jueves, 2 de agosto de 2018

Inspiración: experiencia poeticogastronómica en Garum.


 
Brindis sólido con bomba de ajo colorao para que el oído también participe en el banquete.




A mi abuela Paquita Peña Zamora, a mi madre María Ramírez Peña y a mi tía Blasi López Peña por su saber hacer de la cocina nutricia un arte de batalla diaria, por haberme educado el gusto.




El  brindis incruento con bombas de ajo colorao solo puede augurar una experiencia cultural de fusión sinestésica. La cocina y la poesía se trenzan para darle a la tradición y a la innovación, al sentir y al pensar, un peldaño hacia el progreso.

Cuando el arte de preparar la comida busca la afición a comer aguzando el gusto conseguimos una simbiosis cultural de trasciende el acto nutricio y se hace diálogo entre quien crea sinfonías de sabores y quien la interpreta en su paladar. La gastronomía gestiona el arreglo del estómago, su restauración para dar vida a la persona que lo alimenta. La poesía pone duración a lo que saborea. Ese encuentro entre gastronomía y poesía fue epifanía el 25 de julio de 2018, festividad del apóstol Santiago, gracias a la generosidad del chef Daniel Méndez, creador de óperas alimenticias (algunas, platos de culto), de miniaturas sabrosas, de una saga de cocineros en ensanchan los matices del significado de comer.

Fue un banquete, un ágape, un simposio a lo Platón. Pero aunque el amor fue tema de conversación, lo que inventamos allí fue un metabanquete salpimentado con todo lo que el placer de comer traía a la colación, condimentado con las derivas que volvían al puerto del plato sacado a escena. Y fueron diecisietes las oportunidades de digresión. Como el título del poema de Arquestrato (siglo IV a de NE), Hedypatheia, nos dejamos seducir por la gastrología  del buen convite, un viaje cultural por las seis percepciones del gusto, concienzudamente orquestadas por el arte de quien, comensal ocasional, prueba sus lienzos desde el otro lado.

Cada bocado merece una poema, pero hoy buscamos el panorama. Desde el retrogusto del gusto pletórico con sustanciación contextualizadora del placer vivido, este fue el menú desgustación:

1-   Carpaccio de champiñón Portobello marinado en aceite de trufa blanca, queso parmesano y almendra molida. Las finas láminas de carne de seta, como corazones pedunculados, de textura firme y tersa, endulzan buscando el umami de la fusión con el polvo de parmesano y el crujiente de almendra. Su alma blanca, como la trufa de su maceración, contiene el exotismo moreno de su exterior. La seducción de la combinación abre la expectativa.

2-   Rollitos nem rellenos de gambas, translúcidos fideos de arroz y hortalizas y enriquecido con salsa vietnamita. Bocado de secuencia fresca vestido de obleas de arroz, como una rosa blanca, que despierta el verde de la albahaca, la cremosidad del aguacate o la roja entereza del chile. Un ligero y lejano bajo continuo de nuoc nam (extracto de pescado que recuerda a la soja, pero no lo es) le da contexto a la gamba.


3-   Tártar de atún con alga wakame, sésamo, tres texturas de wasabi, guacamole, caviar de arenque y salsa ponzu. Para redimensionar su presentación es necesario destruir su belleza para mezclar los componentes: la amalgama conecta los matices de sus extremos y da a cada bocado el universo completo que quiere ser. La carne roja atempera su sangre con la alcalinidad de las algas japonesas, que ganas cuerpo con un ligero sabor a la raíz del wasabi, con sésamo como pecas que son hitos que explotan al masticar. El guacamole, esa manteca verde, densa y suave, marida con la salobridad del arenque esferificado. La vinagreta de yuzu y vinagre de arroz, como el agua para amasar el pan, liga todos los versos sueltos que podrían ser los ingredientes para componer un poema estrófico deconstruido.

4-   Paté gárum con untosa base de bonito en su punto de oreo, puré de tomate seco, coulis de maracuyá, tapenade de aceitunas verdes, alcaparras, concase de tomate y esferificaciones de fruta de la pasión y tomate. Este gárum tiene salsa gárum: más que una obviedad es la certificación de la honradez de Daniel Méndez. Porque ese licuamen no se improvisa: la maceración de los ingredientes que destilan el jugo requiere un proceso largo y paciente, ajeno a las prisas. Su concentración da mar al mar del bonito que cimenta el paté.
Como ya es un clásico (en toda su acepción) contemporáneo, tiene su soneto:


Mar concentrado y orlado de sol
orbitado por islas de tomate,
satélites esféricos que laten
sobre lecho olivado de pasión.

