domingo, 7 de julio de 2013

La luz del tiempo

Este es el primer Cuento del siempre empezar. Se lo contaba hace algunos años a mis hijas y desde entonces ha vivido en el aire porque fue prólogo de su sueño: fue palabra para brizar su descanso. También dormitaba, amorfo y oral (aunque mudo) en los espacios de mi memoria.

Serafín ante su ventana. Dibujo de Ana Gálvez Navarro

Antes de que se evapore, lo traigo aquí.


Detalle del arrobamiento infantil.

Tres notas a pie de página: tres agujeros que os llaman desde los interlineados o la madriguera de cualquier  “o” del cuento. Tres películas como tres declaraciones de amor a lo insondable:

1-    Le grand bleu (1988) de  Luc Besson

2-    El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice

3-    Léolo (1992) de Jean-Claude Lauzon:




La luz del tiempo
¿Dónde empieza el cielo? ¿Dónde el amor? ¿En qué momento se inicia una despedida? ¿Cuándo se deja de ser niño? ¿Cuántas gotas caben en el agua? ¿En qué punto distinguir los bordes divisorios de los cromatismos del arco iris? ¿Hasta cuánto podemos subdividir un instante? Serafín no lo sabía todavía, pero esas preguntas le han acompañado desde que se recuerda pensando. Su adolescencia empezó con el parto y en ella seguía a sus cuarenta años: todo era siempre germen en su mente de hombre inquieto. También esta noche de agosto en el sanatorio.

-¿Qué quieres ser de mayor, Serafín? –le preguntaba su madre cada noche después de arroparlo en su cama.
-Niño -respondía invariablemente con la mirada absorta en la ventana de su habitación.
Y no estaba entonces demasiado lejos de ser el niño más feliz del mundo. Pudo cumplir su deseo: como adulto ha conseguido ser el loco más singular de la institución neurológica en la que vive, con la vista fija en la ventana de su habitación, llena de las miradas acumuladas con los años de buscarse sin encontrarse al otro lado del vano.
-¿Por qué no te acuestas? Mañana no habrá quién te levante para ir al colegio…
Y Serafín no decía nada. Ninguna noche desde que cumplió los ocho años. Cuando su madre salía de su cuarto, muy entrada la madrugada, se levantaba, apoyaba los codos en el alféizar de la ventana y calzaba con las manos sus mejillas para proyectar el telescopio de sus ojos hacia un infinito que olía a alhábega. Habitaba entonces en un quicio que nunca ha abandonado, aunque nadie, ni su madre, entendiese su cordura.


-¡A la cama, Serafín! –le dice Selene, la enfermera del turno de noche, en un juego muy ensayado.
Serafín sigue esperando, buscando en la lejanía la respuesta a su pregunta más íntima, la que lo justifica como viviente. La expectativa huele ahora a jazmín, pero es el aroma de la incógnita la que alimenta la perseverancia de su mirada. Cuarenta años de niñez enhebrando infinitos, sin una noche de descanso. Sin una tarde sin interrogaciones. Cuarenta años escrutando horizontes superpuestos.


-¡Serafín, otra vez te has levantado! ¡Está amaneciendo! ¡No podrás con tu alma  mañana! –le gritaba enfadada la madre, harta ya de esa escena repetida y sin solución.
-Mañana: ese es el problema- Pensaba. Y, sin darle tregua al torbellino de inquietudes que giraban sobre su vórtice, imaginaba en cascada las formas de los deslindes.
Acabó el colegio. Resonaba en su cabeza ese insulto a coro que nunca le molestó: “¡pasmado!” Solo estaba todo él en sí mientras el sol no proyectaba sombra. El atardecer y el amanecer ocupaban por completo su interés, que se extendía, como sus sombras, y abarcaba todo su proceso, que le hacía vivir hacia afuera.”¡Serafín el astronauta! ¡Serafín el astronauta!”: ese eco infantil contenía un deseo, no una vejación. Se imaginaba ascendiendo hasta encontrar el corte: troposfera, estratosfera, mesosfera, termosfera y, tras la raya definitivamente oscura, la exosfera, entre auroras boreales. ”!Querubín, el astronauta pasmado!”: aunque lo degradaban en la jerarquía angelical, gozaba en secreto (indiferencia por fuera) al imaginarse guardián de la luz en el cielo empíreo. Su hermano calificaba su hiperpasividad de autismo, sin saber lo que decía: un universo de matices poblaba su cabeza por dentro. Buscaba cómo doctorarse en crepúsculos. El instituto tampoco le ayudó en esa carrera de fondo: “Serafín, vives fuera de la realidad”, le decía la profesora de experimentales.


