“Quaeris, quot mihi basiationes
Tuae, Lesbia, sint satis superque.
Quam magnus numerus Libyssae harenae
Lasarpiciferis iacet Cyrenis,
Oraclum Iovis inter aestuosi
et Batti veteris sacrumsSepulcrum;
Aut quam sidera multa, cum tacet nox,
Furtivos hominum vident amores:
Tam te basia multa basiare
Vesano satis super Catullo est,
Quae nec pernumerare curiosi
Possint nec mala fascinare lingua”.
Caius Valerius Catullus, Carmen VII
“El arte de vivir es el arte de saber creer en las mentiras”.
“Si el sexo no fuese la cosa más importante de la vida, el Génesis habría empezado por ahí”.
“La literatura es la defensa frente a las ofensas de la vida”
Cesare Pavese
“La virtud es artificial, sobrenatural. El mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte”.
Charles Baudelaire
“Yo creo en el amor, pero creo en un amor que surja en el contacto con la extrañeza, no en proyectar en el otro lo que yo necesito, que el otro sea para mí mi propia tranquilidad”.
Darío Sztajnszrajber
“Car je est un autre”.
Arthur Rimbaud
“Otra vez la ninfas emergiendo dl lago, con su pérfido erotismo, para ahogar al incauto Hilas”.
Fernando Parra, pág. 263
“Río de ti, rayo de mí:
no siento ninguna pena.
Rayo de ti, río de mí:
esta es nuestra verbena”.
Maria Arnal y Marcel Bagés
“Luego vino el invierno,
el infierno de meses
y meses de agonía
y la noche final de pastillas y alcohol
y vómito en la alfombra.
Yo me salvé escribiendo
después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”.
“De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación –y ya es decir-
[…]
¡Si no fuese tan puta!
Y si yo no supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando yo enfurezco…”
“Y es necesario en cuatrocientas noches
-con cuatrocientos cuerpos diferentes-
haber hecho el amor. Que sus misterios,
como dijo el poeta, son del alma,
pero el cuerpo es el libro en que se leen”
Jaime Gil de Biedma
“¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!”
Garcilaso de la Vega, soneto XIII
“Esta corporeidad moral y rosa
donde el amor inventa su infinito”
Pedro Salinas
PARRA NOGUERAS, Fernando. El antropoide. Avinyonet del Penedés (Barcelona): Candaya, 2021. Candaya Narrativa, 71.
Frente a los hipervículos que agotan toda posibilidad real de asunción significativa de información, la vivencia en la experiencia lectora y sus correspondencias personales cultivadas en horas de aguantar libros en las manos. Frente a la algoritmización, la literaturización. Eso es, entre otras cosas, la novela de Fernando Parra: una sugerente nota a pie de página que va abriendo conexiones con otras lecturas, una constelación de diálogos entre el autor, los personajes y el universo literario del lector. Porque cada uno lleva consigo, en su memoria, una biblioteca. Y las ideas, imágenes o emociones recordadas vuelva en agua de sus cangilones sobre la nueva corriente del nuevo texto que interpreta en el presente la vida.
La larga cita Mortal y rosa de Francisco Umbral que hace de pórtico del argumento nos da las claves estilísticas de la novela de Fernando Parra. Y no solo por el léxico y el juego intertextual o la noción de antropoide que presenta en su dualidad persona-bestia (Jekyll-Hyde), sino por la impostación que el mismo dandismo umbraliano-baudelairiano aporta a la esencia del protagonista en su poliédrica naturaleza de Eduardo, Esteban, doctor Lanyon, hombre, antropoide, esteta, hedonista, depravado, Quijote y Sade, lector y protagonista… La novela de Fernando Parra es la substancia entre el texto de Umbral y el poema de Eloy Sánchez Rosillo que, epifonemático con sordina, epiloga las aventuras donjuanescas de un Brandon Sullivan redimido por la literatura aun en el naufragio de las consecuencias de su promiscuidad.
