1984 de George Orwell. El progreso es una manga churrera de última
generación: su émbolo nos empuja a todos por nuestro bien hacia la embocadura
que llamamos futuro. El pasado queda al otro lado, ciego. El presente es
presión sin violencia aparente: las burbujas de los emoticonos nos protegen en
el tránsito hacia quienes debemos ser en nuestro beneficio, que es el del
universo global.
En
la antigua ilustración el talento cognitivo humano cuajó en un espejo de Alicia
al que llamamos Revolución francesa. Kant había sido capaz de aunar empirismo y
racionalismo y nos regaló las categorías a priori del pensamiento y los
imperativos categóricos. El tiempo, el espacio y la causalidad eran las gafas racionales
con la que poder ver el mundo nouménico, muy suyo y nada nuestro. Así,
fenomenológicamente, el universo podía ser nuestro y nuestras acciones morales
se regían por la legislación universal de la razón. Los algoritmos (que no son bichos, ni un virus invisible y
magmático, sino producto de la
inteligencia humana) abolen el espacio, el tiempo y la causalidad. La
abolen como forma de ver humana y la hacen monopolio de su interés (que no es
el nuestro, sino el suyo, el de quienes comercian con la comodidad y la
libertad proclamando la salida de la “zona de confort” y la felicidad de la
elección entre infinitas posibilidades). Y la vida humana es finita, enraizada
en un tiempo, un espacio y una causalidad en las que las causas y los efectos
eran nuestros (las personas podían ser dueñas de su destino –Shakespeare
dixit-) y no coyunturas al albur de la matemática binaria programada.
Borges
inventó la biblioteca infinita y los jardines con senderos que se bifurcan
(podíamos estar en el París de Cortázar, en Comala, en Vetusta o en Macondo a
la vez al bifurcar la bifurcación). La dualidad algorítmica nos priva del
tiempo y del espacio en sus infinitas bibliotecas. Un libro es tiempo y espacio
quintaesenciados, localizados en el espacio y retenidos en una porción del
tiempo en su fluir. Un libro o un disco. El
infinito en un junco según la
trascendente formulación de Irene Vallejo. Una acción intelectual concreta,
abarcable, balizable, distinguible del todo. Un libro o un disco físicos,
quiero decir: con su cuerpo, sus dimensiones, sus surcos, su materialidad. En
la pantalla infinita siempre hay más. Y muchas “viejas del visillo” en forma de
“banners” que viven con tus
audiciones o tus lecturas y que importunan como moscas cojoneras para que
disfrutes de la posibilidad de dejar de hacer para motivarte por otra actividad
más estimulante. Saltar en la libertad de una nueva versión de la biblioteca
infinita es el eslogan de “Spotify” (esa gratuidad tan cara para la cultura).
Cuando todo es posible, concretar algo se hace imposible. El multicentrismo
solo engendra desconcentración y sus diagnósticos médicos (que a su vez son
causa de una consecuencia cuya causa es la propia consecuencia). Por eso la
imagen del lector del cuento de Cortázar “Continuidad de los parques” (de Final de juego) es tan necesaria ahora
que nos hacen vivir con la “Casa tomada” (Bestiario,
de Cortázar también). Dirán los optimistas de este progreso sobrevenido que
siempre tenemos voz para reconducir (nunca el mundo ha sido tan democrático) la
dirección del mundo. ¿Pueden las piedras detener la lava de un volcán? ¿Pueden
las manos ser dique de las olas? Pues eso.
Sócrates
en la caverna de Platón que hoy es un centro comercial si arquitectura. Cada
uno en su cueva, con la mente puesta en ese viaje transoceánico tan necesario
para conocer el mundo –aunque siempre se coma en el McDonald’s de turno-
dialoga con ese “coach” que le dice
lo que quiere oír (y que el sistema le ha inducido a desear querer). Las
sombras de las representaciones de los objetos que son concreciones físicas de
la idea del plano inteligible se visten de única realidad posible. Sócrates
aceptó la muerte y muerto sigue. Ahora solo puede ser una realidad virtual al
servicio de las luces que dan vida a su holografía.
