“Chupa
Chups”® es una marca registrada. El nombre toma en la mente y las manos de
Daniel Méndez Guerrero una dimensión trascendente. El caramelo esférico con
mango (mango le pusieron también al mocho de la fregona para alcanzar el suelo
sin genuflexión) es perla de sabor: el palo que lo aleja de la boca para poder
acercarlo es una garantía de control: esos bombones amontonados en un plato
como garbanzos darían lugar a una orgía de chasquidos, ojos cerrados, paladeos
y asentimientos sin medida. El palito civiliza, hace apolíneo lo dionisíaco. A
cucharadas estaríamos asesinando el placer por gula. Y el retrogusto (que dura
meses -años incluso-) se resentiría de tanto derroche en el exceso.
Foie
(“fuá” es ya un abracadabra: “oie” en los ojos y “ua” en la boca), “coulis” de
frutos rojos, aceite de trufa blanca y caviar de trufa negra, combinados, esferificados
y ensartados en un palo, obran el milagro. Su paté gárum (metonimia de mar
entrojada en pescado azul en el que lo salobre y lo dulce dialogan, el agua y la
tierra se abrazan sinfónicos -maracuyá, aceitunas, tápena, tomate…-, el aire y
el fuego matizan y aúnan lo disperso) nos permite ver la versatilidad del chef:
maestro en el paté en el prodigio de la combinación, en el proceso que hace
posible la pasta -con la esencia umámica quintaesenciada de su gárum madre-; maestro
en el foie, respetando su centro, actuando en su periferia con jarabes
artesanos (arándanos, frambuesas, fresas, cerezas y moras) y esencias de trufa.
La
manteca de hígado es una delicatessen resultado de la intervención humana que modifica
un proceso natural. Las aves migratorias (el pato, la oca) necesitaban sobrealimentarse
para acumular grasas y resistir sus largos viajes. Su hígado, joroba de camello
exquisita, era el almacén del suplemento energético. El “foie-gras”, obesidad
forzada, se convierte en las manos de Daniel Méndez en un capricho goloso.
La
experiencia es intransferible: se mira el chupachup, se blande como un cetro o
un hisopo; lo rotamos asido por índice y pulgar… Es importante retener ese
momento de umbral. Cuando aproximamos el caramelo a la boca y entra en contacto
con nuestro cuerpo gustativo, los labios cierran la salida y solo el mango
vuelve al exterior. Los ojos se cierran, se abren las papilas gustativas, que
hacen palmas en seis tonos. El cerebro recibe una descarga y ese momento es
eternidad. Cuando abrimos los ojos vemos el palo ante nosotros: algo queda de
su cabeza fagocitada. En el cuenco hay substancia de las salsas de su traje
dulce. Mojamos el palo en un intento de rebañar lo que ya ha sido un acto de amor
y está en nosotros.
Este
bocado untuoso y dulce con corazón de eternidad pide bombones de gamba (iglú de
carne de gamba, habitado por ricota, kimchi y vinagreta de lima), pide alguna
gominola de no sé qué que el maestro está por imaginar.
Daniel Méndez
Guerrero, inventor del retrogusto extremo, artista constructor de argumentos
para la felicidad.
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