En Sabadell, el Vapor Buxeda Vell, musealizado, convive con este edificio de hojalata. El ladrillo visto, hecho humo de chimenea, contrapuntea y puentea los tiempos. En la heterogeneidad podría habitar, si no hay usura, la vida de todos los presentes. ¿Panóptico global?
A Mané Espinosa, amigo desde la infancia, que fue capaz de dejar la seguridad de obrero por la incertidumbre del arte.
“La contemplación ayuda a entender el movimiento de la vida, porque en constante movimiento la vida no se entiende”
Beatriz Montañez. Niadela. Madrid: Errata naturae, 2021, pág.193
Podemos pasear por la ciudad. Pensar en Baudelaire y el Paris de Haussmann: poesía maldita para renovar la lírica desde el bucolismo canalla urbano feísta. La ciudad fue campo antes de ser ciudad. Sabadell, por ejemplo.
Un trámite burocrático me lleva y me trae. Demasiado lejos para ir caminando desde casa. Pero el tiempo es ahora mío y puedo estirarlo para hacer de la oportunidad un deambular por el alrededor, convirtiendo una mutua fiscalizadora en un presbiterio y mi ruta en una girola con ábsides y absidiolos en los que encapsular como ágoras las naves laterales de mi itinerario improvisado. La carretera de Barcelona vive, desde su alzhéimer inducido, preñada de industrias textiles en sus aledaños. Fue campo. Fue revolución industrial. Es ciudad de servicios entre naves restañadas y solares horizontales pendientes de verticalidad. Las chimeneas de ladrillo, con anillos metálicos de catalejo, buscan cielos para liberar el suelo de humos (que los coches siembran ahora sobre el asfalto)
Las fábricas textiles de la mitad de siglo XIX (como la de Vapor Buxeda Vell) fueron el monopolio arquitectónico de la zona. La lana y el algodón eran la materia prima que transformaba el campo en ciudad: lo que ahora es museo, fue una instalación dedicada al proceso de producción, manufacturación y producción de tejidos de origen natural. Un siglo y medio después (casi) la raíz animal del producto final es una reliquia que compite con los materiales sintéticos fabricados en los limbos de la industria y vendidos como “prêt-à-porter” de saldo en cualquier franquicia de cualquier centro comercial, amenazados desde la sombra de buitre de Amazon.
Un sagrado corazón de Jesús presidía el despacho del director de la fábrica (y algunos calendarios de otros bombeos de sangre más excitantes decoraban los vestuarios de sus trabajadores –no en 1850: sí en 1970-). Ahora, los corazones, si los hay, brillan, “ad personam”, en cada pantalla. Pantallas taraceadas y estarcidas virtualmente de corazones rojos, violetas, verdes… Con mensaje espiritual o, simplemente, como inercia emoticónica.
Cuando no hay capacidad de eficiencia planificadora puede haber un colchón de tiempo. Tiempo para compensar la carencia de urgencia eficaz. Ese paréntesis, esa pausa, fragua vida donde hay espera sin desesperación ni prótesis de entretenimiento. Todo es digno de contemplación, que es la contemporización ante la prisa. Paseo por fábricas abandonadas de solares vendibles y por fábricas musealizadas. Llamar “vapor”, metonímicamente, a las empresas que obtenían su energía por ese método novedoso en el siglo XIX, me lleva a los cargueros de mineral que atracaban en el puerto de Águilas, a sus máquinas de tren. La torre con los focos de la estación ha menguado con la edad y la falta de necesidad, pero los “vapores” llegaban al puerto aunque dejaron de funcionar con esa tracción hace años. Los mayores del pueblo siguen llamando vapores a cualquier embarcación de gran tonelaje. El sudor de los fogoneros, de barcos o de trenes, late en el estruendo de las fábricas textiles. Es vapor de sangre, palada a palada, con un circuito reconocible físicamente, como de alambique prodigioso que multiplica la fuerza humana en vez de quintaesenciarla. Una técnica cercana a la del herrero: material, tridimensional, tangible, aprendible físicamente. Un oficio como el de pescador o labrador o ganadero, con sus tiempos y sus espacios. Esa herencia, fagocitada por el progreso, cabe ya en un circuito parido por una impresora 3D en alguna fábrica de algún país deslocalizado. Lo esencial es invisible, nos dijo Antoine Saint-Exupéry. Pero aquella invisibilidad o es esta. El lirismo de su propuesta es ahora prosaísmo monetizado sin mística. “Love is in the air”: un aire wifficado, esponsorizado, contaminado de la tela de araña invisible que hace que todo sea posible si hay un lugar sin lugar de referencia en el que cobrar los servicios de tanta gratuidad usurera.
Editar la vida como si fuera una obra de arte es el trampantojo mediático. Somos artefactos en pantallas, actores de una película en unos tiempos que no son reales. Como este texto: las imágenes quedan en mi mente compiladora de tiempos vividos durante un tiempo continuo sin cortes, en la espera. No hace falta entretenerse en los prólogos: la vida misma sigue siéndolo en las treguas. El aburrimiento es una mala lectura de la posibilidad, incluso etimológicamente. “Aburrir” y “aborrecer”, siendo sentidos parientes, nos llevan a estados negativos de aversión a algo, al riesgo, por ejemplo, que es aquello que horroriza, que pone los pelos de punta, de lo que nos alejamos (“ab-horrere”). Ese es un tiempo posibilidades. Cuando no planificas el tiempo compensa la falta de ingeniería. Eso es el cauce de un río o una estalactita: tiempo acumulado, sinécdoque del tiempo de dios. “Largo me lo fiáis”, dice cínica y socarronamente don Juan para combatir su miedo, fanfarrón. Pero “no hay plazo que no llegue ni deuda que no se pague”. El continuum de vivir siempre está a este lado de la pantalla.
Grito:oralidad:carta:libro:periódico:blog:Facebook:Twitter:Instagram…Del vagido a la palabra y de la palabra a la imagen codificada. Lo que oíamos o leíamos nacía en un trazado sonoro o gráfico reconocible. Lo que vemos ahora es la apariencia de un entramado digital que no podemos ver. ¿Una realidad aumentada? La industria producía cosas desde los artefactos mecánicos: el agua se hacía vapor y su fuerza movía engranajes que daban lugar a construcciones. Todo ocupaba espacio y se medía en tiempo de latidos sin urgencias y sin calibrar latencias. La sangre y el vapor se parecen. La carne y el plástico no. Ni las neuronas y sus suplantaciones de virtualidad binaria (menos cuando esta es cuántica, plenamente divina ya). Una industria invisible de conexiones etéreas gobierna el mundo mientras los vestigios de sus cimientos son solares que bostezan antes de ser oficinas para la especulación inmobiliaria.
Mientras esperaba la hora de mi visita médica, cultivando en el tiempo de mi huerto, he sido testigo presencial (tautología necesaria) de un barrio en trasformación como todos los siempres de siempre pero aceleradamente y con poca consciencia, por inercia de un monopolio de progreso que deja pocas posibilidades al progreso como bien común necesario.
Vapor de sangre.
La ruina de la industria
es carne de aire
No hay comentarios:
Publicar un comentario