Abuelo y nieto en la Salamanca de mayo de 1936 |
A José María
Quiroga Plá, Salomé de Unamuno Lizárraga y Miguel Quiroga de Unamuno, que ya lo
han leído.
A Manuel
Aznar Soler, que no lo va a leer porque tiene cosas mejores que hacer.
A José María
Quiroga Ruiz, que lo leerá.
A Laura
Quiroga, que, lo lea o no lo lea, lo sabrá porque ya lo sabe.
Para mí, don Miguel de Unamuno Jugo
es el suegro de José María Quiroga Plá. Y el abuelo de Miguelín, de Miguel Quiroga de Unamuno.
La película de Alejandro Amenábar,
Mientras dure la guerra, dicho esto,
me ha gustado con algunos “peros”.
Que una película haga
protagonista a un hombre tan poliédrico y profundo como Unamuno en tiempos de
poliedrias superficiales y de falsas certezas es un acierto. Que el tema de la
guerra civil y la “españolidad” puedan estar en una de las salas de un
multicine en un centro comercial (todos los centros están ya mercantilizados)
es otra agradable propuesta. Que ponga en presente todo lo que la complejidad
unamuniana lleva consigo enriquece el debate y obliga a posicionamientos que
dan luz a la realidad de nuestros días.
No me ha gustado ser consciente
de que una película como esta necesite tanta pedagogía: es el síntoma de la
ignorancia normalizada. Me pareció así también en Ágora, que apelaba a la
cultura general. Me parece más grave en esta, que pide cultura de nuestra historia
reciente.
Algunas secuencias, como la de la
bandera monárquica (de la marina) que sustituye a la republicana, me chirrían.
Creo que está mal resuelta. No por rigor histórico: por coherencia y
verosimilitud cinematográfica, por ficción realista impostada. Me sobra,
también, el Unamuno analéptico y onírico hijo de Concha, su esposa, y la
reiteración de reducir, aunque responda a una realidad, esa relación a una “costumbre”
(con una vez que lo dijera bastaba).
Me ha faltado, como sí hizo
Amenábar en Ágora, la multitudinaria salida de Unamuno del paraninfo de la
Universidad de Salamanca. Aunque no fue acompañado por Carmen Polo de Franco en
coche, que fue caminando, la escena de las manos enlazadas, la puedo entender
como concesión a la concordia. Pero la escena del tumulto es clave y lo que ese
“templo del saber” tuvo lugar, fuere lo que presenta la película u otra cosa,
sumieron al filósofo en una agonía de la que la insuficiencia cardíaca solo fue
el punto final.
La pajarita articulada de
Miguelín, una quimera producto más del amor que de la pedagogía, fruto de la “cocotología”
sin ironía, da alas de futuro a una infancia que tendrá que lidiar con una
guerra que durará mucho más allá del 1 de abril de 1939, que sigue todavía hoy
con su eco de Franco momificado.
Miguelín y María son dos polos
unamunianos de síntesis. Felisa, la segunda madre del hijo de Salomé y José
María, queda muy desdibujada porque no hace falta para la trama. El nieto mayor
de don Miguel nació en la calle Bordadores, el 22 de octubre de 1929. Salomé
muere la madrugada del 12 de julio. Concha el 15 de mayo de 1934. Quiroga Plá
vive esas angustias desde Madrid, donde la pilla el golpe de estado del 18 de
julio de 1936. Tiene Miguelín, por tanto, siete años en la película. Que se
cite a Quiroga Plá en ella, sin nombre, como padre del nieto de Unamuno, me
emocionó.
Unamuno es Sócrates, vasco, en
Salamanca. Su nieto es la raíz que nutre el sentimiento trágico de la vida,
amargo como la retama en los sorbos de esos seis meses que nos trae Amenábar.
El 31 de diciembre Unamuno es
conducido por una multitud, mutada ya a la nueva normalidad salmantina, hacia
el cementerio. Allí sigue, junto a Salomé, en la tumba que pagara su yerno para
su hija tres años antes. José María
Quiroga Plá estaba en el proceso de trasladarse a Valencia donde trabajaría en
el Subsecretariado de Propaganda de la República.
Miguel Quiroga de Unamuno, sin
madre, sin abuelo y con un padre en el exilio, vivió en el amor de Felisa y fue
médico.
En una guerra de banderas y
gritos, el dilema moral de un hombre en eterno monodiálogo, víctima de su
propia paradoja.
José María Quiroga Plá y Salomé de Unamuno Lizárraga, los padres de Miguelín |