En el cesto de la ropa todo era uno.
Luego, al sol y al amor del orden de las pinzas, bragas, calzoncillos y
sujetador, expuestos y marciales, ondeaban como hojas de parra avergonzadas.
domingo, 29 de enero de 2017
sábado, 28 de enero de 2017
Ósmosis II y III
El
conato (o aborto) de novela de la entrada anterior pedía un parto trigémino. La
substancia del verbo y los argumentos que reparte desde su atalaya quedan
patentes en estas propuestas gemelas, origen posible de historias muy
diferentes a la primogénita.
¡Buena narración, novelistas!
Podrías ser mi hija. Pero no lo eres.
Podría ser tu hija. Pero no lo soy.
viernes, 27 de enero de 2017
Ósmosis I
Ni
microrrelato. Hiperbrevedad. Una pista minimalista sobre la que construir un
argumento. Sin título que determine desde su escaño los hilos de la trama que
tejerá el lector. Literatura interactiva: una oportunidad para concretar con
libertad las posibilidades que preñan un indicio de historia. Iceberg al amor
del calor de la imaginación submarina. Sin imagen que pastoree, denotativa, el
rebaño de connotaciones que campa sin redil.
Un
homenaje a Augusto Monterroso: para que viajar al centro de la fábula se
multicentre y los dinosaurios puedan también no estar cuando se despierta.
Una
secuoya dentro de un bonsái. Una novela que habita en un haiku. Un instante
lleno de horas. Reciprocidad. Interpenetración: que el soluto de las grafías
quede a este lado de la pantalla y que confluyan y se mezclen las disoluciones
y den vida a la palabra, la alumbren en la vislumbre de sus ecos.
Guiño. Intento
de seducción. Fragmento de un todo promesa. Tiempo regalado para pensar, soñar
o geometrizar. Economía sin usura.
Primero de
los relatos osmóticos.
Podría ser mi hija. Pero no lo es.
martes, 24 de enero de 2017
El afilador 3.0
Primero de los artículos que van a ir
dando fondo a este cajón sin mueble del recordar. La sección se llama
“Costumbrismo en la descostumbre” y pretende dar presente a la transición,
hacerla visible, palabrizar el aire que va de trapecio a trapecio o recoger al
trapecista del fondo de la red y hacerlo museo. En tiempos de tópicos hechos
axiomas como el de “desaprender” para
“aprender a aprender”, en esta época que tunea el “carpe diem” y lo
vende como un “mindfulnes” desasistido de “memento mori”, la
costumbre suena a rancio. Y no es Cortázar quien, iconoclasta, reinventa la
mirada y la hace juego contra las costras y lastres del mirar viciado: son los
intereses comerciales los que mueven los hilos de esta promesa de felicidad que
debe ser la vida.
Somos cadáveres del progreso. Siempre ha
debido de ser así, pero los ritmos eran otros y la consciencia de extranjero en
tu presente, supongo, era menor. Somos el abono del futuro, algunos incluso
fertilizante vivo. Los árboles que nos nacen ignoran sus raíces porque hay
demasiada prisa por ser hoja o fruto. Germinar desde abajo, con la sombra, se
hace muy difícil. Y ser sustrato del cambio no está mal del todo, si no te
obligan a ser árbol también.
Hoy se celebra Sant Antoni Abad, “Sant Antoni
el del porquet”. Aunque fue el 17 de
enero, en Sant Cugat la rúa de “Els tres
tombs” sale el domingo siguiente a esa fecha. Con pasado agrícola y sin
presente rural, la costumbre de la cabalgata (que, que yo recuerde, nunca ha
dado tres vueltas a nada, pero que conserva el nombre de su origen de darlas a
una hoguera o a la iglesia con la imagen del santo) y las bendiciones a las
mascotas (reducto doméstico urbano de la convivencia entre humanos y animales)
marcan, con forma de roscón y lucimiento, un hito temporal en el año y un
motivo de fiesta dominical.
