Atardecer en el templo de Debod:
centro osmótico de las historias del argumento
Hernández Rabal, Andrés (2020). Atardecer en el templo de Debod. Barcelona: Resistencia Literaria, Narrativa
“Los hombres, a veces, son dueños de su destino”
Shakespeare el Julio César
La dualidad rige toda la trama. Lo real y lo posible. Lo posible y lo real. De la ficción, claro. Spinoza y Borges: la filosofía y la literatura; Nicolás o Miguel; Mónica o Sonsoles; Almudena o Sonsoles; John o Gerardo; Jéssica o Dolores. Lo que viene dado o lo que se busca. Quién eres o quién puedes querer ser.
En la estela de Paul Auster, con Sísifo como referente del eterno retorno. 4, 3, 2, 1: 1, 2, 3, 4. Archibald Isaac Ferguson es Miguel Hernádez Gilabert-Nicolás Espinosa (“Nicolás” por Maquiavelo y “Espinosa” por Baruch). Y las posibilidades las da la una Wikipedia paralela a la común en la que el “googlearse”, el autosurfing internaútico, nos adelanta lo que todavía no hemos vivido. Como La cantante calva de Ionesco sin absurdo, vivimos lo vivido sin vivir como un juego de expectativas que nos condicionan pero sobre el que podemos modelar las acciones para determinarnos el futuro. Hay una fractalidad en la realidad y el deseo que es responsabilidad del sujeto atractor de objetos.
La novela despliega su argumento en cinco partes que viene determinadas por un prólogo. Miguel-Nicolás, un filósofo de treinta años convertido por la necesidad nutricia en burócrata, aparece en la escena narrativa, narcisista, contemplándose en un espejo. Cree que se conoce. Vive en una reiteración absurda de la obligación. Vive también de los pensamientos que consigue ordenar en libros: ha escrito dos, autoeditados; pronto sabrá que será la literatura filosófica la que le permitirá vivir la vida que quiere vivir. El poder de la seducción y Doble secuestro han de ser la semilla de unas posibilidades que dependen de la seguridad que da creer que se conoce el futuro. El determinismo rebaja su condena a libre albedrío: en la proyección objetivada de los deseos está parte de su materialización futura. La interacción entre los personajes, con el narrador en tercera persona como demiurgo, provoca las consecuencias. Un narrador en el que hay una parte del autor de la novela, Andrés Hernández Rabal.
Cada uno de los cinco capítulos está titulado con el protagonista dual (seudónimo y nombre; nombre profesional y real) que provoca con su acción la acción narrativa del protagonista, presentado en la “Introducción” y la primera parte-capítulo, “Nicolás (o Miguel)”. A su vez, cada parte se subdivide en breves secuencias con títulos que son avances del asunto: cuatro capitulillos tiene la primera; la segunda, “Mónica (o Sonsoles)”, tiene diez; trece tiene la tercera, “Almudena (o Sonsoles)”; “John (o Gerardo)” tiene cuatro; y la quinta, “Jéssica (o Dolores)”, tiene cuatro, “Epílogo” incluido. Es una arquitectura inteligente. El motivo generador de la trama podría agotarse pronto pero Andrés Hernández Rabal sabe gestionarlo para que rinda y sorprenda, un poco lastrado de moralina a veces. La expectativa abierta para las siguientes páginas está muy conseguida. El estilo conseguido en sus dos libros de relatos anteriores, El círculo vicioso y Universos adyacentes gana en cuerpo y estructura al hacer de la literatura tema sobre el que gira también un argumento hecho de realidad y deseo, de presente y futuro. Como si el tiempo fuese un haz infinito de presentes reversibles y pudiésemos saltar de un hilo temporal a otro en cada aquí y cada ahora: eterno retorno y mundo paralelos con tangencias provocadas. Las dos obras futuras de Miguel-Nicolás: La metafísica de lo cotidiano y El Librepensador, en un juego de espejos de ficción cervantino (o, por ponerlo al día, un recurso de realidades aumentadas a lo Gustavo Faverón en Vivir abajo) son motivaciones de futuro que fundan presente. La seguridad de la expectativa convierte la adivinación en camino de progreso personal. Porque el valor oracular de la Wikipedia es personal e intransferible como información: hay que transformarlo en acto. Entonces sí que puede compartirse el privilegio de saber: cuando es ya una realidad. A eso juega el narrador para atraernos con lo narrado. Puede que lo que se cumple solo sea una consecuencia del un suelo comatoso. Puede que lo que pasa sea realidad (en la ficción) y que el recuerdo de lo que se creyó real incida en lo que acabará siendo vida.
Las perspectivas desde las que están presentados los personajes, que parecen una cosa y acaban siendo otra, dan al argumento la justa profundidad que necesita el interés lector: están al servicio de la historia, se funde, se confunden, dialogan entre ellos sin hablarse. El sexo, la amistad incondicional, la tensión sexual, la infidelidad trufan la narración de giros en los momentos oportunos. Incluso un personaje como Gerardo Cuenca-John Spencer, el más lineal de todos, el candidato a ser antagonista, el felón, el aprovechado fanfarrón, matiza su antipatía con dosis de grises humanos que se agradecen. Dolores, la “lectura beta”, la amiga que es bajo continuo en la sinfonía de esta novela es, para mí, el personaje mejor logrado. No tiene ningún capítulo propio: cuando aparece su nombre en la quita parte ya ha logrado el narrador la alquimia del desenlace.
En ese haz de posibilidades que es el argumento de este Atardecer en el templo de Debod hay anillos de presionan las distancias y aúnan en tiempo y espacio reconocible la diáspora de las acciones: los libros en el limbo de una publicación futura que vuelven desde el pasado del trauma onírico ara hacerse presente y fundar futuro; el atardecer en el templo de Debod; el brillo del anillo Poétic de Chaumet; una felación; la prostitución hecha amor (con un guiño a Pretty Woman). Casualidad o destino, posibilidad cultivada o azares cruzados. En una mano, la opción de acabar la narración que es la vida; en la otra volver a un camino que siempre corrió paralelo, oculto en su evidencia (en la ficción y en ese embaste en que se pespuntea la vida sobre la que rematar como sastres la existencia).
Lo extraordinario puede fundar lo ordinario, esa rutina que nos asegura la senda vital en la que ser desde las decisiones que queremos tomar. Las señales del destino son proyecciones desde el presente. Triunfos y fracasos son parte del carrusel de vivir que hemos sabido construir. Y esa trama vital debe haber espacio para lo onírico: desde el inconsciente causado por un accidente o desde la libido subconsciente que abre la conciencia consciente.
Atardecer en el templo de Debod es una buena novela, una novela en la que la historia apunta hacia unos sucesos que no pasan y que obliga al lector a ir replanteándose el argumento. La primera finta en las expectativas argumentales siembra la intriga cultivada hasta el final de la historia.