La cámara vigila en su columna sin martirio la fe de los hombres: es el ojo de Dios en la Tierra, la ascensión al Cielo de lo humano. |
Domingo de Pascua (Pascua Florida,
Domingo de Gloria, Domingo de Resurrección): pilar central del puente pascual
que va de la Natividad a la Pascua Granada. Las tres pascuas del tránsito
pascual del año: hitos culturales en el fluir cósmico para hacerlo humano.
La semana santa, sin playa ni nieve o
con ellas, religiosa o laica, marca una frontera temporal, un paso. El
invierno, cuyo punto álgido es la Natividad (con su prólogo de Adviento de
cuatro semanas), se va primaverizando en una espera de unas quince semanas
(nunca puede ser antes del 22 de marzo ni después del 25 de abril: el Domingo
de Resurrección debe ser el siguiente a la primera luna llena que sigue al
equinoccio de la primavera del hemisferio norte). Al otro lado, cincuenta días
después, Pentecostés: la Pascua Granada que, diez días más allá, revela el Corpus Christhi que tomó cuerpo inicial
en el bebé de Belén que dio a idea de los “christmas”
anglosajones (misa de Cristo). En la pascua central se hace huevo de mona.
Almendra, mandorla: intersección de vida
y muerte, de Cielo y Tierra.
El “Pesach”
hebrero (“pasja” griego, “pascae” latino: saltar por encima,
pasar, superar) simboliza la liberación de los israelitas de la esclavitud
egipcia. Moisés, pastor del rebaño de Dios, en el 1513 antes de Cristo, intuía
la tierra prometida y se aventuró a cruzar el Mar Rojo. El “Éxodo” da cuenta de ello. Es el principio
de la primavera, el paso de los pastos
de inviernos a los de primavera, el pastoreo de transición. La primera luna
llena del nuevo tiempo que pide el sacrificio de un cordero: cósmico, judío o
cristiano. Los ciclos culturales (naturales o religiosos) se buscan y se encuentran. “Solis dies”, “hemera heliou” (“Sunday”),
“domingo” (“dominicus dies”): resurrección, huevo solar genésico, redivivo. Todos
los domingos lo conmemoran, tras el sacrificio de la semana. Así, la pascua
cristiana se distancia de la judía como el “shabat”
del domingo. Pero puerta abierta entre Yaveh y los hombres, aunque en horarios comerciales
diferentes, se abre.
Para nacer se precisa no ser. Y para
renacer, morir. La Pascua y su huevo son la esencia de esa dinámica vital.
El viernes santo muere Jesús, quizás
pensando en María de Magdala. Había sido laureado el domingo anterior en Jerusalén;
ungido de perfume por María de Betania, hermana de Lázaro, y colérico
expulsador de mercaderes del templo el lunes; visionario de la traición de su
sacrificio el martes; traicionado por Judas ante el Sanedrín en miércoles;
anfitrión de su transubstanciación, con lavado de pies de sus invitados incluido,
y besado por su discípulo en el huerto
de Getsemaní el jueves. Simón-Pedro lo niega tres veces el viernes de su
pasión: herético, ante un Caifás que está celebrando la pascua judía, es
derivado al gobernador romano Poncio Pilatos quien, como los pies de los
apóstoles su reo, se lava las manos ante la presión del Sanedrín: Barrabás, el
revolucionario contra la opresión romana, es salvado por aclamación frente al
críptico mesías. Azotes, “vía crucis”, “selfie”
santo de Verónica, monarquía de espinas, cruz y asfixia divina entre heridas y sed
saciada con vinagre y clavos: muerte de la carne y resurrección del cuerpo.
Un encuentro a cuatro bandas: el Cristo
Nazareno; San Juan, palma, águila y dedo; la Virgen apuñalada por el dolor; y,
en el centro de la escena bíblica, “updated”,
“reloaded”, Dios en lo alto. Mientras
llueven pétalos de rosas muertas en la encrucijada, el ojo binario registra el
eclipse entre santos y hombres. El domingo resucitará en Jesús, sin cámara (que
hay que dar pábulo al misterio) para gestar un año pascual más.
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