domingo, 15 de febrero de 2015

Réquiem por el objeto amado



Amanecer del primer día del 2015 en Cabo Cope.





También somos lo que amamos, aunque siempre quede fuera del yo. Más si es un objeto, una cosa sobre la que proyectamos el amor como en un frontón. Somos la reacción ante la realidad que habita al otro lado: el miedo a perder lo amado, la alegría de conseguir lo deseado, la paz de tener lo ganado, la satisfacción de querer lo que se tiene… Los objetos catalizan nuestras emociones.

Un coche es un yo trascendido, un exoesqueleto compañero de viajes, sentimientos y búsquedas, de rutinas y aventuras. Te espera paciente y dispuesto: lo cabalgas y te transporta a los perímetros en que cifras tu universo. Sus kilómetros hablan de ti, de cómo eres, de tus hábitos, de tus intimidades más recónditas. Su retrovisor contiene tus miradas al pasado (miles, con ojos superpuestos en una “mise en abyme” de un horizonte de apenas veinte centímetros); su luna parabrisas, con sus impactos visibles e invisibles, retiene tus futuros ya pasados. Su embrague ha conocido tus zapatos y tu pie desnudo de playa. Su acelerador y su freno se han combinado para llevarte a lugares y traerte hacia el tú que precisabas como yo. Hay en él parte de ti, expansiones del que has sido y ya no puedes ser porque habitan ahora entre sus alfombrillas y tapizados.

Por eso cambiar de coche no es una operación simple. Es como cambiar de amor cuando sigues queriendo al primero. Hay más dolor en la pérdida que ilusión en la novedad. Quizás sea uno de los síntomas de la duración: lo conocido, sublimado por el duelo, perdura en los mecanismos que lo sustituyen. El extrañamiento primero pasó a ser intuición, fue prolongación del yo: los “gadges”, prodigios técnicos ajenos, componentes del encuentro adánico, fueron expulsados del paraíso conmigo. Otros ocupan ahora su lugar, pero entronizando la dependencia electrónica que hace súbdita a la mecánica y a lo humano. Somos prisioneros de la comodidad, epicentro del confort. Hay un freno de mano fantasma en el nuevo coche: lo busco con mi mano y no lo encuentro. La eficiencia me da miedo porque soy, solo, quien la disfruta sin esfuerzo para mantenerla. Y un coche averiado es un autoinmóvil y tú un inútil con un móvil para que vengan a rescatarte. Los coches ya no tienen motor. El capó oculta un universo compacto en el que ni las bombillas puedes cambiar ya. Dependencia máxima de la autonomía.

Sé dónde estuvo porque me llevó porque le llevaba. No quiero saber dónde está ahora, mientras empieza a deja de ser. Playas y montes; ciudades y pueblos; soles y lluvias y nieves y vientos; fiestas y lutos; familia, amigos o soledad; música y silencio con rumor de carretera; velocidad, hormigueo, fluidez o trombo; risas y tristezas: hay una vida compartida tras sus faros cansados, ante su volante que ha soportado giros en 261.163 kilómetros, sobre su asiento que ha aguantado mi peso durante quince años. Su maletero, ahora vacío, lleva para siempre el equipaje de mi amor, como “una forma de resistencia” vencida.

Las cosas  no tienen más alma que la que le queremos poner. Parte de la mía muere con el viejo Ford Focus que acabo de abandonar en un concesionario.


Los últimos cinco euros de alimento, camino del trabajo.



Transposición y tránsito: miércoles 11 de febrero de 2015.
 



4 comentarios:

  1. Ostres, jo sóc fetitxista però no dels meus pobres cotxes... Quan hi pugi aquest dimarts me'l miraré amb uns altres ulls!

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  2. Jo, en canvi, no ho sóc de fetixista. Però m'estimo les coses que m'envolten que em permeten èsser. Els objectes, sense mitificar-los ni sublimar-los, són part del que som. I un cotxe que has cuidat i t'ha cuidat no deixar de ser el vehicle en que has anat i has tornat de tu mateix moltes vegades.

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  3. Amar las cosas, querido Ábradas, sin usura, sin cosificar el amor, me parece un signo de salud poética. Podría parecer lo contrario: quien hace de las cosas el centro de su vida, en las antípodas de lo cínicos, no las ama; las usa, las gasta, las tira… Aquí, en tus palabras y las imágenes, hay comunión con el objeto, hay vida.

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    1. No hay trampa poética, don José María: podría prescindir de muchos objetos, no os deseo a priori. Pero cuando me acompañan, son parte de lo que soy, me son en parte porque en ellos, como en unas muletas, me apoyo para seguir. Los objetos no me enajenan y yo, a cambio, no los cosifico, les pienso el alma que ellos no pueden tener. Soy generoso con ellos: los trato con cariño, no los golpeo. Y ellos me lo devuelven. Ese coche, que sustituyó a un Supercinco blanco y este a un Dyane 6 azul, ha sido, conmigo, testigo de mucha vida.

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