domingo, 9 de agosto de 2020

El paralelismo ucrónico de las vidas posibles entre el determinismo y el libre albedrío. Las alternativas presentes del presente

 

 

     Atardecer en el templo de Debod: 

centro osmótico de las historias del argumento

 

Hernández Rabal, Andrés (2020). Atardecer en el templo de Debod. Barcelona: Resistencia Literaria, Narrativa

 

                   Los hombres, a veces, son dueños de su destino

                                                        Shakespeare el Julio César

 

         La dualidad rige toda la trama. Lo real y lo posible. Lo posible y lo real. De la ficción, claro. Spinoza y Borges: la filosofía y la literatura; Nicolás o Miguel; Mónica o Sonsoles; Almudena o Sonsoles; John o Gerardo; Jéssica o Dolores. Lo que viene dado o lo que se busca. Quién eres o quién puedes querer ser.

         En la estela de Paul Auster, con Sísifo como referente del eterno retorno. 4, 3, 2, 1: 1, 2, 3, 4. Archibald Isaac Ferguson es Miguel Hernádez Gilabert-Nicolás Espinosa (“Nicolás” por Maquiavelo y “Espinosa” por Baruch). Y las posibilidades  las da la una Wikipedia paralela a la común en la que el “googlearse”, el autosurfing internaútico, nos adelanta lo que todavía no hemos vivido. Como La cantante calva de Ionesco sin absurdo, vivimos lo vivido sin vivir como un juego de expectativas que nos condicionan pero sobre el que podemos modelar las acciones para determinarnos el futuro. Hay una fractalidad en la realidad y el deseo que es responsabilidad del sujeto atractor de objetos.      

         La novela despliega su argumento en cinco partes que viene determinadas por un prólogo. Miguel-Nicolás, un filósofo de treinta años convertido por la necesidad nutricia en burócrata, aparece en la escena narrativa, narcisista, contemplándose en un espejo. Cree que se conoce. Vive en una reiteración absurda de la obligación. Vive también de los pensamientos que consigue ordenar en libros: ha escrito dos, autoeditados; pronto sabrá que será la literatura filosófica  la que le permitirá vivir la vida que quiere vivir. El poder de la seducción y Doble secuestro han de ser la semilla de unas posibilidades que dependen de la seguridad que da creer que se conoce el futuro. El determinismo rebaja su condena a libre albedrío: en la proyección objetivada de los deseos está parte de su materialización futura. La interacción entre los personajes, con el narrador en tercera persona como demiurgo, provoca las consecuencias. Un narrador en el que hay una parte del autor de la novela, Andrés Hernández Rabal.

         Cada uno de los cinco capítulos está titulado con el protagonista dual (seudónimo y nombre; nombre profesional y real) que provoca con su acción la acción narrativa del protagonista, presentado en la “Introducción” y la primera parte-capítulo, “Nicolás (o Miguel)”. A su vez, cada parte se subdivide en breves secuencias con títulos que son avances del asunto: cuatro capitulillos tiene la primera; la segunda, “Mónica (o Sonsoles)”, tiene diez; trece tiene la tercera, “Almudena (o Sonsoles)”; “John (o Gerardo)” tiene cuatro; y la quinta, “Jéssica (o Dolores)”, tiene cuatro, “Epílogo” incluido. Es una arquitectura inteligente. El motivo generador de la trama podría agotarse pronto pero Andrés Hernández Rabal sabe gestionarlo para que rinda y sorprenda, un poco lastrado de moralina a veces. La expectativa abierta para las siguientes páginas está muy conseguida. El estilo conseguido en sus dos libros de relatos anteriores, El círculo vicioso y Universos adyacentes gana en cuerpo y estructura al hacer de la literatura tema sobre el que gira también un argumento hecho de realidad y deseo, de presente y futuro. Como si el tiempo fuese un haz infinito de presentes reversibles y pudiésemos saltar de un hilo temporal a otro en cada aquí y cada ahora: eterno retorno y mundo paralelos con tangencias provocadas. Las dos obras futuras de Miguel-Nicolás: La metafísica de lo cotidiano y El Librepensador, en un juego de espejos de ficción cervantino (o, por ponerlo al día, un recurso de realidades aumentadas a lo Gustavo Faverón en Vivir abajo) son motivaciones de futuro que fundan presente. La seguridad de la expectativa convierte la adivinación en camino de progreso personal. Porque el valor oracular de la Wikipedia es personal e intransferible como información: hay que transformarlo en acto. Entonces sí que puede compartirse el privilegio de saber: cuando es ya una realidad. A eso juega el narrador para atraernos con lo narrado. Puede que lo que se cumple solo sea una consecuencia del un suelo comatoso. Puede que lo que pasa sea realidad (en la ficción) y que el recuerdo de lo que se creyó real incida en lo que acabará siendo vida.