Acabé de leer El antropoide y volví a leerlo otra vez, circularmente. Como en “Continuidad de los parques” de Cortázar: la página 281 me lleva, acto seguido, a la 10. Como la novela me había llevado a volver a leer Mortal y rosa o a ver las películas Shame (Steve McQueen, 2011), Showgirls (Paul Verhoeven, 1995), In a Lonely Place (Nicholas Ray, 1950), La buena estrella (Ricardo Franco, 1997) o Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999). Literatura turbo: alimentada de arte que da potencia al arte que contiene, invoca y provoca. La elegía como oda: la liberación catártica de la escritura, en la vida y en la ficción. Juego de espejos, ironía cervantina contra el naufragio vital, en la vida del aire y en la vida de la páginas. En la novela de Umbral y en la de Fernando Parra.
Es una novela que yinyanguea en un vaivén de complementarios: de la dualidad hace la energía motriz de su proyección lectora: Jekyll-Eduardo /Hyde-Eduardo; ficción de segundo nivel-ficción de primer nivel (cervantinamente, con ventanas a otras realidades ficticias): Esteban-Eduardo; contexto del lector-contexto de los personajes; erotismo y pornografía; crudeza visceral, escatología y amaneramiento estético; ninfas y nínfulas, hetairas y putas… Desde una gradación de la ironía que va desde la antífrasis a la manipulación cínica de lo que se sabe para fingir ignorancia. Fuera de la novela y dentro es el arte quien salva a las personas y a los personajes: la concepción romántica, sin ñoñerías, da perspectiva estetizante al gozo y al sufrimiento. El artista se ve pintando en el cuadro que pinta, a lo Velázquez en Las meninas, siendo sujeto agente y paciente de la acción, experimentador y experimentado, objeto directo e indirecto, rodeado de predicativos. El homo sapiens follando con neardentales (y viceversa) en el edén mancillado por un pecado original redivivo cada noche en cualquier Manger la pomme de cualquier ciudad del mundo globalizado, en los reclamos de sus anuncios clasificados de cualquier diario, incluso de los conservadores (que el picor del bajo vientre no atiende a ideologías, es prurito animal de toda laya se santigüe o blasfeme).
Aunque el protagonista es Esteban Zárate Mencía, Pablo Romacho y Violeta, en su redondez de doble identidad (la de primer nivel y la del segundo nivel de ficción) son fundamentales para el desarrollo del argumento como actantes, con el fotógrafo Marlon (que solo es antagonista en el segundo nivel) como personaje destacado también. La complejidad de sus interacciones merece la atención lectora, eclipsada quizás por el viaje quijotesco-dantesco-baudelairiano (sin dejar de llevarnos a Max Estrella) de Eduardo Zúñiga Menéndez, protagonista y víctima de las circunstancias que lo llevan del incesto a la novela que estamos leyendo mientras acaba, idea bella en cuerpo corrompido, en la RAIS. Los nombres y los motes de los protagonistas son pequeñas joyas engastadas en la orfebrería narrativa de del autor.
