El conocimiento es la maduración de lo exógeno hasta hacerlo endógeno. La humildad, la contemplación y la reflexión serena son el camino de esa introspección. El resto, propaganda interesada. |
Esta entrada no estaba prevista. La
ha forzado la coyuntura de la confianza y la inercia. Iba a ser un “post” en “Facebook” que se ha ido
alimentado de argumentos, se ha hecho demasiado largo y ha acabado siendo
censurado por un cortocircuito de la conexión. Iba a ser nada en el tintero sin
tinta del limbo binario. Desde la relativa seguridad de un lugar virtual, pero
físico y local, lo vuelvo a intentar.
El
progreso, como las hojas, las monedas, el signo lingüístico o los antónimos
complementarios, tiene su haz y su envés, cara y su cruz, su significante y su
significado, sus extremos de
reciprocidad necesaria. Así, la libertad de crecer hacia mañana reclama su
poso, su memoria, el campo abonado sobre el que germinar. Que la libertad
ciega, autolítica, suicida en su desorden de impulso sin referencia es solo
cara, haz, significante o continente sin su raíz de contenidos. La posibilidad
infinita reclama criterios, modelos (a los que seguir, matizar o derrumbar).
Un breve repaso por las etapas del progreso
puede centrar nuestro presente. Dejemos a los griegos y romanos, cuya
contribución a los que somos ahora, por obvia, fertiliza a pesar de vivir
sepultada. Sigamos ignorando lo que la llamada “edad media” por los primeros
progresistas modernos cimenta nuestro ser. Vayamos al primero de los
antropocentrismos postclásicos, el Renacimiento. Cada una de las etapas en la
escalera del progreso (¿hacia dónde?) tiene inventos, materialidades técnicas
que hacen de palanca del ascender. El humanismo renacentista combina la
retórica necesaria de los “Studia Humanitatis” con la imprenta. La Ilustración
y sus luces racionales vieron en el conocimiento enciclopedista, la máquina de
Newcomen y la máquina de vapor de Watt la fuerza motriz de futuro y en el
cronómetro marino la pauta para evitar naufragios en los rumbos. El positivismo
del siglo XIX, experimental y realista hasta el naturalismo cientifista,
necesitó daguerrotipos, fotografía y cinematógrafo para testimoniar salidas de
fábricas y llegadas de trenes que precisaban energía eléctrica y bombillas. La
velocidad futurista (en batalla a la quietud impresionista y a la emoción
expresionista) demandaba telégrafos, teléfonos, radios y cartas, anquilosados
hoy como la electricidad estática adelantada por la corriente eléctrica. El
siglo XX, plastificado, quimiquizado, polimerizado, empieza el negocio de la
ciencia. La energía (química, física), la mecánica cuántica, el principio de
incertidumbre, nutren los motores del progreso alimentados de guerra (carros de
combate, aviones, radares, energía nuclear, comunicación sin cables…). Los
rayos X muestran lo que la realidad oculta. El misterio se desvela y el alma
agoniza. El láser, el magnetoscopio, los misiles, los satélites artificiales
nos llevan hasta este siglo XXI, virtual, hiperconectado, globalizado en su
individualización despersonalizadora. La transición entre el siglo XX y el XXI
nos sitúa en una nueva era por bautizar, con toda seguridad, directamente con
el nombre del avance técnico o su consecuencia. Será la versión material del
“Libertad, igualdad y fraternidad” que hizo de frontera entre el Antiguo
Régimen y la Edad Contemporánea.
En
este viajecito, por omisión, queda claro que los periodos más artísticos
(Barroco, Romanticismo, Simbolismo…) no cuentan en el progreso. Como si el alma
no pudiese progresar desde dentro, desde la idea y el sentimiento inmaterial.
Su progreso, lastrado de humanidad, nos recuerda lo que somos en esencia de
vuelo.
Quizás
un invento como la cremallera sirva de símbolo. Fue la moda, como ahora en casi
todo (bajo sus dictados economicistas), la que forzó su creación: un broche
corredizo rápido que suplantara botones, ganchos, ojetes, corchetes, polleras y lazos. Un dispositivo que,
sinérgico, haga uno de materia y espíritu. Un anudar lo que facilita y lo que
felicita: práctico en su trascendencia personal. Esa debe ser, creo, la nueva
pedagogía. Y no esta que nos venden.
En
reclamo publicitario, una institución, en blanco sobre rojo, anuncia un nuevo
concepto de escuela para desarrollar la capacidad emprendedora. “Nuevo” es
obligado: pero no, como en Foix para gritar, prestidigitador del funambulismo
intelectual, que “M’exalta el nou i m’enamora el vell” (Sol i de dol, 1947). No. Para vender un producto (como la
conclusión en las secuencias didácticas de los nuevos aires pedagógicos) Y
“emprendedora” (“self-made man”, “self-made woman”), imprescindible para
cumplir los mandatos del nuevo catecismo.