         Las perspectivas desde las que están presentados los personajes, que parecen una cosa y acaban siendo otra, dan al argumento la justa profundidad que necesita el interés lector: están al servicio de la historia, se funde, se confunden,  dialogan entre ellos sin hablarse. El sexo, la amistad incondicional, la tensión sexual, la infidelidad trufan la narración de giros en los momentos oportunos. Incluso un personaje como Gerardo Cuenca-John Spencer, el más lineal de todos, el candidato a ser antagonista, el felón, el aprovechado fanfarrón, matiza su antipatía con dosis de grises humanos que se agradecen. Dolores, la “lectura beta”, la amiga que es bajo continuo en la sinfonía de esta novela es, para mí, el personaje mejor logrado. No tiene ningún capítulo propio: cuando aparece su nombre en la quita parte ya ha logrado el narrador la alquimia del desenlace.

         En ese haz de posibilidades que es el argumento de este Atardecer en el templo de Debod hay anillos de presionan las distancias  y aúnan en tiempo y espacio reconocible la diáspora de las acciones: los libros en el limbo de una publicación futura que vuelven desde el pasado del trauma onírico ara hacerse presente y fundar futuro; el atardecer en el templo de Debod; el brillo del anillo Poétic de Chaumet; una felación; la prostitución hecha amor (con un guiño a Pretty Woman). Casualidad o destino, posibilidad cultivada o azares cruzados. En una mano, la opción de acabar la narración que es la vida; en la otra volver a un camino que siempre corrió paralelo, oculto en su evidencia (en la ficción y en ese embaste en que se pespuntea la vida sobre la que rematar como sastres la existencia).

         Lo extraordinario puede fundar lo ordinario, esa rutina que nos asegura la senda vital en la que ser desde las decisiones que queremos tomar. Las señales del destino son proyecciones desde el presente. Triunfos y fracasos son parte del carrusel de vivir que hemos sabido construir. Y esa trama vital debe haber espacio para lo onírico: desde el inconsciente causado por un accidente o desde la libido subconsciente que abre la conciencia consciente.

         Atardecer en el templo de Debod es una buena novela, una novela en la que la historia apunta hacia unos sucesos que no pasan y que obliga al lector a ir replanteándose el argumento. La primera finta en las expectativas argumentales siembra la intriga cultivada hasta el final de la historia.

 

 

 

miércoles, 5 de agosto de 2020

Entre las grietas de la historia y la fe crecen los relatos. El peregrino desolado de José Ortega: los veinte años perdidos de Yahshsuah encontrados en un ensayo-ficción

 

 

         Ortega, José (2019). El peregrino desolado. Los años perdidos de Jesús. Málaga: Ediciones Corona Borealis.

 

 

La novela de José Ortega nos hace entrar en el paréntesis de los años ignorados de Jesús. Con él podemos imaginar y recrear el tiempo en que el Peregrino desolado se busca y se encuentra para poder después darse al mundo. La hipótesis por una formación vital en la cultura egipcia conecta los dos universos intelectuales del autor: la cultura antigua, con Egipto como centro, y la bondad. En esta novela, en este ensayo-ficción, la formación de Yahshuah es revelación de pasos hallados en el limbo histórico de las palabras sagradas: la herencia cristiana de Maat. Al calor de la hoguera de hogar del libro nos contaremos una historia que nos hará mejores.

