Para
todos aquellos que, con vocación de ola, se aferran al ser
El único
movimiento con sentido es el de los cangilones que abrevan duración,
circularmente, para alimentar el fluir superior preñado de raíz. Y su volver a
volver de afirmación en el presente perenne. Ese tiempo que viene para ser
plétora sin prisa en el irse: gerundio infinitivo con corazón de participio
agente.
Porque hay
una generación refractaria a la historia, con vocación aséptica de futuro
continuo, de puntillas sobre su presente, toda alas, incómoda con la tierra de
la raíz que ensucia y lastra la construcción compulsiva, la creatividad, el
talento puro de motor inmóvil que mueve su alrededor y le pone precio. “¿Para
qué sirve conocer la historia de algo si lo importante es ese algo y lo que
pueda hacer el joven talento en ese cericentrismo creativo adánico?” La
esperanza y la experiencia son dos percepciones renovadas: su significado ha
sido colonizado, obsoleto, por las luces "leds" de la innovolatría.
Se buscan experiencias de futuro, expectativas satisfactorias que sacien la sed
sin espera de ser con un estar adelantado al instante. Cultivar la esperanza en
un huerto desahuciado por la prisa no es negocio para quienes siempre estiran
más el brazo que la manga, tantálicos. Ni en pesadillas psicodélicas se
acuerdan de Sísifo, que ha sido desterrado de las pantallas de los sueños
vividos.
El
claustroágora del universo es un “locus amoenus” de croma, customizado, con
jardineros que ponen puertas al campo y lo hacen centro comercial. Un centro de
centros sin alrededor, ensimismados en la enajenación feliz del no lugar ubicuo
y de sinestesia dulzona. La sensación de ser personas es el simulacro mejor
conseguido desde la percepción umbilical del onanismo inducido: en realidad son
individuos tratados como clientes con un filtro de vendedor a domicilio que
sabe camelarte como la zorra al cuervo en la fábula de Esopo. Porque todo
habita el espejismo de la gratuidad y la necesidad. Y la libertad ha
secuestrado a la libertad y le obliga a comprar libertad en el paraíso terrenal
de la mercadocracia. Los condenados a galeras sí que eran esclavos: los
consumidores no, son personas libres que libremente eligen esa condena a crecer
sobre los desechos de su crecimiento. Así, altos, sobre su propia mierda,
pueden, como el viajero sobre el mar de nubes romántico, contemplar el panorama
sublime del progreso “experience”, entre bostezos líricos.
La
neurobiología hablará y propondrá las nuevas eficiencias sinápticas del nuevo
cerebro de los nuevos especímenes sin herencia. Una nueva cultura sin cultura,
con todo siempre por estrenar, con las subcontratas invisibles necesarias para
la asistencia del talento. Invisibles por visibles, como prótesis transparentes
en un mundo de operaciones transparentemente hipócritas de buenismo con
“smails” como antídoto contra el posible trauma. Subcontratas que diluyen la
responsabilidad hasta hacer intrazable
el rastro de las evidencias, visible solo a “big eye” algorítmico (ese que
sitia la felicidad y pone nombre de persona al cliente consumido como
consumidor). La alegría de saber no será el destello de la conexión entre
conocimientos significativos plantados en la memoria. El alzhéimer impuesto por
la prisa de los valores añadidos como faralaes al desnudo esencial funda una
nueva cultura extrahumana, pericerebral,
circunhumana, emocionovirtual: la tragedia de las nubes, la necesidad
contingente de sus contenidos, la
aleatoriedad de las coyunturas algorítmicas son las nuevas trama del destino de
los nuevos Edipos de chichinabo.