Polvo de estrellas verde cebollino
busca la convergencia de la tápena
sobre  un corazón redondo de plaza
donde el azul pescado hace nido.

Receta heredada cuajada en ámbar,
en olas de huerto liofilizado.
En paté el licuamen transformado
guinda, verde y negro, su áurea salsa.
    
En dulce naufragio de faro canta
esta sirena del sabor de Águilas.


5-   Carpaccio de secreto ibérico marinado en salsa ponzu, queso parmesano, manzana ácida, guindilla piparra y caviar de manzana. El secreto está, sobre todo, en la precisión de la maduración de la carne sumergida en caldo japonés. La acidez de la manzana, en bastones blancos y verdes, trasversales, que dan radio a la esfericidad laminada, enhebra su sabor en guindillas como balizas hacia el navegar placentero del comer.

6-   Steak tartar garumniano: solomillo de ternera cortado a cuchillo, pepinillo agridulce, tápena, mostaza, yema de huevo osmotizada en soja, caviar de brandy, soja texturizada, cebolla liofilizada y quinoa inflada. En este caso, sobran las palabras porque no son suficientes para describir el remolino que va del plato al cerebro. Bien mezclado todo, osmotizaciones, liofilizaciones y esferificaciones, el sabio escindir del cuchillo y la leche que mamó la ternera, bailan y cantan en el gusto como una Fantasía de Walt Disney como un universo. La carne cruda se cocina en la boca: su elegancia cremosa y agridulce de desgrana para alimentar estómago y neuronas.


7-   Muhhamara siria: paté de pimientos rojos asados, melaza de granada, nueves y esferas de tomate. Como el humus, la muhhamara es tan nuestra como exótica. Garbanzos o pimientos texturizados dan a su naturaleza un vergel de matices. El molde de su redondez de desparrama al correr libre de moldes en el túnel de los sentires.

8-   Bomba de ajo colorao: bolas de patata con corazón del tradicional guiso aguileño de pescadores preñado de musinas, ñoras, cebolla y pimentón, presentando en empanado de panko sobre una ola cremosa de su caldo quintaesenciado, con crujiente de cereal. Este poema gustativo también ha inspirado su soneto, en el que cantan, hechas arte, todas las hambres de los marineros.

Cápsula de tiempo que es epicentro
del descarte hecho arte: musina,
temblaera  llegan a la cocina
del barco faenando aguas adentro.

Del puerto: ñoras, patatas y ajos,
tomate, rojo pimentón, comino.
Guiso convexo univitelino,
apoteosis empanada en panko.

Venus nace sobre su ola cóncava,
florece en su horizonte cremoso
de azacaneos de amuras y cofas.

Majada la esencia, busca la playa
de la frontera el caldo sofrito.
Amanece el sol en su mar naranja.

Como el grano de arena en una perla, la pesca descartada para la venta se viste del nácar que la hace joya. Esa es el alma de la perla de ajo colorao de Daniel Méndez.

9-   Langostino frito al ajillo con picadillo de cebolleta, tomate y guacamole. No se puede beber, pero en el morder vive toda el agua que lo fundó. La copa le da la cuna: la boca el homenaje a un minimalismo crustáceo que dura nadando entre las papilas gustativas del mar del recordar.

10-       Bravas de Sergi Arola-Méndez-Ruz: escultura cilíndrica de patata confitada en cocción en aceite a baja temperatura rellena de la salsa macerada al calor del fuego lento y coronada con la ajonesa fresca que le da el contraste definitivo. Es la máquina perfecta, la miniatura escultórica más democrática, la mejor tapa del mundo por consenso. No es una imitación vulgar: es la brava de Arola. Equilibrada, cremosa por dentro, crujiente y corpórea en su fachada. El relleno de su concavidad dura en proporción al macerado confitado de su cuerpo y al corazón de la “gymnopédie” de su chup-chup. Lo difícil es vencer la tentación de la ingesta rápida: estas no son patatas bravas de batalla arrebatadas. Estas sacian la gula fácil y reconfortan el espíritu. Son esculturas de carne de patata con médula de duración dorada y tomate bravo mimado al calor del amor del fuego.