El tema de la novela, así la leo, es el rescate de la cultura del humanoide que todos podemos volver a ser si nos dejamos llevar por el desorden impuesto (en falsa seducción) por las inercias. Todo el argumento es una confesión para vivir plenamente la agonía del fracaso. Todo en la novela converge en su final, que ilumina las 271 páginas anteriores (con sus cuarenta capítulos culminados en un “Positivo” negativo (aventura dantesca, con sus infiernos, su Virgilio y su Beatriz) que da lugar a un “carpe diem” agónico de lazareto. Sin moraleja. Con un bailar sobre la propia tumba con la pareja acrisolada en tanto vaivén e intriga. Porque es una novela de amor: amor a la vida y a la literatura. Don Juan rescatado por doña Inés, muertos los dos en vida, vivos en su muerte, entre los velos de Salomé, la Innombrable. Un amor tan idealizado como erosionado por los roces promiscuos, ensartado por una culpa trasversal a lo Rodión Raskólnikov que evidencia el absurdo humano, el desorden concupiscente desde el redil moral del amor soñado que todos, en una proporción u otra, experimentamos. En la guerra vital entre neuronas y hormonas todos los ejércitos ganan batallas: la proporción y el control social del antropoide construyen la personalidad. Las aspiraciones y su realización se van trenzando en concreciones que, entre frustraciones y éxitos puntuales, entre prebendas, trampas y azares, materializan el itinerario vital del Esteban-Eduardo que todos podemos ser. Hay un final feliz pírrico en la aventura del protagonista en su dualidad de realidad-ficción (la de Esteban, mediatizado por Pablo) y de metaficción cervantina (Eduardo).
Hyde es “el otro” pero también el yo de Jekyll. Macbeth y lady Macbeth simultáneos; Eduardo y Esteban superpuestos. Ser en el “doppelgänger” del necesitar estar. Enmendar los anuncios clasificados y ser nombrado como el “Desclasificado”. Buscar la redención en un pseudoincesto inducido por una hermana, Virginia, que le permite ver cómo hacer de la literatura un caballo de Troya para conquistar con dolo literario la reconstrucción de su ruina humana. Son las “personas del verbo” jaimegildebiedmanas. El amor de su madre y de Cleo llevan a Eduardo a la virtud (como reliquia de ceniza en la correa del reloj o como amor dulcineico). Virginia-Virgilio, la hermana ordenadora, la doncella virginal que conduce a Eduardo a la conquista de su debilidad por homeopatía. La incitadora a saciar la promiscuidad en la que vive el amor para salvarlo de la erosión. Eduardo-quimera, que empieza eyaculando, Onán de la urgencia, en un preservativo que muere reventado en el asfalto ante uno de los semáforos en rojo de su perdición burocrática, y acaba en un “happy ending” valleinclanesco de tufo romántico muy eficaz literariamente.
El argumento de la novela vive en la estructura, en los detalles que lo trufan, la intriga que, Guadiana de la trama, busca la complicidad del lector y la pirotecnia léxica y metaliteraria que abona en los sobreentedidos lo explícito literal. Basta leer el índice (de “Ni coribantes frigios ni hostias” a “Un paso”) para, incitados por la desorientación de la heterogeneidad, caer en una lectura que seduce, sicalíptica y “pedante”, para aventurarnos en el viaje por sus páginas. Los recursos formales enriquecen más todavía su lectura: invito al lector a pasearse por las páginas 9, 62, 126, 200, 258, 271 el listado exhaustivo de “tags” de búsqueda de las páginas 162, 163 y 164 como muestra. Y a leer en los finales de la mayoría de capítulos un epifonema que, en su prolepsis, alimenta tanta analepsis (intrínseca y extrínseca) que hace palanca en la inteligencia del lector para incitarlo-excitarlo (en cuerpo y cultura, en goce de lectura). Las elipsis también le dan al tejido literario una riqueza que requiere la complicidad del lector (en sus contrastes, en su diálogo, en su complementariedad –véase, por ejemplo, la conexión entre la expresión de los ojos que parece una respuesta de la página 172 y la respuesta de la página 181; o el “¿Tú feliz?” de Hanako de la página 202 y el final del capítulo “Flor de loto” de la página 253; o el primer capítulo y el último párrafo del 38, “Poética”…-).
