Mientras un olivo se retuerce en el jardín de un restaurante, faralaes del objetivo, la vida fluye alegre y pletórica de la lírica más épica en su usura. |
A Tomás Borja Soler y Juan Soto Ivars,
lírica y épica de este mundo.
¡Beato
sillón! La casa
corrobora su presencia
con la vaga intermitencia
de su invocación en masa
a la memoria. No pasa
nada. Los ojos no ven,
saben. El mundo está bien
hecho. El instante lo exalta
a marea, de tan alta,
de tan alta, sin vaivén.
corrobora su presencia
con la vaga intermitencia
de su invocación en masa
a la memoria. No pasa
nada. Los ojos no ven,
saben. El mundo está bien
hecho. El instante lo exalta
a marea, de tan alta,
de tan alta, sin vaivén.
Jorge
Guillén, Cántico
La
plácida digestión del sujeto lírico de esta famosa décima de Jorge Guillén era
isla en un mundo tal mal llevado como el actual. Hasta este presente impaciente
de ahora, el mundo lo hacían otros. Y el poeta le cantaba en epigramas,
canciones laudatorias, himnos o elegías. Agasajaba la prebenda o, a lo José
Martí, dejaba de decir para hacer. Pero ahora, eso dicen, el mundo que tenemos
es el que merecemos porque lo construimos cada uno de nosotros. Solo nos
dejamos la épica “gamificada”, en
estadios o pantallas. La lírica la hemos dejado fagocitar por el sistema,
coelhianamente. Para quien no sea consciente todavía, Paulo Coelho no es Eduardo
Galeano. Y no hay hoy un Mayo del 68 “vintage”
en los muros de la comodidad de los desterrados por sus “coaches” a salir de su “zona de confort”. Ni la Comic Sans traducirá
nunca los pensamientos como, por ejemplo, la Gil Sans o
la Futura.
Porque esta felicidad de mundo global a lo Benetton, a lo prospecto de los
testigos de Jehová, es humo de centro comercial. El buenismo hace daño a la
bondad. Como se ha inventado “posverdad” o “poscensura” (que no son ni la
mentira ni la censura conocidas, sino su evolución a la transparencia opaca de
la hipocresía normalizada y magmática), podemos hablar de “posdemocracia” o “posbondad”.
Y de “pospoesía”. Entras en una franquicia y llenas carro de la compra de
consignas: El pan, de masa madre, es “Felicidad recién hecha”. Pero oyes a la
encargada de esa sección cómo se queja, más amargada que enfadada (por resignada
y esclava de su sueldo para ser feliz) de que no le dejen “hacer” pan porque
continuamente la llaman para estar en la caja y, así, no enfadar (“hacer
infelices”) a los clientes de la felicidad que siempre acabamos siendo.
La “pospoesía” mediática y fértil en
rendimiento social ha desplazado a la poesía. El Julio Cortázar de Salvo el crepúsculo es un saldo muy caro
en cualquier Hogar del libro y se llama, por ejemplo, Marwan. Porque la
publicidad es el feudo de los nuevos trovadores.
El mundo del yo poético de la décima de
Guillén estaba bien hecho porque era arte. Y “estaba bien hecho” con encabalgamiento,
aunque “sin vaivén”. Hoy todo es vaivén de correveidiles que solo se mueven
para contaminar el universo con los aviones-autobús de línea “low-cost” (democracia viajera de
ecologistas relativos). “El racismo se cura viajando y la ignorancia (o el
fascismo) leyendo” dicen los que se hacen eco de algo que alguien dijo. Y de
esos ecos nos alimentamos para ser felices: están por todas partes porque tenemos
mucha prisa y la consigna-píldora debe hacer efecto las veinticuatro horas del
día en todas partes. Es el “poscarpediem” del nuevo Fausto (o Dorian Gray)
ignorante de los antecedentes de las consecuencias la eternidad vital humana.
Si el yoga es la poesía de la prisa y el
“mindfulness” y lo holístico la
consciencia de la enajenación, la poesía es la épica de la lírica, la lucha
armada (de palabras) contra la costra de esta costumbre camaleónica que nos
imponemos al comprarnos como seres felices. El mundo está mal hecho (así lo
hemos heredado y así lo dejaremos en herencia) y vivir es rebelarse contra esa
evidencia. La felicidad es una conquista, siempre parcial y puntual, a
contrapelo. Que quien fluye es esclavo del dueño del grifo que has comprado
como río en la nueva Arcadia. Que la alegría es buena si es tuya (sin
posesión): si tienes que comprarla solo la tienes en alquiler de quien la
vende.
Homero, Keats, Baudelaire (y sus “hijos”
Mallarmé y Rimbaud) son solo nombres. La pospoesía vende vida y cotiza en
bolsa. Puedes comprar viajes memorables en la amnesia inducida del consumo. Ser
bebedor de zumos detox, incluso
vegano hiperconcienciado con un cuerpo en armonía con el universo. Puedes ser
militante Gestalt y constelador familiar epigenético. En el centro comercial del
mundo siempre estás a la intemperie, al pairo de la marea que regulan los
índices bursátiles, pero muy tú, concienciado de ser el epicentro del alrededor
que llaman mundo, del que eres ombligo. La libertad, la igualdad y la
fraternidad del orden social que inauguró con fracaso la Revolución francesa
(obsoleto ya, ansiosos sus huérfanos por dar nombre al nuevo paradigma sin
bautizar) viven en un asilo sin visitas. La libertad, epimutada, es hoy egoísmo
colaborativo. La igualdad es una globalización liderada por Trump (no sé si la
ironía queda clara) y la fraternidad la llevan, metonímicamente, Cáritas, la
fundación Vicente Ferrer y Proactiva Open Arms (la ironía, ¿más clara aquí?).
Claro, es evidente, que quien no sabe de
qué habla soy yo: amargado como la encargada del pan de masa madre de la
franquicia que nos vende “felicidad recién hecha”.
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