No
hay salto generacional: construimos un abismo disfrazado de competencias, una
zanja que no es trinchera, que es suicidio de padres militantes del parricidio
que borran todo rastro de ley para que los hijos la hagan a su medida sin
referencia. Sobre ese magma crecen en autonomía protésica ante el Caballo de
Troya de la pantalla. Es el autodidactismo que pide la innovolatría, a demanda
del infantilismo endémico de la impaciencia primaria eterna. Un desmadre y un
despadre que abortan una infancia prorrogada, agónicamente feliz, peterpanizada
en un exilio vacío de raíz y huérfano de nostalgia. Gamificada la
responsabilidad (no ludificada, que el latín pone cadenas de memoria al
fagocifuturo) las apuestas y los juegos son metonimia del seguro azar de
Salinas que asegura el riesgo que compensa la rutina. La infancia como patria
es ya un negocio para toda la vida. Asidos al humo proyectado, ciframos en
experiencias presentes el vértigo de la incógnita de tanta mediocridad
talentosa. Lo excepcional es el anzuelo del progreso: una trampa sistémica que
alimenta lo mismo que castra, haciendo responsable a la persona de lo que no
consigue como individuo y vendiéndole los lenitivos para su fracaso en subcontratas o en
pedagogías de la superación envenenadas de éxito. Siglos de conocimiento son
negados por un constructivismo de opereta bufa. Si ese milagro no es posible,
el responsable de no haber sabido dinamizar la epifanía es el profesor
desmotivante, castrador de descubrimientos de vía iluminativa sin purgación, en
plena unión pansciente global. Así, “youtubers”, “instagramers”, operaciones
triunfo “mediatiquizadas” o cualquier cantamañanas “gottalentoso” tiene voz acunada por los “coachs”
de la teleirrealidad verosimilizada. Ante una genialidad como la de cien mil
millones de poemas de Raymond Queneau (1961, en el contexto creado por el
taller de literatura potencial del grupo Oulipo) o la aplicación n de Jorge Drexler (2012) hay un
encandilamiento por el destello que quema su raíz y queda en brillo de triunfo
sin fuego de constancia, como talento de rayo sin tormenta.
La
distopía presente es la peor por falta de perspectiva. La literatura (hay que buscarle utilidad para que no muera)
nos puede dar la que necesitamos para vivir en una felicidad razonable,
razonada y crítica. Leer Crímenes del
futuro de Juan Soto Ivars o Fackbook.
El libro de los hechos de Diego Sánchez Aguilar es un ejercicio necesario
para que el Show de Truman o el de
Julen (Alicia “redoaled”) no adocenen
nuestra capacidad de rebeldía humana fértil. Hacer y decir son complementarios,
pero no excluyentes: en Facebook exhibimos
al decir y mostrar; en Fackbook
ciframos la acción para intervenir en un mundo socialmente pervertido. Vivimos
en la posada aislada de Procusto y nos creemos habitantes de la Quinta Avenida
de New York.
“Carpe diem” con hipoteca de futuro,
liberado de lastre de la memoria. El lenguaje como sumidero palabras,
alimentado de retórica hueca, de trampantojos léxicos y logomaquias, de tautologías de la sorpresa y la novedad. Es
el triunfo de la taumaturgia virtual de los algoritmos de la comunicación. Se
impone una oralidad sin alfabeto para no entendernos: que es como decir que
cada uno entiende lo que quiere y que el progreso es de quienes orquestan esa
incomunicación feliz.
Todo
cambia dentro de un movimiento imposible: todo se mueve preñado de duraciones
que fertilizan el flujo, recorrido por las zancadas de Aquiles entre los
infinitos puntos de la carrera. Ser para dejar de ser. Dejar de ser para ser.
Seguir siendo mientras se cambia en una crisis que abona el crecimiento
centrífugo y centrípeto que configura nuestra identidad. Arder en el fuego frío
de la hoguera alimentada con leña del árbol de la vida y del árbol de la
ciencia.
En la
empatía del pensamiento plano (pero con mucho color y movimiento) cultivamos un
conformismo rebelde sin cuestionamiento crítico del marco heredado porque
quienes diseñan su actualización, titiriteros y tramoyistas de la felicidad,
también han pensado en las batallas que pueden perder para ganar.
Silencio y
sueño. Estuario del duermevela fértil. Sorpresa de la calma, de la tregua sin
tiempo. Mientras, el “wiffi” es como
el aire y la prótesis del “smartphone”
nos sitúa en un mundo ajeno cada vez más nuestro, que nos aloja y nos aleja.
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