Si la estructura ya asegura los andamios de la calidad literaria, sus detalles de construcción permiten que sea una vivienda de alto standing. Para ello, nada mejor que la lectura atenta. Pero apunto aquí algunas posibilidades en las que disfrutar. La más destacada, por evidente y frontalizada, es la lexicoespermatorrea, el registro culto que le da al autor y al personaje en su perfil filológico mucha cancha: el “alarde eréctil” (con paráfrasis becqueriana) de la cita inicial de Umbral abre la veda y a su eco acuden “fragores epilépticos de muñeca” (pág. 15); “cárabe” (pág. 18);“fruslerías metemático-literarias” (pág. 21); “siniestras y tiránicas ontologías” (pág. 23); reflexiones sobre los sufijos (págs.27-28); “gematría” (pág. 53); “targumán” (pág. 54) “ortogravida” (pág. 63) “columbrar” (pág. 82); “tricilinio” (-sic- pág. 125); la subtitulación del capítulo “Cinegética” (“Rececho”, “Reclamo”, “Caza de madriguera”); “leviatán” (pág. 136);” dipsómano” (pág. 137); “balduque” (pág. 141); “polímetro” (pag. 149); “pedófilo” vs. “pederasta” (pág. 161); “malacate”, eslingas” (pág. 194); “clavera” (pág. 195); “copela” (pág. 197); “zangondongo” (pág. 200); “alijar” (pág. 201); “tósigo” (pág. 208); “malacóloga” (pág. 224); “ajorcas” (pág. 244, que siempre nos llevan a Bécquer); “neófito”, “domeñar” (pág. 257); “cohorte” (pág. 260); “badil” (pág. 264); … Ese sibaritismo, hiperbolizado, lleva a la genialidad de la traducción valleinclanesca de los anuncios clasificados (es imposible no recordar Luces de bohemia en su degradación por esperpentización sublimadora). Cuando Eduardo entra en el locutorio desde el que da rienda suelta a su libido más rastrera, el narrador afirma ante el ambiente pestilente: “Evita tragar saliva porque el olor se ha comunicado ya a la boca y la sinestesia está bien en la poesía, pero no en su faringe” (pág. 51). Es un procedimiento que el propio personaje practica: hace de cualquier visión sexualizada una narración arcádica pero cuando la recrea masturbándose se animaliza para saciar al antropoide, muy lejos de la sensibilidad del poeta que también es. Otro logro del autor es la siembra de greguerías, que concretan la ironía y el humor de toda la novela en cápsulas memorables: son abundantes e ingeniosas. A modo de aperitivo: los buzones con más de un destinatario como “panteones postales” (pág. 188); la montaña rusa de la M, la caída libre de la Z, la E como un andamiaje (págs. 206-207); “holocausto de millones de células” (pág. 205); o las palomitas como “genocidio del maíz” (pág. 249).
La voz narrativa merece también atención. La naturaleza del narrador, omnisciente, cervantinamente, juega con el lector: tiene breves destellos de estilo indirecto libre, interpela directamente a quien lee, metanarrativamente (léase, por ejemplo, en las páginas 57, 69, 82, 128, 160), manipula los tiempos… Nos deja a la expectativa, como quedan el Vizcaíno y el Caballero de la Triste figura con las espadas en alto entre los capítulos VIII y IX de la primera parte de El Quijote; leemos lo que los personajes leen como en las novelas ejemplares El casamiento engañoso y El coloquio de los perros o como los personajes de la segunda parte de El Quijote ven a una “persona” que es personaje en la primera parte. Contrasta, además, la enjundia léxica, el retoricismo caracterizador del protagonista, con la agilidad en la puntuación y la sintaxis, en la que abundan los periodos breves, muy frecuentes en los finales de capítulo, epifonemáticos.