-¡Váyase ya a la cama, señor Serafín! –le repite cada noche, cómplice del bucle, una Selene de la que ha conseguido más comprensión que de nadie. Ambos saben que es un estribillo sin baile. Entorna la puerta con la certeza de que cien veces que entrase, cien veces le encontraría a oscuras, vislumbrando no se sabe qué tras la ventana.
Él sí sabía qué. Miraba lo que no se podía ver.


-Serafín, hijo: acuéstate, cariño… Mañana vamos al médico. No puedes seguir así… -le susurraba la madre, impotente una noche más.
-¿Mañana, mamá?-decía Serafín sin volverse. Volvía a pasarse la noche en blanco. Volvería a pasarse el día en negro. Ni un atisbo del gris preciso que buscaba. Ni una leve revelación del perfil de la luz que quería hacer suyo. El médico, el primero de los muchos especialistas por los que pasó, no encontró el diagnóstico tranquilizador. Los siguientes tampoco acertaron a reconocer su lucidez.
Fue a la universidad y sus expedientes fracasaron en las facultades por las que pasó: física, química… Sus expedientes sí, pero él no. Lo que en ellas aprendió lo puso a prueba en la intimidad de su contemplación. Estudió meteorología, astronomía y astrología por su cuenta, historia de la aeronáutica, óptica, matemáticas, fotografía, música…Estudió a los poetas y a los filólogos para entender cómo decir lo que se ha aprendido, aunque nunca dijera nada de lo que sabía. Se hizo perito en el aspecto verbal para dominar todos los matices del desarrollo interno del tiempo:”amanecerá”, “va a amanecer”, “empieza a amanecer”, “está a punto de amanecer”,” se pone a amanecer”, “rompe a amanecer”; “amaneciendo”, “sigue amaneciendo”, “va amaneciendo”;”acaba de amanecer”, “ha amanecido”, ”amanecía”, “había amanecido”, “amaneció”, “hubo amanecido”; “lleva amanecido”; “volverá a amanecer”, “suele amanecer”…  La transición entre la oscuridad y la luz le parecía mejor terreno para su trabajo de campo por estar menos contaminado de vida ajena. Solo las molestias conocidas que no le molestaban. Hizo los cálculos necesarios para estudiar el movimiento del sol en el instante en que sale del mar o en el que acaba de zambullirse en él. El sol tramontando y arrastrando con él su luz hacia el otro lado. El crecimiento del pelo o de las uñas. Para entrenarse a ver ensayaba con el estudio de la transición entre la vigilia y el sueño, analizando el sopor del tránsito. Buscaba en el contraluz las claves de los grises. Sometía a toda clase de experimentos algunos fluidos para sorprender sus cambios de estado. Pero ni evaporaciones, ni sublimaciones, ni solidificaciones le dieron la respuesta que necesitaba.  Ante la imposibilidad de viajar por el espacio aéreo, vio en las inmersiones en el mar otra forma de domar su intuición, un método para llegar a ser ingeniero de las transiciones: en pocos años, ante la extrañeza de los que creían conocerle, llegó a obtener el título de buceador profesional (aunque nunca ejerció) de gran profundidad. Pero no podía bajar tanto como para llegar a la frontera entre la luz y la oscuridad. Sí a medir cuándo dejaba de verse el color rojo, el naranja o el amarillo. Aprovechó su habilidad para bucear en los deltas y distinguir las lenguas salinas que chupaban las aguas dulces del río que moría para nacer a lo ancho y mezclado. También parametró mareas. Su formación en los límites no tiene parangón.


