A
mi abuela Paquita Peña Zamora, a mi madre María Ramírez Peña y a mi tía Blasi
López Peña por su saber hacer de la cocina nutricia un arte de batalla diaria,
por haberme educado el gusto.
El brindis incruento con bombas de ajo colorao
solo puede augurar una experiencia cultural de fusión sinestésica. La cocina y
la poesía se trenzan para darle a la tradición y a la innovación, al sentir y
al pensar, un peldaño hacia el progreso.
Cuando el
arte de preparar la comida busca la afición a comer aguzando el gusto
conseguimos una simbiosis cultural de trasciende el acto nutricio y se hace
diálogo entre quien crea sinfonías de sabores y quien la interpreta en su
paladar. La gastronomía gestiona el arreglo del estómago, su restauración para
dar vida a la persona que lo alimenta. La poesía pone duración a lo que
saborea. Ese encuentro entre gastronomía y poesía fue epifanía el 25 de julio
de 2018, festividad del apóstol Santiago, gracias a la generosidad del chef
Daniel Méndez, creador de óperas alimenticias (algunas, platos de culto), de
miniaturas sabrosas, de una saga de cocineros en ensanchan los matices del
significado de comer.
Fue un
banquete, un ágape, un simposio a lo Platón. Pero aunque el amor fue tema de
conversación, lo que inventamos allí fue un metabanquete salpimentado con todo
lo que el placer de comer traía a la colación, condimentado con las derivas que
volvían al puerto del plato sacado a escena. Y fueron diecisietes las
oportunidades de digresión. Como el título del poema de Arquestrato (siglo IV a
de NE), Hedypatheia, nos dejamos
seducir por la gastrología del buen
convite, un viaje cultural por las seis percepciones del gusto,
concienzudamente orquestadas por el arte de quien, comensal ocasional, prueba
sus lienzos desde el otro lado.
Cada
bocado merece una poema, pero hoy buscamos el panorama. Desde el retrogusto del
gusto pletórico con sustanciación contextualizadora del placer vivido, este fue
el menú desgustación:
1-
Carpaccio
de champiñón Portobello marinado en aceite de trufa blanca, queso parmesano y
almendra molida. Las finas láminas de carne de seta, como corazones
pedunculados, de textura firme y tersa, endulzan buscando el umami de la fusión
con el polvo de parmesano y el crujiente de almendra. Su alma blanca, como la
trufa de su maceración, contiene el exotismo moreno de su exterior. La
seducción de la combinación abre la expectativa.
2-
Rollitos
nem rellenos de gambas, translúcidos fideos de arroz y hortalizas y enriquecido
con salsa vietnamita. Bocado de secuencia fresca vestido de obleas de arroz,
como una rosa blanca, que despierta el verde de la albahaca, la cremosidad del
aguacate o la roja entereza del chile. Un ligero y lejano bajo continuo de nuoc nam (extracto de pescado que
recuerda a la soja, pero no lo es) le da contexto a la gamba.
3-
Tártar
de atún con alga wakame, sésamo, tres texturas de wasabi, guacamole, caviar de
arenque y salsa ponzu. Para redimensionar su presentación es necesario destruir
su belleza para mezclar los componentes: la amalgama conecta los matices de sus
extremos y da a cada bocado el universo completo que quiere ser. La carne roja
atempera su sangre con la alcalinidad de las algas japonesas, que ganas cuerpo
con un ligero sabor a la raíz del wasabi, con sésamo como pecas que son hitos
que explotan al masticar. El guacamole, esa manteca verde, densa y suave,
marida con la salobridad del arenque esferificado. La vinagreta de yuzu y
vinagre de arroz, como el agua para amasar el pan, liga todos los versos
sueltos que podrían ser los ingredientes para componer un poema estrófico
deconstruido.
4-
Paté
gárum con untosa base de bonito en su punto de oreo, puré de tomate seco,
coulis de maracuyá, tapenade de aceitunas verdes, alcaparras, concase de tomate
y esferificaciones de fruta de la pasión y tomate. Este gárum tiene salsa
gárum: más que una obviedad es la certificación de la honradez de Daniel
Méndez. Porque ese licuamen no se improvisa: la maceración de los ingredientes
que destilan el jugo requiere un proceso largo y paciente, ajeno a las prisas.
Su concentración da mar al mar del bonito que cimenta el paté.
Como ya es un clásico (en toda su acepción)
contemporáneo, tiene su soneto:
Mar
concentrado y orlado de sol
orbitado por islas de
tomate,
satélites esféricos que
laten
sobre lecho olivado de
pasión.
