Último día en
Águilas de este verano. A contraagonía, agostado, quiero ser paisaje para
recordarme al mirar cómo se recorta la costa contra los azules. Trisco hasta la
punta de la estribación rocosa de la Cabeza del caballo, pasado el faro verde
de entrada a la ensenada. Los vestigios de las cuevas me hablan de cómo había
un privilegio anacrónico en la pobreza de otros tiempos. Vadeo por la pasarela
pétrea la conexión marina entre Calafría y la bahía de Levante. Llego al
pequeño puerto del farolero y busco la senda que me lleve hasta el punto más cercano
a la embocadura de la entrada al puerto. Después me siento a contemplar.
Desde tierra,
aunque sea precaria, casi una isla, el mar es recuerdo. Sus olas vienen y van y
son siempre la misma y distinta en cada fluir. Me susurran una idea con su
ejemplo. No es posible desaprender si antes no se ha aprendido. Y otra: esperar
cultiva la esperanza, prepara el momento en un ritual fértil de paciencias y
sosiegos.
Escribo esto en
Ábradas, esa fusión mía (mítica, fruto de vivir líricamente entre dos espacios
reales) que tanto me da y que es ya lugar ubicuo.
El haiku nació
en la contemplación de un final que siempre es principio, como el mar. Como la
poesía.
En Calafría
las
raíces del águila
se ramifican.
se ramifican.
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