-¿Lo ha visto hoy?- Selene se acerca a la cama y se sienta a sus pies. El sol baña de luz las paredes de la habitación prestada desde hace demasiados años.
-He estado a punto. No sé si llegué pronto o tarde esta vez. Vi la oscuridad y seguí el rastro de su sombra. Estuve viendo cómo se adelgazaba, cómo de difuminaba manchándose de resplandores imperceptibles. Pero no pude ver el nanosegundo de la transición.
-Mañana, quizás- dijo la enfermera entre sonrisas.
La mañana se enredó en mediodía y el mediodía se prolongó hasta el atardecer. Ese crepúsculo vespertino podía tener la respuesta. Selene fue antes de que le tocase esa tarde y, vestida de calle, se sentó junto a Serafín. Cuarenta años él. Cuarenta años ella.
-¿Qué busca?
-El dintel de la luz. La frontera. Las bisagras del día. El oxímoron reconciliado de la esencia.
-¿Qué quiere ser de mayor, Serafín?
- Mañana. Mañana…- Se deja caer sobre la cama y la enfermera abandona la habitación empujada por una certeza que no entenderá hasta horas después. Ella no lo sabrá nunca: también habitará en el deseo más terrenal de su paciente.

*  *  *

Alborea la noche. El hilo vital se deja llevar por un aroma de jazmín y alhábega. Lo que ve y comprende ahora Serafín se irá con él: ha hallado el intersticio de la luz, la línea del intervalo eterno en la que habitará ya, sabiendo lo que está viendo, para siempre y para nadie. Desahuciado por la realidad, se instalará en un punto concéntrico y fractal, en el proceso del instante, al otro lado del tiempo. Amanecería entre olores de alhábega, jazmín y palisandro.

Entre dos luces todavía, Selene entrará en la habitación. Encontrará el cuerpo de Serafín pletórico, con la mirada encontrada. No morirá hasta los ochenta años, después de vivir cuarenta en la vertiginosa quietud de su núcleo, todo ya interior, en  el éxtasis se saberse en la luz del tiempo. En su cabeza estanca se repetirá como una letanía, como un mantra sexual, un poema de José Ángel Valente:

Tu cuerpo baja
lento hacia mi deseo.
                                      Ven.
                                               No llegues.
                                                                  Borde
donde dos movimientos
engendran la veloz quietud del centro.





8 comentarios:

  1. Genial conte-realitat. M'ha recordat l'intinerari que va escriure López de Yanguas a la seva "Farsa del Mundo y Moral" cap el 1530 per intentar descriure l'Ascenció de la Verge en cos i ànima al cel i com realitzava aquest viatge sideral passant per les diverses capes del món celestial teològicament vertebrat. És una ascensió disseccionada com pretenia el Serafín, sabent què passa en cada moment i com és cada moment que canvia de cap sideral. El poema el trobaràs a la pàgina /Biiij v/ d'aquesta transcripció: http://parnaseo.uv.es/Lemir/textos/Yanguas/texto.htm

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    1. No coneixia, estimat Galderich, aquesta obra de López de Yanguas. L'he llegida ara i, apart del seu contingut, m'ha interessat la simbiosi pagana i cristiana, tant del renaixement i, sobretot, com empra la mètrica engolada i de factura artificiosa del "Arte mayor castellano", pròpia de la vessant més "culta" de la “poesía de cancionero”.
      M’agrada aquesta qualificació de “conte-real”. Volia, com gran part de la literatura, transubstanciar la vida: guarnir una idea real (la impossibilitat de copsar, amb consciència humana, sense màquines ni simulacres, l’instant) per poder compartir-la. Com a conte per anar a dormir es centrava en els detalls del nen que està obsedit per saber en quin moment precís la nit deixa de ser-ho i passa a ser dia. I a l’inrevés. Ara s’ha complicat i cerca d’altres complicitats en el lector.
      Gràcies per fer més ample en conte.

