lunes, 12 de mayo de 2014

Haikus XV








“Kono michi wa
yuku hito nashi ni
aki no kure

                   Matsuo Basho (1644-1653).


“Este camino
ya nadie lo recorre
salvo el crepúsculo”

                   Traducción de Octavio Paz 
            en colaboración con Eikichi Hayashiya


Nadie emprende
este camino salvo
el crepúsculo de otoño

                Traducción de Francisco F. Villalba

Por este camino
nadie va.
Atardecer de otoño”

                    Traducción de Ricardo de la Fuente
y Yukata Kawamoto

“Nadie que vaya
por este camino.
Crepúsculo de otoño”

Traducción de Vicente Haya.

“Este camino
ya nadie lo pasea.
Acaba otoño”

                    Traducción anónima.



         Hay paisajes que no sabemos ver, de tan cercanos. Una hipermetropía cultural combatida por los espejismos de la miopía ignorada y gozada como un horizonte de felicidades. Entre lo esotérico y lo exótico está la vida real, la palpable, la que habita nuestro alrededor. Ser turista metafísico de procelosos interiores o de lejanos paraísos nos despoja de nuestra posibilidad de ser. El haiku, como dijo Matsuo Basho, es, simplemente, o que ocurre aquí y ahora. Esas coordenadas no están condenadas a ser un calco reiterado de lo ya visto y siempre próximo por hábito, pero tampoco lo contrario. Ese cronotopo lleva en su esencia una condición: que eso que sucede en este lugar y en este momento se viva, dónde y cuándo sea, desde dentro, desde el arrobamiento de la epifanía, bajo tu balcón o junto a un moai en la Isla de Pascua. Se requiere una miopía simbólica y selectiva: tener unos ojos grandes para ver lo que tenemos delante, sin la usura del cansancio porque todo es siempre diferente.

         Las cinco traducciones del famoso haiku de Matsuo Basho hacen evidente la doble lente de la mirada: el haijin capta, en las condiciones explicadas, la naturaleza; quien lo lee vuelve a leer, desde las gafas de la traducción, lo que ya había sido traducido a sonidos  y sentidos. No entraremos en detalle filológicos: aquí interesa el alambique quintaesenciador y las interpretaciones enriquecen el objeto. El “kigo”  (esto es, la estación de determina la vivencia poética de la visión) es en el texto de Matsuo Basho “Aki no kure” (atardecer de otoño –“aki” equivale a “otoño”-). En él el sujeto lírico, caminando solitario ante un crepúsculo otoñal, vive una senda simbólica que puede ser la del mismo poema. El tono nos lleva hasta una soledad espiritual que emana de lo que se dice desde sus connotaciones.

         El haiku que propongo, aunque vivido en primavera (“haru”), abstrae ese marco (como lo haría si hubiese transitado el paisaje en verano –“natsu”-, otoño –“aki”- o invierno –“fuju”- y pretende elevar lo visto. Técnicamente su “kigo” sería un “mu-kigo” (sin estación). Pero, a diferencia del haiku del maestro, este necesita la imagen, ajena a las palabras, que las dictó.



        
 Diálogo de caminos
 que se entrecruzan.
  Cambio de agujas.

    




domingo, 4 de mayo de 2014

Haikus XIV









Que púberes canéforas te ofrenden el acanto,
que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto,
sino rocío, vino, miel:
que el pámpano allí brote, las flores de Citeres,
¡y que se escuchen vagos suspiros de mujeres
bajo un simbólico laurel!

Rubén Darío. “Responso a Verlaine”
en Prosas profanas (1896)


         También florece la mirada en primavera. Simple como un haiku o exuberante como un poema de Rubén Darío.

          Calímaco el arquitecto lo inmortalizó, pétreo. En Corinto, al dejarse seducir la extraña forma que el vegetal inventó para adaptarse al espacio que  le había dejado la ofrenda a una joven muerta: la sombra del tributo a la difunta forzó la volutas del acanto que el artista trasladó a la piedra  del orden corintio ya para siempre. Fértil regalo de vida a la muerte como un eterno retorno de la espiral vegetal. Pasear por un claustro es vivir la frontera de esa transmutación de verdes ocres, de vida inerte a capilaridad de savias, de tallos y hojas a troncos que enarbolan su homenaje capital. En el campo la distancia es mayor: el acanto crece ajeno al arte que encarna.

Esos  mismos ojos pueden degustar la miel inexistente de una abeja que liba la nada: promesa entre la flor y el fruto de finales de abril de un cerezo, por ejemplo. En esa frontera transparente, se alimenta la abeja de transparencia entre el blanco y el rojo. O entretenerse en sorprender los ápices niños de un abeto, esas yemas de verde tierno del huevo de la vida que brotan y progresan, imperceptibles y horizontales, hacia el verano que las hará palidecer y desingularizará en verde homogéneo.

Silvestres, las hojas de acanto se coronan verticales con sus propios capiteles que celebran con su simétrica elevación el tributo a su clasicidad.
        


Clásico acanto:
amortajado en piedra,
libre en el campo.

    

Hojas de acanto.
Capiteles florecen
sobre sus tallos.

                                     

Perpetuo estar
en piedra. Y ser
eterno retornar.


      Como en un poema de Antonio Machado (“No basta despertar cuando amanece: / hay que mirar al horizonte”), el haiku centra la visión en lo que nutre la mirada y lo condensa, activa la percepción visual para hacerla significativa, sinestésica y habitada de emociones. 

Tras las puertas de la palabra, la vida.








jueves, 1 de mayo de 2014

Haikus XIII






    La autopista abisma con su cesura el campo. La prisa y su colesterol esclerotizan las arterias del llegar. El monte, a pesar de todo, saluda desde sus ritmos a quienes no miran lo que ven: la genista, como humilde orquídea silvestre y nuestra, ilumina cada año sus verdes perennes con la llama amarilla de sus flores.


Mayo retama:
enciende de amarillo
su verde cama.


      Algún conductor, desde su beato sillón automóvil, puede pensar, quizás sin ser plenamente consciente, que el mundo está bien hecho.