Y,
claro, el subtítulo rubricador: la promesa del “learning by doing” (tan lejos
del constructivismo de Mallarmé como tan cerca de un expresivismo de Rimbaud,
imposible por genética). Desde la ratio reducida que solo será posible si la
rentabilidad de la ofrenda al mercado la hace posible. Si no, serán los
profesores (nunca maestros ya) los que, disfrazados de dinamizadores y gestores
de contextos cognitivos motivadores, implementadores de estrategias
metacognitivas competenciales pragmáticas para objetivar eficiencia vitales, a
costa de su salud, muy profesionales ellos en su alineación alienadora,
consigan cuadrar en una programación imposible.
Aprender
haciendo. Sin raíz. Hiperactividad sin diagnóstico. Personalización inclusiva, terremoto
intelectual cuyo epicentro es el alumno hecho cliente. Por inducción, como las
cocinas. En la nada de este todo.
En
infantil, este centro (que puede ser cualquiera de este alrededor centrado en
un yo con vocación de “selfie”),
promete un soporte individualizado. Y hace mal. Ya obsolece: debe prometer
“personalización”, un eufemismo de “costumización”. Porque cada alumno es hoy
un cliente al que hay que atender como lo hacen los comerciales. El protocolo
de actuación, de un rigor pseudocientífico, pasará a los anales de la historia de la pedagogía.
El infante (etimológicamete, el ser que es incapaz de hablar, soldado de a pie,
después; hijo de rey en el endiosamiento actual) necesita una referencia, un
modelo (que imitar, matizar a derrocar). Quien le enseña da la pauta. Eso parece
innegociable incluso ahora. Hay una devoción hacia los maestros infantiles que
ya no tiene razón de ser, en los petimétricos pedagogos de hoy, en los ciclos
siguientes.
En
primaria se promete un desarrollo de las inteligencias múltiples. También hay obsolescia en la oferta: ahora toca
hablar de talento. La excelencia como
objetico caducó. La inteligencia puede ser discriminatoria y es necesario poner
el valor el talento. Más democrático, inobjetivable, personal, lenitivo de
traumas negadores del progreso personal. Inclusivo en una sociedad hipócrita
que reza y compra deseos contrapuestos. “Competencia” es una dilogía incruenta
y sanguinaria. Gadner, con su inteligencia emocional, o Glagwell, con su
inteligencia intuitiva, abolen la monarquía de la inteligencia racional y
traducen su monopolio a talento. El rédito de la permuta, claro, hace que gane
la banca.
En
ESO se promete un trabajo por proyectos que fomente la creatividad y la
autonomía. Se da por supuesto que la “gamificación” (que no es pulular como
gamos sino “ludificar” el aprendizaje) ya era un procedimiento trasversal en
primaria y que en secundaria, infantilizadoramente, sigue vertebrando la
práctica docente. Como si ser niño, peterpanizados a lo Walt Disney, fuese una
virtud fuera de la patria sobrevalorada en la madurez, de la niñez. La
autonomía, sin base, es una pretensión utópica. Los ciudadanos del mañana no se
pueden formar en una organización del ayer. Su autonomía siempre será la de un
rey con regente. O, directamente, debemos vivir en Disneyland. Y ya sabemos,
los adultos, el negocio de esa ilusión (los adultos de la prehistoria de la
gamificación “candy” del universo).
Los posmodernos pedagogos quieren ignorar que la creatividad actual es la
perversión etimológica de la “poiesis”: en la poesía sigue habitando la esencia
de la creatividad, en el pensamiento lírico (que, trenzado con el pensamiento
computacional y el racional, debe dar la verdadera dimensión ontológica del
hombre actual). Los publicistas lo tienen claro: su “strencht” (fortaleza comercial) parte de un “freelance” contratado (a demanda, de quita y pon) que sepa parir
ideas potencialmente lucrativas. Los poetas posibililistas de hoy son, pues, “sanwich-man” al servicio de una
identidad corporativa, ideólogos de “jingles”
tuneados lo Sócrates.
En
la enseñanza obligatoria secundaria (que tiene los días contados, en función de
su rentabilidad –los currículos personalizados, desde plataformas “on line” tientan si se hacen asequibles-)
tiene que resolver la encrucijada de abogar por el sinsentido de las
asignaturas tradicionales y la mercadotecnia de los proyectos colaborativos.