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  2. No hi ha un despertar tan bell, que aixecar-se al matí en plenes vacances i trobar-se amb en Serafín. Jo també voldria continuar sent nena quan sigui més gran.

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    1. Me'n alegro de que el teu despertar de vacances pugui ser encara millor gràcies a les inquietuts de Serafín. Diu Baudelaire que el geni és la infància recobrada a voluntat i Rilke que la veritable pàtria de l'home és la infància... En aquest conte hi ha una mica d'això, barrejat amb la preocupació adulta pel límits. No perdre del tot al nen que som, sense caure al parany de la ingenuïtat anul.ladora, de forma controlada, és més que bo: és imprescindible per seguir vivint en plenitud.

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  3. Este cuento, querido Ábradas, parece una invitatción a vivir en unos de tus Destellos, a instalarse en su duración. Supongo que la versión que nos regalas es sustancialmente diferente a la que le explicabas a tus hijas antes de dormirse... El dibujo de Ana remite a la anécdota, a la imagen: el cuento nos lleva mucho más allá. Nos habla de la imposibilidad real de la síntesis, que queda para la literatura: la hipótesis, la tesis y su antitesis; los grises de los blancos y negros; las fronteras del ser y el no ser... Incluso la armonía de contrarios valleinclaniana es otra cosa, estéticamente muy potente, pero imposible también en la vida.
    No conocía las películas que dan aún mayor profundidad a la ficción. Las tres son muy sugerentes, por perturbadoras, bellas o frontalizadoras de realidades que la prisa no permite disfrutar.
    Espero el siguiente cuento del siempre empezar...

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    1. Un poco inducido por Léolo, querido don José María, he prolongado el estusiasmo infantil hasta eclipsar la tragedia que hay en la historia: cuarenta años de un ser aparentememte en estado vegetativo pero tan lleno por dentro de la luz que halló después de mucho buscarla. Objetivamente es muy duro: Serafín sin ningún tipo de interacción con la realidad en los segundo cuarenta años de su vida, inmóvil, muerto en una habitación, mirando desde dentro lo que solo él puede ver. Loco, pero iluminado.
      El cuento se llamó para mis hijas "Serafín el astronauta", pero su luz llegó, finalmente, hasta el título.

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  4. Un chico inteligente este Serafín ;) Enhorabuena por explorar nuevos géneros dentro de estos limbos. Un chico muy sensible este Serafín, como todos los niños, con los años no sé por què eso se pierde.

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    1. Sí, querido Eduard, de una inteligencia lírica y tan suya que nadie la entiende. Los enlaces de esta entrada son, sobre todo la que remite a la película Léolo, una narración de lo que se cuece en una cabeza así.
      El cuento, como habràs visto, más que abrir la puerta a un género más, lo que hace es dedicarle el tiempo que necesita un "Destello" para madurar para poder iluminar más tiempo seguido (aunque eso siempre depende del lector -y me refiero al tiempo de luz de después de la lectura, no del tiempo de lectura-)
      Respecto a la sensibilidad infantil, una matización: los niños no se saben especialmente sensible. Simplemente viven la situación. Somos los adultos los que añoramos esa sensibilidad: los adultos desde su discurso adulto. "Se canta lo que se pierde", en fin. Els espíritu de la colmena (1973), también de Víctor Erice, viene a ayudarme a aclarar ese desfase entre lo que se es y lo que se quiere ser que, en esencia, es el movimiento de la vida.

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