Si Mortal y rosa es un monólogo construido en una prosa lírica y onírica que contiene la bella elegía de la muerte real de un niño, El antropoide es una novela narrada desde una voz omnisciente y cómplice con el lector que juega en la hibridez, en la dualidad de personajes, tonos y vaivenes entre apariencia y realidad en el plano de la ficción. En ambos textos hay pérdida: y en los dos una catarsis obrada por la traducción literaria de la vida. Umbral lo explica y se salva. Parra Nogueras, es mi opinión, salva al personaje aunque su final cuente con la hipoteca estragante de sus excesos arrullada por la ternura empática de sus consecuencias. Toda la novela, en su intertextualidad engastada en el fluir narrativo contiene dosis de la cura que solo puede ser lenitivo o tirita para la enfermedad real. El estudio de la oportunidad de las citas (literales o mencionadas) que van alimentando la acción narrativa da lugar a una lectura interesante (por ejemplo: págs. 29, 34,30, 40-41, 53, 54, 59, 79, 80,
De la escatología que nos lleva de la repugnancia del “cruising” de urgencia cuando se acaba la noche y no el hambre sexual, que huele a viejo, a la escatofilia, pasando por el amor maternal y el traducido a aromas de “donna angelicata”, el desahogo chapero, la confusión bukákica, la masturbación como necesidad conciliadora con el equilibrio (con ese hallazgo inicial del preservativo incriminador de su asepsia preventiva; con esa infección final por abuso del orden del caos de las necesidades antropoides). De las arcadias y los edenes a los lodazales en que florecen los nenúfares. Esas ninfeas, como vaginas dentadas, como penes taladro, habitantes de los fluidos del placer insaciado, serán pústulas purulentas. Pero el narrador obrará el milagro de la belleza valleinclaniana. Hay mucho vicio en la novela. Tanto como belleza. En esa armonía de contrarios vive la ficción de Fernando Parra, vestida de ingenio culturalista en la adolescencia del siglo XXI que no de venecianismo finisecular (modernista o de los Novísimos). No hay decadentismo, sí síntomas de decadencia. Lo digital que convive con lo analógico: pornografía infinita en la pantalla y acumulación de cartas en el buzón. Entre avisos y multas por saltarse esos semáforos que balizan toda la novela, la carta de Cleo en la que, siguiéndole la impostación del juego literario con El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, rechaza su vasallaje amoroso en favor del amor del abogado Jorge.
La novela está sembrada de guiños: ironía, humor, contrafactas, metaculturalidad. Combina la alta cultura con la serie B, como Valle-Inclán, con lo que eleva la cultura supuestamente baja y degrada la supuestamente alta. En la primera cita de Eduardo con Cloe, Liszt (herencia del padre) y Palito Ortega (herencia de la alegría de la madre –cuyas cenizas de difunta, en la correa de su reloj, le inducen a la virtud-) buscan su protagonismo. Suena “tengo el corazón contento lleno de alegría” en la víspera del gozo y en el tocadiscos heredado de su madre: ante Cloe, Eduardo-Dafnis, pone la banda sonora de Liszt. “La felicidad” de Palito Ortega: “Sueño de amor” de Liszt. Y la intriga, que también la tiene la novela, va atando cabos no solo en la estructura de sus cuarenta y un capítulos (cuarenta con títulos cómplices que llevan a su lectura, más el epílogo “Apócrifo” –en números romanos-, más el estrambote del bello poema de Eloy Sánchez Rosillo sobre la identidad como coda, estrambote o conclusión lírica a tanta bestialidad antropoide), puede cifrarse, entre otras estrategias menores, en las némesis de causa-consecuencia que provoca el fotógrafo Marlon.
