viernes, 8 de mayo de 2020

La vida secreta de las palabras: “Hecatombe” catastrófica en tiempos de 5G


 
Obra de Zdsislaw Beksinski. Progresamos desde la luz del móvil en la banda ancha


                                                       
En el año 01dC19 cuaja plenamente el monopolio fraguado en un cóctel de grito anestesiador y silencio cifrado exhibido en las décadas anteriores al cero meridiano de este momento. La única opción de progreso.


hecatombe 

Del lat. hecatombe, y este del gr. ἑκατόμβη hekatómbē.

1. f. Mortandad de personas.

2. f. Desgracia, catástrofe.

3. f. Sacrificio de 100 reses vacunas u otras víctimas, que hacían los antiguos a sus dioses.

4. f. Sacrificio solemne en que es grande el número de víctimas.

catástrofe 

Del lat. tardío catastrŏphe, y este del gr. καταστροφή katastrophḗ, der. de καταστρέφειν katastréphein 'abatir, destruir'.

1. f. Suceso que produce gran destrucción o daño.

2. f. Persona o cosa que defrauda absolutamente las expectativas que suscitaba. El estreno fue una catástrofe.

3. f. Mat. Cambio brusco de estado de un sistema dinámico, provocado por una mínima alteración de uno de sus parámetros.

4. f. T. lit. Desenlace de una obra dramática, al que preceden la epítasis y la prótasis.

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Sin más ruinas que la de las inteligencia no artificial, “desescalamos” aquello que nunca escalamos, aunque vivimos la alarma del aumento rápido, subrepticio y sobrevenido de la presencia invisible de nuestra vulnerabilidad.  En ese epicentro, lo que no nos mata no nos hacer fuertes. Lo que no ha matado pasa por ser lo que nos salva. Nos saludamos en las pantallas: nos damos y deseamos salud, que eso es saludar (“ave, Caesar: salve”; “avete/salvete/valete, amici”). Las pantallas nos salvan de la soledad, de la distancia social, del aislamiento. Vivir en la paradoja fuera de la mente, autoconfinados, recluidos en un destierro en el propio hogar para seguir más fuera de nosotros que nunca de tan dentro como nos queremos hallar. Los límites son ya ilimitados. Pero solo tenemos un cuerpo y un falso don de la ubicuidad como prótesis disponible en una aplicación. Nos han hecho creer que somos un todo magmático de holística mindfulnéssica de coach paulocoelhiano de subcontrata. En el smilecentrismo, la tragedia sin tragedia porque la vivimos en clave de comedia de autoexplotados. Sintoísmo sin raíz, de humo de ambiente de centro comercial, de neuromarketing. El estrés neuronal domado: acelerado para necesitar el antídoto a precios competitivos de la gratuidad más cara. Incitados por el susurro ASMR. Solidarios por soledad. Solitarios por necesidad social. Kantianos de intención y utilitaristas sin humanismo de facto, aunque pongamos banda sonora de palmas a las tardes de esta primavera tan cargada de otoños, tan herida de invierno.

Hecatombe y catástrofe con sordina. Ilusión y entusiasmo. Alegría y felicidad. Revolución y cambio. Todo lo ahorma el gran regazo de madrastra que nos acoge, Cenicientas o a Auroras, en la religión de un capitalismo cuya capital es el lucro teledirigido con su campo base en el corazón de cada persona hecha cliente y turista de la vida.

Veganos, sacrificamos cien bueyes. Instagrameados y Youtuberizados sentimos en golpe teatral del vuelco en el desenlace del argumento. Ludificados, somos jugados en el engaño. Ateos pero devotos del algoritmo nos vendemos desde el prurito, desde el fervor interior vuelto en fachada. El exceso cinético nos hace alegres y la alegría vivaz nos lleva a pensar que somos felices o podemos serlo si nos movemos más y mejor: ese destino que tanto merecemos ahítos de satisfacción insatisfecha, finalidad fértil de nuestra beatitud sin más arrobo que el de la felación onanista. Rebeldes de opereta, sin catástrofe feraz que opere eficiente y eficaz en la imposición del cambio unilateral y orquestado, chapoteamos en la indignación estéril y militamos en la obediencia sistémica. Protagonistas pasivos de una evolución en la que, como figurantes, nos han hecho pensar que somos protagonistas.

Hacemos de la comunicación un código de emojis que usurpan a las palabras el fuego de correspondencias y resonancias de su etimología. En el gran teatro global de la pantalla que es el universo, seguimos anhelando lo que no tenemos. Huérfanos de abrazos y besos, cuando los labios y los brazos puedan ejercer su responsabilidad sin fantasmas, viviremos ya en un tiempo de dependencias pixeladas. Los abrazos, esos besos de los brazos, lo besos, ese brindis de corazones, y los aplausos, esa percusión doméstica del entusiasmo, al poder ser, añorarán su imposibilidad en las nuevas posibilidades y serán la metonimia catastrófica de una hecatombe cultural de ilusos alegres y felices, agentes y víctimas del gran pantallazo que seremos.

Sacrificar cien reses a los dioses para llegar a la catarsis tras la catástrofe sigue siendo un ritual automatizado, trágico de comedia e incruento. Un holocausto integrado en los hábitos. Ante el pozo sin fondo de la pantalla, la cornucopia tantálica, mídica y narcisista. Distraídos libamos los frutos de reiteradas catástasis algoritmizadas en banners sin apariencia de clímax pero muy rentables en su amabilidad molesta asumida, como de mosca cojonera soft y en bucle. El sacrificio vive en las palabras. El sacrificio vive muerto en los actos en que, ignorantes, lo perpetuamos con cada paseo digital sobre la superficie del pozo de los deseos, orlados del electromagnetismo que induce la sed de ser inducidos, alejados del bosque de símbolos, prisioneros en el bosque de antenas de frutos sabrosos de veneno e invisibles.

En el corazón del apocalipsis, la hégira y la pascua. Al otro lado nos estamos esperando desdoblados en abrazadores con guantes y mascarilla y amantes de plasma desnudos. Tras la hecatombe, el premio cultivado de la catástrofe sin catarsis. Los bueyes alimentarán a los salvadores de tanto peligro acechante, que nos miran como la versión actualizada de Prometeo, sin tragedia, como target en sus nichos floridos.



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