José Ortega, abogado del mar y de la bondad cifrada en actos, nos habla para que sigamos aprendiendo a ver, nos enseña para que podamos aprendernos en la brecha que hay entre la verdad y el relato, entre la espiritualidad y la materialidad de ser. La serenidad de su discurso, diletantemente fértil, se nutre de hiperactividad e introspección. Diez novelas ha publicado, incontables son los pleitos, en todos los frentes jurídicos, trabajados (su Manifiesto 2012, una propuesta de reforma de la constitución al margen de la carrera electoral, es paradigmático de su esfuerzo por hacer justa la Justicia, democrática la Democracia y para hacer eficaz al activismo al margen de los activistas de sofá). Desde Gilgamesh y la muerte, 1990-1995 (primera parte de las tres del ciclo: luego vinieron Khol, el príncipe pálido y La piedra resplandeciente –ambos de 2001-) hasta El peregrino desolado (ahora está enfrascado en una novela sobre la pandemia de la Covid-19 en la que su azacaneo legal ha sido extenuante) nos ha enseñado desde el placer de la lectura con novelas como El último sueño de la mariposa y El árbol de la vida (2012), Camino al paraíso , La tumba y Mi hombre ideal (2013) o Nafuria (2018). En El sol, la luna y las estrellas, con una intención más ensayística podemos apreciar también la trasversalidad de su conocimiento, hecho de inquietudes, trenzado desde la trascendencia humana que forja en la antropología, la historia, el pensamiento político crítico, la literatura y la espiritualidad. Sus estudios de derecho y de Historia Antigua y Arqueología, mucho más allá de sus licenciaturas y cursos de doctorado, además de novelista y ensayista, le han obligado a hacerse guionista, productor, director de cine y televisión y a tener una productora con el nombre del padre de Gilgamesh, Lugalbanda, en la que dar salida a tanta sabiduría.

 

Lenguaje legal, lenguaje de la historia, lenguaje literario. La narración (novela o cuento popular) como conocimiento antropológico que hay que saber interpretar a la luz la interdisciplinariedad.

 

José Ortega, imaginación e inteligencia, es el cicerone en el viaje iniciático humano de Yahshuah. Nos lo trae diletantemente fértil en la bondad, peregrino de una tristeza alegre y trascendente. Su epifanía medular de veinte años puede ser antídoto ante tanta facilofelocidad hueca mediática e inmediatocéntrica. Dios, el innombrable, el oclusivo gutural, fue carne y palabra en Yahshuah. Salvador humano de Yahweh, necesitó peregrinar para aprender a ser salvador de los hombres. Egipto fue su escuela. La bondad, el equilibrio cósmico, la geometría de la belleza, la proporción, la inteligencia del sentimiento se hacen camino de vida en la revelación de Maat. La bisagra cultural de su buscarse nos acerca a lo que somos desde lo que fuimos. El viaje por Mitzráyim nos hace salir del libro ungidos de la esencia de la bondad circadiana, del orden cósmico, geográfico y ético de ser.

 

Jesús-Yahshuah, mito, personaje y persona, siguió siendo en ese paréntesis de silencio que va desde sus doce y sus treinta y tres años: José Ortega novela la aventura de un héroe trágico, pasión humana antes de ser pasión divina, fundador de la catarsis en el teatro del mundo. En su ficción seguimos sus huellas sobre la arena del desierto fértil de Maat en Egipto. De la literatura performativa y perlocutiva, ninguna más fértil (en tergiversación, en exégesis y en humanidad positiva) que La Biblia. Ningún personaje ha fundado tantos comportamientos como Jesús, esa creación entre la historia y el mito, entre la persona y la idea ficcionalizada. Tampoco hay en el canon literario ninguna creación de tan prolija narración, tan palimpséstica (solo Cervantes se atreve a jugar a ese juego de espejos a un nivel comparable) como el libro de los libros.

