lunes, 21 de diciembre de 2020

Palimpsesto de la vida-historia-vida: La ciudad que el diablo se llevó de David Toscana. El nuevo giro copernicano sobre el horror

 


 

Enfocar la vida. Enfocar la ficción. El ojo del novelista consigue que en la deformación confrontada de la ficción con la realidad vuelva a nacer vida donde empieza a enraizar el olvido abonado con la usura del tiempo por los sicarios memoricidas.

 

 

 

TOSCANA, David (2020). La ciudad que el diablo se llevó. Avinyonet del Penedès (Barcelona): Candaya, 67.

 

Sobre la ruina, la vida. Sobre la impostura, la literatura. Sobre lo políticamente correcto: el esperpento.

La Lista de Schildler de Spielberg (basada en Schindler’s Ark de Thomas Keneally), El pianista de Polanski (basada en las memorias El pianista del gueto de Varsovia de Wlandyslaw Szpilman), el Diario de Anna Frank (que pudieron ser los de Kasia y Gosia), El drama de Varsovia (1939-1944) de Casimiro Granzow, La aritmética del diablo de Jane Yolen o El oficial polaco de Alan Furst son quistes en la historia de la verdad polaca de la Segunda guerra mundial. Toscana saja esa pústula, valleinclanamente, y la hace fluir desde el pasado hacia el futuro, como el Vístula.

Sobre el inicio de una novela olvidada, destruida o usurpada (pág. 40):

“Si uno sigue el curso del Vístula, desde su nacimiento en los montes Cárpatos hasta donde dios le preste fuerzas, habrá de encontrarse una noche con la ciudad taciturna y misteriosa que lleva el nombre de Varsovia”;

otros inicios posibles plagiados superpuestos:

el nazi (pág. 42):

         Si uno sigue el curso del Danubio, desde su nacimiento en la Selva negra hasta donde el Führer le preste fuerzas, habrá de encontrarse una noche con la ciudad espléndida e imperial que lleva el nombre de Viena”;

el  soviético (pág. 120):

“Si uno sigue el curso del Volga, desde su origen en la meseta de Valdái hasta donde se lo permita el Partido, habrá de encontrarse una noche con la ciudad sólida y progresista que lleva el nombre de Stalingrado”.

Hasta volver a ser un nuevo inicio a la luz de tanta sombra y ruina, reinventado en una nueva Varsovia enlodada y poblada de muertes (pág. 278):

         “Si uno sigue el recorrido del tranvía ocho, desde su terminal en la plaza Narutowicz hasta donde lo lleve un billete de veinte grosz, habrá de encontrarse con una ciudad extinta y endemoniada que lleva el nombre de Varsovia”

En el límite, la salida de la armonía de contrarios: la fusión-frontera de la tragedia y la comedia. El carnaval en la ruina como modo de supervivencia. Esto es: la ironía. En el argumento de esta novela convergen los personajes de Esperando de Godot de Samuel Beckett, la espera sin espera de los bárbaros de Kavafis y la irrealidad real de Luis Landero. Ludwik es el enterrador de Powazki y el sepulturero de Hamlet. La orgía ebria de vida restaña heridas desde el tremendismo y la picaresca: una mano cercenada acariciadora; el corazón de Chopin como lagarto que da cuerpo al alcohol bebible, medicinal; la necrofilia etílica hecha broma que va más allá de la del marqués de Bradomín en las Sonatas valleinclanianas (con tufo a muerte que es olor a mierda de vivo); el palimpsesto de la cólera de Aquiles de una épica sin epicidad, negra de guerra: “Cántale a Varsovia, amigo mío, la ciudad que el diablo se llevó” (pág. 101).Papel reciclado. Historia reciclada. Palimpsesto de vidas desde el arte. Una novela perdida sobre una ciudad perdida. Las divinas palabras, en latín (¡claro!), para una enajenación anestesiada con vodka y perspectiva. La belleza del horror en lo real maravilloso etílico. La metamorfosis de la guerra como puente entre dos pérdidas: la provocada por el nazismo y la “salvadora” del comunismo. Solo la lógica de la borrachera permite la vida de esos volatineros que son Ludwick, Feliks,  Olga, Kazimiers, Marianka, Eugeniusz, el barbero, el novelista, incluso la viuda enamorada Kukulska o Gosia y Kasia (esas niñas-mujeres ficticias en la ficción real de una casa ocupada, cuya fotografía es fotografiada por la luz de los relámpagos y da carbón a los ocupantes ocupados). También la pierna ortopédica de madera del barbero, el corazón de Chopin o la mano en alcohol amante de Marianka (¿amputadora de la pierna del barbero?).Porque la vida es un hiato entre la ficción y la vida con vocación de diptongo. La escatología como evidencia cartesiana de la posibilidad de vivir.