Polvo
de estrellas verde cebollino
busca la convergencia de
la tápena
sobre un corazón redondo de plaza
donde el azul pescado
hace nido.
Receta
heredada cuajada en ámbar,
en olas de huerto
liofilizado.
En paté el licuamen
transformado
guinda, verde y negro,
su áurea salsa.
En
dulce naufragio de faro canta
esta sirena del sabor de Águilas.
5-
Carpaccio
de secreto ibérico marinado en salsa ponzu, queso parmesano, manzana ácida,
guindilla piparra y caviar de manzana. El secreto está, sobre todo, en la
precisión de la maduración de la carne sumergida en caldo japonés. La acidez de
la manzana, en bastones blancos y verdes, trasversales, que dan radio a la
esfericidad laminada, enhebra su sabor en guindillas como balizas hacia el
navegar placentero del comer.
6-
Steak
tartar garumniano: solomillo de ternera cortado a cuchillo, pepinillo
agridulce, tápena, mostaza, yema de huevo osmotizada en soja, caviar de brandy,
soja texturizada, cebolla liofilizada y quinoa inflada. En este caso, sobran
las palabras porque no son suficientes para describir el remolino que va del
plato al cerebro. Bien mezclado todo, osmotizaciones, liofilizaciones y
esferificaciones, el sabio escindir del cuchillo y la leche que mamó la ternera,
bailan y cantan en el gusto como una Fantasía de Walt Disney como un universo.
La carne cruda se cocina en la boca: su elegancia cremosa y agridulce de
desgrana para alimentar estómago y neuronas.
7-
Muhhamara
siria: paté de pimientos rojos asados, melaza de granada, nueves y esferas de
tomate. Como el humus, la muhhamara es tan nuestra como exótica. Garbanzos o
pimientos texturizados dan a su naturaleza un vergel de matices. El molde de su
redondez de desparrama al correr libre de moldes en el túnel de los sentires.
8-
Bomba
de ajo colorao: bolas de patata con corazón del tradicional guiso aguileño de
pescadores preñado de musinas, ñoras, cebolla y pimentón, presentando en
empanado de panko sobre una ola cremosa de su caldo quintaesenciado, con
crujiente de cereal. Este poema gustativo también ha inspirado su soneto, en el
que cantan, hechas arte, todas las hambres de los marineros.
Cápsula
de tiempo que es epicentro
del descarte hecho arte:
musina,
temblaera
llegan a la cocina
del barco faenando aguas
adentro.
Del
puerto: ñoras, patatas y ajos,
tomate, rojo pimentón,
comino.
Guiso convexo
univitelino,
apoteosis empanada en
panko.
Venus
nace sobre su ola cóncava,
florece en su horizonte
cremoso
de azacaneos de amuras y
cofas.
Majada
la esencia, busca la playa
de la frontera el caldo
sofrito.
Amanece el sol en su mar naranja.
Como el grano de arena en una perla, la pesca
descartada para la venta se viste del nácar que la hace joya. Esa es el alma de
la perla de ajo colorao de Daniel Méndez.
9-
Langostino
frito al ajillo con picadillo de cebolleta, tomate y guacamole. No se puede beber,
pero en el morder vive toda el agua que lo fundó. La copa le da la cuna: la
boca el homenaje a un minimalismo crustáceo que dura nadando entre las papilas
gustativas del mar del recordar.
10-
Bravas
de Sergi Arola-Méndez-Ruz: escultura cilíndrica de patata confitada en cocción
en aceite a baja temperatura rellena de la salsa macerada al calor del fuego
lento y coronada con la ajonesa fresca que le da el contraste definitivo. Es la
máquina perfecta, la miniatura escultórica más democrática, la mejor tapa del
mundo por consenso. No es una imitación vulgar: es la brava de Arola.
Equilibrada, cremosa por dentro, crujiente y corpórea en su fachada. El relleno
de su concavidad dura en proporción al macerado confitado de su cuerpo y al
corazón de la “gymnopédie” de su
chup-chup. Lo difícil es vencer la tentación de la ingesta rápida: estas no son
patatas bravas de batalla arrebatadas. Estas sacian la gula fácil y reconfortan
el espíritu. Son esculturas de carne de patata con médula de duración dorada y
tomate bravo mimado al calor del amor del fuego.
11-
Palitos
de queso de cabra con guayaba y espuma de mango aromatizado con azahar. La
simplicidad juanramoniana: un palo con tuétano de queso que hace gondolero al
comensal que boga en una salsa que se retrae hasta su nido, cremosa, esponjosa
de amarillos cítricos que vampirizan la acidez salobre de la esencia de cabra.