 

Tras la epifanía pesebrística, un ángel hace soñar a José el peligro que acecha a su hijo Jesús. María huye con el fruto de su amor divino a Egipto. Herodes, embriagado por los velos de las veleidades del poder, busca a quien no va a encontrar sino en el futuro de su presente. En el Creciente Fértil, ese imperio sin murallas, halla el mesías su razón de crecer. Volverá cuando, adolescente, se busque. En Egipto se encontrará para que nosotros, después, nos sepamos hallar. De eso va la novela de José Ortega: del aprendizaje de Yahshuah para enseñarnos.

 

La cábala hebrea le permite hacer del alefato un discurso en un segundo plano de significación. Los doce capítulos, como los apóstoles, y el epílogo, llevan títulos que dan claves sobre el contenido usando algunos de los setenta y dos nombres de Dios. La carga energética de la vibración enunciadora judía también nos habla en la novela desde el ADN del espíritu. Con el Tetragrámaton como eje (YHWH: yod-he-waw-he), los trece trechos del exilio del protagonista vienen anunciados por atributos divinos sensibles que balizan la aventura desde el misterio que da alas a la lírica de su épica y a la épica de su lírica. Energía positiva que protege del mal de ojo ante las miradas que pueden matar; la armonía de la atracción entre iguales que lleva al amor incondicional; la fusión espiritual por la atracción del alma gemela; el dolor de una honestidad que combate el odio; el control sobre la presencia que puede detener la atracción fatal; la revelación de lo oculto tras detenerse a querer ver la verdad y cultivar e coraje para afrontarla; la capacidad para transformar la idea en acción; la fe pletórica en la certeza absoluta; el escuchar antes de decir para poder decir lo que se piensa; el panóptico de las consecuencias de los actos presentes; la conexión con Dios; la construcción de puentes hacia lo otro; el paraíso aquí y ahora a la luz interior infusa por la divinidad: esas son las estaciones de vida previas al via crucis de la penitencia pasional redentora. Ideas desde la demiurgia de la palabra formada con letras teofóricas con una trama atractiva como primer plano del argumento. HLLYH. Y una moneda como símbolo de los vínculos, con su cara de propaganda y su cruz de realidad. Y su sexo. En la Maat personal del ciclo circadiano transcultural y atemporal la bondad busca la intersección entre el sistema inmunitario de la glándula pineal y el vaivén de vigilia y sueño que alienta la luz y mece la oscuridad en su “efecto speculum”. “Si hacemos cosas buenas el mundo será bueno” dice Jose Ortega, en la vida y en la literatura. Jesús es Osiris. Y aunque Dios es innombrable, José Saramago y José Ortega lo nombran en su extensión humana que es Yahshuah.

 

El peregrino desolado no se queda en su tristeza desierta e inhóspita: su aflicción nos unge contra el poder ser uncidos, la angustia y el desasosiego. La transición entre dos épocas que lo contextualiza revela las interacciones entre physis y nomos que ponen los andamios del progreso real. Su exilio es conocimiento: este ensayo-ficción, ucrónico, de distopía pasada benigna, nos lo revela desde un argumento revelador.

 

 José Ortega, aguileño de vocación, centauro de lo espiritual y lo legal, abogado del mar y de la bondad empírica, místico y agente de la bondad, nos habla de la humanidad de Yahshuah, personaje y referente histórico y moral. Su vida entre la discusión con los mercaderes del Templo y su muerte nos va a permitir conocernos mejor y reconocernos en la herencia de la cultura egipcia y en la trascendencia literaria que nos hace más humanos.

 

El dragón dormido de Cope vela, telúrico, nuestro sueño de mujeres y hombres. José Ortega nos lo cuenta para que despertemos y seamos en el cuento.