La
cultura de ahora es otra de la cultura tal como la conocíamos. En la
prostitución de la lengua, hablamos ahora de cultura de empresa cultura de
organización. Arte monetizado, hay que entender: dinero sin billetes, virtualizado
en la perversión de las criptomonedas. Las nuevas pedagogías abominan las definiciones: las ponen como ejemplo
anticompetencial mientras caen en el tópico de las fracciones y el pastel o de
la educación para la vida. La disolución en el relativismo absoluto predispone
a todo siempre en todas partes. Esa es la oferta. Todo concentrado en un
terminal, en un dispositivo. Y sin raíz no hay vuelo de fruto. Si todo es vuelo
no hay siembra o hay siembra sin arraigo, engendramos superficialidad. Sin
criterio, la libertad de elección es una tortura, un océano de naufragios, una
felicidad trufada de frustraciones.
Nuestro
legado es el futuro. Los hijos, los alumnos, no merecen esta traición, esta
insolvencia, esta estafa del progreso. Educarlos desde el humo con discurso
mesiánico y cientifista seca la raíz y corta las alas. Sin historia no hay ni
presente ni futuro. Sin maestros no hay posibilidad humana de avance. Si el
mañana que estamos sembrando ha de ser un lugar sin espacio ni tiempo ni arte
sí que lo estamos haciendo muy bien.
La
sabiduría de mañana ha de ser el patrimonio de la educación de los aurigas
contemporáneos, capaces de conducir con su intelecto la dirección de los
caballos desbocados en un carro alado en el que el deseo y el coraje escuchen
la voz maestra y sepan escapar de los cantos de sirena de las coyunturas
magmáticas de los intereses ajenos. La paradoja ilumina la perplejidad: una
sociedad globalizante disfrazada de socialismo humanista cooperativo y
ecuménico con intereses capitalistas. Lo que quieras, como quieras y cuando
quieras es un deseo insostenible. Ni el planeta ni las personas pueden aguantar
esa libertad de elección sin responsabilidad social. La educación ha de ser el
molde moldeable de los deseos, el auriga para navegar en el pozo sin fondo de
las pantallas. El “scroll” posibilita
un desplazamiento virtual, un moverse estático infinito. El rollo de papiro o
el papel continuo, siendo menos ecológicos (supuestamente –que hay mucha propaganda
del ahorro en deterioro de la naturaleza de la virtualidad y está por comprobar
su impacto en el medio-), situaban al lector en unas coordenadas
espaciotemporales. El desprecio del dedo sobre el espejo del mundo mueve los
cangilones de una noria de sangre. La zanahoria del futuro perenne abre horizontes
en las pantallas que eclipsan el paisaje. La esperanza pedía fe y espera. La neofelicidad
demanda, en su linealidad progresiva cuántica, bienestar tecnológico y eficacia
eficiente estadística.
Sócrates
se ha quedado sin alumnos. Se han matriculado en la competencia pseudosocrática
que, en un universo inflamado y gaseoso, desde el ara de su templo asperja eclipses
de rituales, incitaciones al exhibicionismo en la opacidad de a transparencia,
búsquedas de lo nuevo en los cauces establecidos, sustituciones de erotismo por
la pornografía, degradaciones de la contemplación de la belleza por simulacros
encapsulados, engranajes de subcontratas para un falso bien común de
caleidoscopio de felicidades. Todo ello muy personalizado, “ad hoc”, “ad personam”.
El sueño de la razón produce monstruos. La razón estimulada con la anestesia de la
hiperactividad transforma los monstruos en “challengers”,
en motivaciones para la autoexplotación y la superación. Desde la lucha contra
el cáncer a la sumisión al sistema. El mérito (y el fracaso) es del individuo
tratado por la mercadotecnia como persona. El pensamiento es inteligencia
racional más otras cosas. Discernir pide pensar con la razón, con el corazón
(que co-razona) y con la piel. Asertividad sin empatía ni compasión es el axioma
de los departamentos de recursos humanos que proclaman lo contrario de lo que
aplican.
Factualidad y relato. Los hechos (del
pasado, del presente) sobreviven en una ficción impuesta y aceptada por activa
o por pasiva. Basta con leer la publicidad para conseguir un banco de
argumentos. La lista de los reyes godos como caricatura de la inutilidad de la
memoria. En una programación académica actual, lo factual siempre chirría.