Fernando Parra nos ofrece, al levantar las persianas de su artefacto literario, una tela entretejida de realidades y ficciones, con urdimbres y tramas propias sobre las que borda telas ajenas que enriquecen su ficción, a lo Jaime Gil de Biedma. Esteban-Eduardo-Orfeo se salva claudicando, confesándose literariamente para salvarse ante Cecilia-Cleo-Eurídice (y gracias a ella) y rescatarla, precisamente, al mirar atrás y verse viéndose en su dualidad Jekyll-Hyde. Alimenta la novela su autor con las correspondencias centradas en Eduardo y su sombra y viceversa pero que nutre la trama de todas las duplicidades que son causa y consecuencia de las acciones, en su conexión entre potencia y acto. Es una novela de reciprocidades que crean identidades, desde la voluntad o la necesidad. Eduardo es o que ha heredado y la gestión que de esa posibilidad ha concretado: es persona, personaje e individuo de ingenio brillante y culturalista encauzado según las imposiciones de sus contextos, que potencian su dualidad privado-social, íntimo-público, profesional-experimentador, idealización-instinto (ese amor celeste y pandémico que polariza la narración), vida-ficción…: haz y envés de un corrector de estilo de vida en disolución de su gramática vital, “desclasificado” por apodo y por práctica, esteta y canalla, el Eduardo noctámbulo y el Eduardo de Cloe, retórico y crápula. El micromundo literario del protagonista lo sitúa, simultáneamente, dentro y fuera de la realidad en la realidad de la ficción. Como a Alonso Quijano-don Quijote, como a Tomás Rodaja-Licenciado Vidriera (pero a Eduardo es el membrillo del rayo de luna becqueriano el que lo lleva y lo trae del corral de gallinas de Dulcinea a su ebúrnea estancia preciosista). El salón de espejos de la novela refleja en el amaneramiento retórico la escatología, la estetización pedantesca, el metalenguaje y la etimología en las urgencias espermatorreicas. La paradoja del soneto XIII de Garcilaso, su bucle de condena por la culpa y liberación por el “omnia vicit amor”, el llanto feliz, enhebra un argumento que es un espejo en el que los lectores podemos ser y recrearnos literariamente. Como hace el artista ruso Alexey Kondakov al superponer imágenes de la pintura clásica sobre escenarios del presente, Fernando Parra Nogueras sitúa a las ninfas de Waterhouse en prostíbulos. De esa tensión saltan las chispas del arte. La paleta del novelista utiliza una técnica de Photoshop mental, con los colores y formas de la imaginación inducida por su talento en la mezcla. Mitología de putas. Felación de hetairas o geishas (como Hanako). En esa frontera que marca el desvirgue de Eduardo
con un masaje tailandés entre el “averno de la moral” (pág. 93), el prólogo del vicio y la profesionalidad sexual asexuada pero sexualilizada por los clientes, no por las masajistas. Hierofanías y pasillos franceses con penes mamables, self-service, bufet libre de chupachups de carne. Petazeta como trasunto del ninfulismo de la Lolita nabokiana, como elixir, como filtro amoroso que nos remite a el doctor Lanyon o a Tristan e Isolda. Un cambalache sugestivo en el que el lector puede dejarse llevar, sobrevolando el texto de la novela con los mimbres que Fernando Parra dispone para que puedan hacerse tantos cestos como lecturas.
Esta novela es una poética: expone una poiesis. Hace, crea. Juega con la creación y sus planos, metanarra para devolverle a la vida la posibilidad de deshabitar el antropoide que se apodera de las personas, para desarbolar al leviatán que rapta al poeta. Tiene algo de novela moral, sin moralina, desde el contraejemplo, como el Libro de buen amor, recreándose en aquello que quiere evitar. Si se quiere, la novela tiene una lectura pornográfica. Pero ese ingrediente es excipiente, no substancia esencial. Eduardo somos también nosotros: su insatisfacción intelectual (incomprensión laboral de su talento que no le pasa más factura que la de la frustración –su economía la tiene asegurada y necesita arriesgarse-) es encauzada en una biología de placeres displicentes que le amargan la idealización y le minan la salud. Si la tragedia final vale la pena o no lo ha de juzgar cada lector. El vaivén entre el animal que somos y la mente que abstrae las ideas de la realidad para proyectarnos es el bajo continuo de toda la narración.
Acabo por donde empieza la novela, tras la portada del detalle de Hylas y las ninfas de J. W. Waterhouse, la dedicatoria, que es una declaración de intenciones y objetivo:
“A Beatriz, que cada día me salva del antropoide.
A la Literatura, por lo mismo”
Así en la vida como en el texto.
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