         Ni el barbero ni el novelista tienen nombre. El nazismo y el comunismo sí los tienen: los nombres de sus ejecutores. El diablo que se llevó Varsovia tiene el nombre de los cuatro nombres. Las ínfulas de santo de pseudosan Eugenio de Varsovia han dado, quizás, un  Papa. Un pontífice fruto de la ironía mística y alcohólica: “La carne podría convertirse directamente en otra carne o debía hacer escala en un pan?”(pág. 230). O del sacrificio: ¿llegar a la santidad mediante el tormento de la hoguera o de la cruz, de la guerra o del alcohol? La ironía trágica percute sobre la conciencia y hace a los personajes “enanos y patizambos que juegan una tragedia” (Valle-Inclán dixit).

         David Toscana (Monterrey, 1961, ingeniero industrial y de sistemas) es un fabulador mexicano con experiencia polaca. El ritual de la muerte interseca en su narración y entre la ficción y la realidad. Como en Eduardo Ruiz Sosa (Cuántos de los tuyos han muerto)  o en Juan Rulfo (Pedro Páramo), la muerte nace para alumbrar la vida. La ruina, la catástrofe (ese volverse en contra, ese voltear hacia abajo, tan teatral), el desastre (ese ir contra los astros, ese hacer negativa la posibilidad) ilumina la historia de la que se nutre para trascenderla. La devastación agosta el alrededor de la que sus protagonistas son centro. La amistad los salva del naufragio social. La amistad y la anestesia etílica que los hace creerse “cráneos previlegiados” en la controversia del esperpento real de su ficción. Ludwick, Eugeniusz, Kazimierz y Feliks son los supervivientes de una coyuntura felizmente fatal: la suerte los libró de una ejecución de fueron difiriendo hasta sobrevivir entre la muerte. Son los héroes y víctimas de una pandemia bélica: la que acaece en una Varsovia devastada por pretensión (que tensa y rompe) de refundar el mundo desde el maniqueísmo. Nazis y soviéticos aniquilan la posibilidad polaca para hacerla suya enajenándola.

La nube del vodka da alas a la vida mientras la civilización va mutando. Kafka toma nota y David Toscana interpreta la tragedia en clave de comedia bufa trascendente. Entre los cascotes florece, caos, belleza y posibilidad, la vida. Como narrador cervantino (sin la complejidad que consigue Gustavo Faverón en Vivir abajo) Toscana nos regala un juego de espejos (deformantes algunos) en los que vivir el caleidoscopio de la ficción sometida a la matemática refundadora de la realidad. Es el volver a empezar, en la ruina, de cada lector: el futuro fractal de la Varsovia herida que centrifuga su gueto en el tiempo y en el espacio. Una tienda de rapiña, usura de la supervivencia, y una delación forzada, la del capitán Bojarski, son el cuaderno de bitácora de la crisis que puede ser la supervivencia. El morse puede ser el código de la ilusión en la brecha funambulista entre la vida y la muerte. Engañar al diablo es una gesta de dioses: los hombres deben conformarse con las artimañas del trilero fáustico. Un sepulturero, un cura confinado en la "extremasunciones", un aspirante a conserje que quiere hacerse pasar por astrónomo copernicano y un aniñado gestor de la impostura comercial juegan sus cartas en una mesa náufraga y ajena.

El estilo de la novela permite la reflexión existencial en un marco de broma trascendente. Para compensar la suerte de un fusilamiento perdonado por el azar y cierta bravuconería, los protagonistas nos regalan su verborrea para conjurar la muerte con la que conviven. Pero Toscana consigue un trazo ágil en que lo lírico, lo telegráfico, lo narrativo, lo trascendente y las contingencias, lo histórico y lo inventado consiguen un tono que fluye como el Vístula. Alternan capítulos muy breves con otros que nunca llegan a ser largos, alternando protagonismos para conseguir un mosaico de complementariedades sinérgicas. Y en la trama, la urdimbre del esperpento: visión de altura sobre el horror, armonía de contrarios y carnavalización. Realismo mágico, irónico y poético para una memoria herida, para una novela hospitalizada y enterrada, para sus lectores imposibles muertos. El alma perdida del novelista, como título y entelequia, fantasmea en una Comala edificada de cascotes en la Segunda guerra mundial (el quince por ciento de los edificios verticales velan la horizontalidad precipitada). Feliks, jugando con la radio, saluda a la nada receptora “desde Varsovia libre” (pág. 44): envía sus palabras al infinito y el silencio hace que se sienta poeta. Kazimierz ignora lo que lee en De revolutionibus orbium coelestium: otro giro copernicano, bufo en su tragedia, es el de su presente polaco. El guiño cervantino en la narración (“¿Quiénes serían mis compañeros de borrachera si el índice del nazi hubiese señalado a tres hombres distintos?”, pág. 51) frontaliza el hecho narrativo mismo. Como esa máquina de escribir eléctrica (sin tener donde enchufarla) alemana que la lengua polaca necesita enmendar a mano para recuperar su ortografía (usurpada como el territorio invadido). Una novela perdida en una ciudad perdida. Y la vida que dura y perdura mientras se cuenta: el novelista se alimenta del esfuerzo por recordar la novela perdida; los cuentos que, incluso en morse, dan esperanzas en la oscuridad de la tragedia (la vida puede ser un hilo entre la realidad y la ficción, bajo una puerta que separa a dos prisioneros); las palabras inventadas para recuperar las pérdidas; el vodka que nutre de palabras la sordidez en espacios que fueron fiesta, como el  café Adria, y son escombro.