Pero no ha sido este vestigio de engalanamiento
campesino el que me ha sorprendido hoy. Se
ha suspendido por motivos que ahora desconozco: previsión meteorológica quizás.
Mientras bajaba hacia el Monasterio desde las alturas de los antiguos viñedos
que ahora son Coll Favá, he oído el sonido de la flauta de pan del afilador. Me
ha extrañado por el día, por la potencia del sonido y por la entonación de la
melodía, melismática y sin la suciedad que el soplar le confiere al
instrumento. He pensado que era la banda sonora que este año habían puesto a la
cabalgata. Ignorante de la realidad, he imaginado que las rúas iban a ser,
desde ahora, temáticas (de oficios perdidos o en extinción, por ejemplo –como
los “traginers” o arrieros mismos protagonistas) y que en este 2017 se
homenajeaba a los amoladores.
En el trayecto, al amor del sonido, he revivido la
imagen de aquel señor con bigote y gorra, delgado, que me recordaba a
Tutankamón, con su rueda verde, buscándose los utensilios afilables por las
calles de un Sant Cugat pueblo. Lo he visto en el empinado adoquinado del
carrer Endavallada, parado, chiflo en boca, alternando la frase musical,
siempre la misma, con la coletilla discontinua del grito “¡el afiladooor!”. Su
pito de plástico subía y bajaba la escalera musical sin solfeo. No recuerdo si
reparaba también paraguas. Supongo que no porque este afilador era el eslabón
entre los antiguos lañadores-paragüeros y los comercios chinos actuales.
Restañar las heridas de los objetos ya no era oficio ni entonces. Él caminaba
empujando su fábrica, los que heredaron su trabajo ya iban con su empresa en
bicicleta tuneada o en motocicleta. La gran rueda motriz se motorizó y el
esmeril de tracción humana pasó a ser mecánico. La banda sonora, la misma, con
interferencias.
Pero el afilador que ha eclipsado el Sant Antoni de hoy
iba en coche. Un altavoz minimalista como una sirena atalayaba el vehículo.
Nadie a su alrededor. Un maletero abierto con la mola y unas mantas para
proteger el habitáculo de las chispas era su taller ambulante. Como faltaba
bastante para las doce he decidido seguir su jornada laboral. Sin dejar de
hacer sonar su reclamo (como una versión “new age” o “chill out” de la escala
original –de la que deberían aprender los tapiceros y otros voceros enlatados-)
ha parado en cuatro puntos del barrio. Ni una sola persona se ha acercado en
media hora con sus herramientas de corte para hacerlas más eficientes. Quizás
debiera hacer pedagogía de su oficio, aclarar que es muy profesional, que su
esmeril y el ángulo de fricción es el idóneo para cada utensilio, que mima
cuchillos (carniceros, jamoneros…), hachas y tijeras. Que sabe combinar piedra
y agua para construir el filo más adecuado. Que aprendió enriqueciendo bordes
de katanas… Pero nadie ha necesitado su maña afiladora. Y, rodando y sonando,
ha desaparecido con el portón del maletero y la sinfonía minimalista abiertos
de par en par hacia la nada. Mientras, el afilador ocioso iba saboreando el
humo de un cigarrillo que limaba con su asperón evanescente el aire.
Me lo he imaginado como el Coloso de Rodas, solo entre
la multitud ausente: un pie en cada orilla del progreso, aguantando a fuerza de
aductores el desplazamiento de los tiempos, de su tectónica de placas, abriéndose
de piernas progresivamente hasta caer, náufrago, al canal de la escisión
inevitable. Lo intentó, pero la cultura de lo desechable no recicla lo
reciclador si no es un negocio al por mayor más.
El afilador, al ralentí y al arrullo de su banda sonora,
fumaba sin clientes y con todo el domingo por delante para disfrutar de su
oficio.
miércoles, 18 de enero de 2017
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