¿Puede haber conocimiento sin memoria, sin datos en la memoria? La subcontrata
de la memoria del disco duro (interno o externo), de los “pendrives USB”, de los obsoletos deuvedés o del “iCloud” nos hace más vulnerables, nos
desnuda, nos alquila. Un botón (una voz muy pronto) abre el universo ajeno de
nuestra propia memoria. Un icono te puede llevar hasta tu madre o tu hijo en la
otra punta del mundo o a la escritura cuneiforme o al penúltimo “meme”. Pero
cada vez más la “realidad” te llega sin que la busques. La comunicación es ya
un asunto de deseos “adivinados” y de dibujos animados para cifrar el mensaje. Una
junta o una conferencia buscan la estética y el estilo de Animal Crossing. Un construccionismo falaz (que caducó en los años
setenta del pasado siglo) que degrada el constructivismo de un Mallarmé o un
Valéry y lo vende desde el vitalismo de un Rimbaud. La caricatura deja de ser
anécdota para ser categoría y el antiintelectualismo se filtra en todos los
ámbitos de la sociedad para sembrar un terreno abonado para la manipulación. La
tradición es acusada de idolatría al pasado y de retroutopía: la eutopía será
fruto de las pedagogías de la facilitis, en lucha fornitiana contras las
molestas distopías de mal agüero.
Mantras, estribillos del pop pedagógico
buenista: aprender a aprender, aprender a enseñar, enseñar a enseñar, enseñar a
aprender, enseñar a aprender a aprender. Sin aprehender conocimiento real, sí edulcorando, implementado y gestionando “conocimiento
significativo” y competencial evidenciado en los estándares evaluativos
consensuados y sistematizados para el “empoderamiento” de los ciudadanos del
futuro. La factualidad divorciada del aprendizaje, trámite molesto y arcaico
ante el esplendor de la ficción virtual de imaginación domesticada por la
máscara de libertad del autoritarismo racional de los algoritmos programados por
el poder (esa conjura simbiótica y usurera de los poderes). Las palabras
significan en lo que denotan, en lo que connotan y el la semilla de historia
que también son. Hablar de “competencias”, o de su subordinada la “habilidad”,
y no de “destrezas”, nos está diciendo lo que oculta: se negará pero competimos
en competencias. El oropel del cooperativismo, de la comunidad solidaria
colaborativa, es más un colaboracionismo con unas inercias impuestas que una
filantropía de arcadias posibles. El sistema se blinda de las discrepancias
tolerándolas porque sabe que el engranaje es muy sólido: cada persona que
contribuye lo fortalece y contribuye a hacerse prescindible desde su entrega a
la causa del supuesto bien común y el progreso burocratizado. Falsas jerarquías
horizontales pueblan las empresas del mundo con su reclamo de valores añadidos
de cartón piedra. Hacen falta más escribientes como Bartleby. Moby Dick puede habitar en los despachos
y las aulas: “preferiría no hacerlo” para una rebelión en la granja del mundo.
El autoritarismo latente en la amabilidad del sistema necesita personas
educadas con perspectiva para conocer, conocerse, pensar y decidir sus acciones,
sin automatismos ni determinismos agazapados en el parque de atracciones de
cada día. El profesor como referente contra el que crecer es cosa del pasado:
el profesor, alumnizado, coleguea
contemplativo y con el criterio desorientado, tan cercano a los intereses de
quien debe estar aprendiendo que aprende sin enseñar a ser el que ya no puede
ser por edad. Se han invertido los paradigmas, se ha parvulizado la docencia
por una empatía mal diseñada, perdida en retóricas y metáforas organizativas
tan complejas que pierden fuelle al llegar al nivel de concreción importante. Necesitamos
maestros como Juan de Mairena que reeduquen
a los pedagogos que forman a los formadores de futuros.
Transición desde la vivencia analógica
hacia el Humanismo digital. Los jóvenes sabrán construir, si no se dejan cegar
por el soma, si son en la cronología del mundo la cremallera del pensamiento
crítico que crece sobre la sabiduría legada, el mejor de los mundos futuros posibles porque
lo hacen posible. Si educamos en la adecuación personalizada que complemente
emoción, cultura e inteligencia de saber pensar, seguiremos siendo dueños de
nuestro destino desde esa extensión del futuro que ya estamos siendo. La cultura
es humanidad. Y la humanidad necesita vivir bañada en humanismo, esa felicidad
acuñada por cada persona en la combinación precisa de las dosis de igualdad,
libertad, seguridad y fraternidad necesarias para ser en sociedad.