“Tenemos un grupo. Nos emborrachamos para celebrar que estamos vivos” (pág. 109)

“Cansados de bailar, tumbados en el suelo, todavía alegres por el recuerdo de la alegría, bebieron otra ronda” (pág. 117)

La novela trenza un doble interés lector: el trasversal diacrónico del argumento y su diálogo entre la historia y la ficción y el puntual y sincrónico de un estilo lleno de matices y guiños.De lo escatológico (la verruga de Ludwick operada por el barbero y “amada” por una rata, la mano amputada del amante Piotr que acaricia la espalda desnuda de la enfermera Marianka, el corazón de Chopin como copa en la que libar el coñac en que se conservaba desde 1849), de la burla de lo sagrado (circuncisiones, caballos de tiro sin “pedigrí” litúrgico kóhser…) a las divinas palabras que pueden ser las del latín de Copérnico traducido por Eugeniusz para un Kazimierz que quiere asegurarse un oficio (el de conserje en un liceo con pretensión de maestro) que pueden estar a la misma altura que latinajos como el “halitus cloacarum” de las letrinas (pág. 131).”Cualquier texto de trascendencia para el espíritu había de escribirse en latín” (pág. 191) Es la potencia de la metamorfosis de la guerra. O sentencias, aforísticas (“porque matar se vuelve un acto repetitivo, pero morir es siempre una novedad” -pág. 144-) o líricas (“la caída de la nieve es más silenciosa que el silencio” -pág. 155- en el prodigio de la primera nevada del año). O, en lo más gramatical, el uso de la aposición. O el surrealismo que va balizando todo el argumento. Por aluvión, la estructura de la novela atrapa y sorprende (desde la voz narrativa a los diálogos incrustados -pág. 185, por ejemplo-).

El barbero bien pudiera ser el mismo diablo que se llevó a Varsovia quién sabe adónde. Y el novelista, su cronista. Ludwick, parloteador enterrador, ha llevado el cuaderno de bitácora de la muerte en Varsovia, incluso como celestino de necrofilias. Eugeniusz (el bien nacido) da bendición de extremaunción al vodka (“Deus nostro fiat aquam vitae benedictus et nos beberis”) La inmortalidad de tanto protagonista mortal, Vístula abajo, hacia la mar, bien pudiera ser una nota a pie de página de la historia que nos ha quedado por contar y que reclama su resucitación como palimpsesto celebratorio:

“Ludwik depositó la pata de palo en el centro de la barca. Llenó el cuenco de alcohol y le prendió fuego. Los cuatro se acercaron hasta casi quemarse. La madera de la pata del barbero se iba consumiendo poco a poco” (pág. 283)

David Toscana juega con los lectores, nos provoca para entrar en esa sucursal lúdica de la historia que es la novela. Onetti o Monterroso (cuando despertaron el monstruo seguía allí), cortazarianamente, toscanean en los senderos de una continuidad de los parques en la que somos centro y excipiente, kafkianamente lúcidos. El Vístula imaginado por el novelista, perdido, enterrado, redivivo y palimpsestado, como una vena fluvial de la ficción, lleva a los protagonistas salvados de la quema sobre su lomo de agua, muerte y posibilidad. El calor de la prótesis del barbero, metonimia de la supervivencia con la que poder alargar el calor de la vida, arde sobre la barca que busca el mar. La bosquiana y cervantina nave de los locos, sobre el espejo valleinclaniano del río del pesebre del Jardín de las delicias inducido por el vodka, late en el tríptico esperpéntico de las páginas de esta novela. Quizás puedan volver a empezarse en aquel aquí del otro lado.

 

        

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