11-       Palitos de queso de cabra con guayaba y espuma de mango aromatizado con azahar. La simplicidad juanramoniana: un palo con tuétano de queso que hace gondolero al comensal que boga en una salsa que se retrae hasta su nido, cremosa, esponjosa de amarillos cítricos que vampirizan la acidez salobre de la esencia de cabra.
12-       Sam satay sumatreño de chato murciano: mechas de carne del cerdo autóctono murciano empanadas sobre el dulce de lechuga, hortalizas, piña y salsa de cacahuete. Indonesia y la Costa cálida abrazándose en olas, cúrcuma y murcianidad especiando el espeto desensartado. Comida callejera exótica servida en mantel: así el curry, la leche de coco, los cacahuetes tostados alejados de la cascaruja y la pasta de tamarindo ponen el vestido indonesio al cerdo hecho hilos de Lorca que sigue comiendo lechuga y piña en su nuevo lecho.

13-       Cachapa venezolano-aguileña de carne mechada, mozarela y base de pan de maíz. Los guarapitos y las rumbas con sus juguitos de papelón del valle de los Caracas laten en esta transliteración, cuyo estigma es que el queso de mano debe ser italiano y la guasacaca del Caribe murciano. Miras a la cocina y contemplas un beso entre Dani y Arlenys y lo comprendes todo mientras degustas sin necesidad de trasnochar.


14-       Empanadillas argentinas veladoras de un secreto que se descubre al saborearlas. El cofre del tesoro lo delata: empanar la fórmula argentina trasciende el chimichurri y lo encierra en la concha de pasta que desvela en su crujir dos continentes: el del interior y el del exterior. La oscuridad sabrosa de su relleno solo ve la luz del paladar.

15-       Rollito japonés-vietnamita relleno de fideos de arroz, gamba y salsa nem. Una fusión de primavera asiática, entre el makisushi y el canelón de papel de arroz que suplanta al alga nori. El pescado tiene su recuerdo en la gamba, carne de mar en la carne de tierra que lo centra. El vinagre de arroz y la salsa hoisin maridan contrapunteando la dulzura general del bocado. Como un hueso de santo salado, su médula nos cuenta una historia de experimentos culinarios que acabó hallado la fórmula del placer gustativo.


16-       Jamoncitos de pollo con salsa kimchi que nos traen Corea a Águilas. Huérfanos de resto de su cuerpo, los muslitos encuentran en la fermentación de la col china las alas del sabor que necesitan. Salados y picantes, buscan, enrojecidos por el chile encarnado, el troj de la boca para transformarse en sabor aguileño.

17-       Maceta de tres texturas de chocolate, de frío a cálido, del fondo cremoso a la tierra, pasando por la mouse, cuyo centro edénico es un árbol de menta que florece del placer del mejor de los postres.
 
Entrar en Garum es entrar en el laberinto de Dédalo. Daniel es Ariadna y su saber hacer regala el hilo con el que llegar hasta el Minotauro, el tuétano mismo del placer gustativo. A veces se llega en un plato (el gárum o la bomba de ajo colorao, pongamos por caso); otras es la síntesis de lo degustado el Minotauro. El hilo de Daniel, hilado por sus abuelos, sus padres y sus hermanos, es soga corchada por él. Con ella, deconstruida, hace pleita, vuelve a la filástica, al filete, a la estopa: con esparto viejo y fibras nuevas construye experiencias culturales de yantar. En el corazón del dédalo, una cornucopia de sugerencias agasaja a quien come, además de con los sentidos, con la idea.

Son platos iceberg en océanos de maceración y marinación (en aceite de trufa, en ponzu…), mimados en cocción confitante, destilaciones y quintaesencias,  embellecidos con racimos de esferificaciones, nidos de pasión o concase.

Cinco sabores. Cinco sentidos. Todos juegan en el tablero de ajedrez que propone Daniel Méndez. Sí, su cocina también se oye: en su bomba de ajo colorao, por ejemplo, suenan voces marineras, azacaneos en la cubierta entre jarcias, ollas que llegan a su plétora mientras el pito de la estación anuncia la hora de comer.

Como el verano hace los higos, Daniel Méndez entroja el sabor concentrado en lo que toca. En su paleta de gustos, el quinto as, el umami, abandera las balizas de la lengua, el paladar, el estómago y la idea, las amalgama, esenciales, en su destilación. Como un catavientos, eleva el rizoma del sabor para mostrar en los cinco sentidos el arte consciente y sensible de comer. Cualquier día nos sorprende con un postre de jínjoles o con una paella de salsa de tápenas y parpatana. Y la creatividad de Daniel Méndez acrisola corazones de sorpresa en cada bocado que inventa porque cocina para sorprendernos. Porque los clásicos nacen para sorprendernos siempre.



El bonito oreado, el gárum destilado y la fruta de la pasión se alían para conseguir el mejor pastel de pescado.

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