Los conocimientos en compartimentos estancos siempre ha sido un error: hacer de
los despojos culturales una pelota competencial tampoco parece que tenga mucho sentido
tal como se está haciendo bajo el título de proyecto. Quizás Kafka redivivo
pudiera dar luz al asunto de tanto movimiento estéril y burocratizado.
En
bachillerato, el reclamo comercial ya es de futuro presente. Los candidatos
(todos, porque el filtro del talento competencial burocratizado tiene los
agujeros de su tamiz flexibles y personalizados y la candidez ingenua, como la
zorra de la fábula de Esopo, busca su negocio con la excusa de evitar el trauma
adolescente) pueden elegir su itinerario vital: el social emprendedor, el
emprendedor tecnológico, el artístico comercial, los ciclos formativos de grado
superior de emprendedores en comercio internacional o de emprendedores en
desarrollos tecnológicos…La universidad, con sus catedráticos apalancados en la
poltrona, volverá a reofertar las posibilidades laborales con ponderaciones de algoritmos
que solo la vida en excel puede comprender. El centro deberá estar a la altura
de la ofrenda y los candidatos, como exvotos, colgarán en un laboratorio tecnológico-robótico-programación (con la
robótica subrayada) en el que experimentaran, desde la realidad virtual, la
construcción inductiva del edificio de su crecimiento personal, sin andamios
humanos exógenos. Si la opción no pasa por un bachillerato artístico, la danza,
el teatro, la educación creadora, la literatura, la teoría matemática, el
dibujo, la escultura, la pintura, la lingüística, la ética y la filosofía son
exiliados del mapa del progreso si no se reciclan y dejan de ser materias, disciplinas
y pasan a ser útiles componentes de un proyecto pragmático al servicio del
mejor postor. Como si el mejor cliente no fuésemos cada uno de nosotros y el
negocio el yo pletórico, autónomo y crítico en un nosotros fértil y sinérgico,
sin usura.
El
paternalismo pedante de los innovacionistas, petimétrico y cientificcionalizado,
preña de ignorancia el futuro.
Un adolescente,
competente, ante una lata de conservas, demuestra su incompetencia ante un
mundo mecánico que todavía no ha sido asesinado. Su coartadas: las conservas
(memoria de frescura) vienen ahora en recipientes abrefácil, intuitivos para
las nuevas mentes digitales (estas que rechazan con un dedo aquello que no les interesa,
que es casi todo lo que dura más de unas décimas de segundo). El futuro es todo
aquello envasado en recipientes que se
abren solos. ¿Quién vende la prebenda?
Esta
educación lanzadera, de cojines y posturas antinovecentistas (pero
reivindicadora de su raíz racional humana), siliconvaleizada, tecnocrática y aristocratizante
desde el espejismos de la oportunidad de elegir, deja solos a sus alumnos.
Solos con su corazón, con su alma: desamparados (aunque peritos en el “mindfulness”
de ocasión), competenciales (aunque incompetentes en un mundo que sigue siendo
ancho y ajeno, falsamente globalizado, asequible y accesible –solo en modo
turista es así-) y emprendedores (aunque desde los parámetros programados por
las grandes fortunas). Solos, que no autónomos y con criterio. Emprendedores y
deslenguados, de compulsión emoji y, en el mejor de los casos, “wikipédica”; de
rutinas de pensamiento arrumbadas en una nube de pago; hipotecados por el peaje
de una felicidad cifrada en complementos.
Educar
para la vida, desde la motivación: hacer del alumno el centro del proceso de aprendizaje.
Forzar un nuevo paradigma, mesiánico, que permita crecer sin traumas, como
troncos a su aire, sin guías, socráticamente, a demanda del placer del
consumidor: todo árbol de la vida, pero disfrazado de árbol de la ciencia.
Desde el yo más globalizado que, claro, habla en inglés americano, pero con
acento de Londres (ya predijo el maldito Baudelaire esta americanización). Sin
perder el yo: como un “selfie”
cósmico. Conocer, ser, hacer, convivir: aprender a aprender desde las cuatro
patas del animal racional que somos, clientes y turistas de un mundo feliz ajeno que creemos nuestro porque
lo habitamos y la Unesco lo avala.
No
es lo que dije en la hiperconectividad frustrada del primer intento. Es lo que
digo, aborto del tiempo a contrapelo, ahora y aquí
Apocalíptic i desintegrador, Ábradas; eppur si muove, redactant aquest comentari des d'un Xperia amb corrector automàtic incorporat. Antipoesia al servei dels usuaris.
ResponderEliminarHa, ha... té un aire de manifest surrealista, dient veritats a tort i dret com una proclama poètica llançada al vent, que se l'emporta!
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