12-
Sam
satay sumatreño de chato murciano: mechas de carne del cerdo autóctono murciano
empanadas sobre el dulce de lechuga, hortalizas, piña y salsa de cacahuete.
Indonesia y la Costa cálida abrazándose en olas, cúrcuma y murcianidad
especiando el espeto desensartado. Comida callejera exótica servida en mantel:
así el curry, la leche de coco, los cacahuetes tostados alejados de la
cascaruja y la pasta de tamarindo ponen el vestido indonesio al cerdo hecho
hilos de Lorca que sigue comiendo lechuga y piña en su nuevo lecho.
13-
Cachapa
venezolano-aguileña de carne mechada, mozarela y base de pan de maíz. Los
guarapitos y las rumbas con sus juguitos de papelón del valle de los Caracas
laten en esta transliteración, cuyo estigma es que el queso de mano debe ser
italiano y la guasacaca del Caribe murciano. Miras a la cocina y contemplas un
beso entre Dani y Arlenys y lo comprendes todo mientras degustas sin necesidad
de trasnochar.
14-
Empanadillas
argentinas veladoras de un secreto que se descubre al saborearlas. El cofre del
tesoro lo delata: empanar la fórmula argentina trasciende el chimichurri y lo
encierra en la concha de pasta que desvela en su crujir dos continentes: el del
interior y el del exterior. La oscuridad sabrosa de su relleno solo ve la luz
del paladar.
15-
Rollito
japonés-vietnamita relleno de fideos de arroz, gamba y salsa nem. Una fusión de
primavera asiática, entre el makisushi y el canelón de papel de arroz que
suplanta al alga nori. El pescado tiene su recuerdo en la gamba, carne de mar
en la carne de tierra que lo centra. El vinagre de arroz y la salsa hoisin
maridan contrapunteando la dulzura general del bocado. Como un hueso de santo
salado, su médula nos cuenta una historia de experimentos culinarios que acabó
hallado la fórmula del placer gustativo.
16-
Jamoncitos
de pollo con salsa kimchi que nos traen Corea a Águilas. Huérfanos de resto de
su cuerpo, los muslitos encuentran en la fermentación de la col china las alas
del sabor que necesitan. Salados y picantes, buscan, enrojecidos por el chile
encarnado, el troj de la boca para transformarse en sabor aguileño.
17-
Maceta
de tres texturas de chocolate, de frío a cálido, del fondo cremoso a la tierra,
pasando por la mouse, cuyo centro edénico es un árbol de menta que florece del
placer del mejor de los postres.
Entrar en
Garum es entrar en el laberinto de Dédalo. Daniel es Ariadna y su saber hacer
regala el hilo con el que llegar hasta el Minotauro, el tuétano mismo del
placer gustativo. A veces se llega en un plato (el gárum o la bomba de ajo
colorao, pongamos por caso); otras es la síntesis de lo degustado el Minotauro.
El hilo de Daniel, hilado por sus abuelos, sus padres y sus hermanos, es soga
corchada por él. Con ella, deconstruida, hace pleita, vuelve a la filástica, al
filete, a la estopa: con esparto viejo y fibras nuevas construye experiencias
culturales de yantar. En el corazón del dédalo, una cornucopia de sugerencias
agasaja a quien come, además de con los sentidos, con la idea.
Son platos
iceberg en océanos de maceración y marinación (en aceite de trufa, en ponzu…),
mimados en cocción confitante, destilaciones y quintaesencias, embellecidos con racimos de esferificaciones,
nidos de pasión o concase.
Cinco
sabores. Cinco sentidos. Todos juegan en el tablero de ajedrez que propone
Daniel Méndez. Sí, su cocina también se oye: en su bomba de ajo colorao, por
ejemplo, suenan voces marineras, azacaneos en la cubierta entre jarcias, ollas
que llegan a su plétora mientras el pito de la estación anuncia la hora de
comer.
Como el
verano hace los higos, Daniel Méndez entroja el sabor concentrado en lo que
toca. En su paleta de gustos, el quinto as, el umami, abandera las balizas de
la lengua, el paladar, el estómago y la idea, las amalgama, esenciales, en su
destilación. Como un catavientos, eleva el rizoma del sabor para mostrar en los
cinco sentidos el arte consciente y sensible de comer. Cualquier día nos
sorprende con un postre de jínjoles o con una paella de salsa de tápenas y parpatana.
Y la creatividad de Daniel Méndez acrisola corazones de sorpresa en cada bocado
que inventa porque cocina para sorprendernos. Porque los clásicos nacen para
sorprendernos siempre.
El bonito oreado, el gárum destilado y la fruta de la pasión se alían para conseguir el mejor pastel de pescado. |
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