jueves, 25 de julio de 2013

“Totalmente gratis”

  “Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”
                     K. Marx y F. Engels. Manifiesto comunista (1848)

MUÑOZ MOLINA, Antonio. Todo lo que era sólido.Barcelona: Seix Barral, Biblioteca Breve, 2013
Para saber algo más sobre Muñoz Molina, entra en este CLIC 

El director de una entidad (en su acepción menos filosófica) financiera me alertó, involuntariamente, sobre la gran paradoja:
“Si contrata el seguro con nosotros la garantía está en que siempre le responderá una persona; es un cliente y  nos conoce y le conocemos… Gestionarlo por teléfono es diferente: allí quien te habla y lo contrata no es quien se hace responsable…”
Recurrir a la relación personal y la confianza para colocarte un “producto” sonaba  a estrategia (como la de los comerciales que siempre recuerdan, impostados, tu nombre). Mientras me intentaba camelar pensaba en las personas estafadas por sus directores de sucursal al contratar “preferentes”: la humanidad y la palabra como trampa, perversiones exhibidas con cinismo inconsciente y sistémico. Quien da la cara hoy, mañana ya no está y lo dicho y firmado se pierde en la maraña kafkiana barnizada de simpatía y complicidad.
La gratuidad total de lo gratuito: ¿hay mayor sandez? Vivimos prisioneros del hombre de los caramelos. Nos trata como niños de colegio, como menores mentales de edad apta, siempre, para el consumo. Esos caramelos regalados son siempre el cabo del ovillo de la adicción, que siempre tiene precio cuando te ha instalado en ella. El desahucio late ya en la primera chupada.
El hombre de los caramelos es multiforme y proteico: aguarda con su bagatela en las esquinas de todas las pantallas, se superpone a lo que quieres leer, se agita ante tus ojos con su canto de sirena. Su memoria es indeleble: sabe todo lo que haces, registra todo lo que has hecho y, como la justicia de un dios sin tiempo, siempre te pasa la factura a su tiempo. Su tiempo, que está en una dimensión ajena  a la inmediatez que predica. Sabe esperar: nosotros ya hemos perdido esa facultad. Las prebendas que nos enajenan nos encandilan con su realidad virtual. Virtual y dulce. Virtual y superficial.

El éxito de la baba rosa está en la punta de la lengua. Es el sabor del kétchup o la coca-cola. Es el olor de los ambientadores de los centros comerciales. Para gustar lo amargo hace falta madurez papilar y mental, profundidad. El atajo, el llegar sin la experiencia del camino es dulce. Caminar es amargo, requiere esfuerzo.
Lo sólido es tangible, es isla en una modernidad que fue líquida, la hicieron mutar en espuma  e impone hoy su imperio de vacío, según los análisis de Bauman, Sloterdijk y Lipovestky. El valor de cambio sustituye a las esencias: el consumo sin producción movió en mundo hasta que la burbuja fue también vacío. Un vacío reconvertido en el negocio de la crisis: la guerra siempre ha sido un negocio. Si se le despoja del sonido y los efectos especiales tenemos el paisaje de los conflictos bélicos modernos, sin sangre, pero bajo la dictadura de tirano de turno, que es hoy la economía.
¡Mujeres y hombres del mundo que producís, uníos!
El hombre de los caramelos es el lugarteniente y el relaciones públicas de este crupier del azar de arquitectura milimetrada. Nos busca los amigos, nos da el poder de la hiperinformación, nos hace sentir como dioses ante la pantalla, importantes por todo lo que podemos decir y los lo que comentan sobre lo que decimos. Nos inventa una identidad falsa, colgada del aire.
Todo esto viene a cuento del ensayo de Antonio Muñoz Molina Todo lo que era sólido. Su lectura me ha llevado hasta Marx, pasando por Émile Zola y Marshall Berman: mi experiencia de la modernidad se agita y busca respuestas en otras fases anteriores. Pero sus explicaciones, esas en las que se analizan las relaciones entre la persona y el sistema, quedan obsoletas. El poder del espejismo de la libertad del universo digital es ahora un caballo de troya con el que ellos no tuvieron que lidiar. Pero este caballo no es de madera ni lo han introducido los griegos en nuestras murallas: no se ve en su omnipresencia y, aunque también parece regalo dentro de cada casa, nos rodea y adula desde el exterior. La pareja tecnología y economía, infieles por naturaleza, afianzan su matrimonio, gestionan su simbiosis, alimentada con la ilusión (o la desgracia) de las personas (que, entre ellos, llaman individuos, pero que agasajan en su presencia).
Facsímil del artículo de Zola. Puede leerse muy bien contextualizado en
ZOLA, Émile. Yo acuso. La verdad en marcha. Barcelona: Tusquets Editores, Fábula, 87, 1998. Traducción de José Elías (de 1969)

Muñoz Molina no se atreve a usar el tono, imposible en 2013, de Émile Zola en su “J’accuse!...Letre au président de la République” (publicado en  L’aurore, el jueves 13 de enero de 1989); ni pretende analizar desde un sistema teórico, trufado de referencias literarias, las tripas de la modernidad como lo hiciera Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire (1988) Pero combina, desde la sordina del recopilador de datos de hemeroteca, la denuncia del intelectual comprometido y la reflexión en la que estos se enmarcan y muestra el poso de su pasado como compañero del viaje del comunismo antifranquista. Esta narración en 104 secuencias parece dictada al hilo de las informaciones, que son las que dan el argumento, sus flecos reflexivos y sus citas ilustradoras, sin más voluntad que la de meter la pluma en una llaga magmática que empezó a abrirse también ante su propia ceguera, borracho como estaba de la fiesta colectiva a la que se nos invitó. Zola condenó un fraudulento juicio al capitán Dreyfus, acusado de conspiración al ejército francés: su artículo  ponía en entredicho a todos los poderes contemporáneos y le valió un año de prisión y la animadversión de los establecidos. Muñoz Molina describe una situación mucho más compleja, desde la perspectiva nacional de una falacia del mundo desarrollado.

MARSHALL BERMAN, Todo lo sólido se desvanece en el aire. Experiencia de la modernidad. Madrid: Siglo veintiuno editores, 1988. Traducción de Andrea Morales Vidal


Hay juicios matizables en Todo lo que era sólido, incluso alguna contradicción. Pero su valor como aldabonazo en la conciencia, como punto de partida para iniciar mil reflexiones es indiscutible. Ser un intelectual comprometido hoy también tiene su valor. Reconocer errores, a toro pasado, no ahorra la crítica, pero habla bien de quien se mira y sabe verse. Este “Robinson urbano” (1984), habitante dinámico entre Madrid y New York, multipremiado (Nacional de Literatura –dos veces-, Planeta, Príncipe de Asturias…), director del Instituto Cervantes y académico, presenta parte de la base del iceberg de la crisis actual con la mirada puesta, aunque con ramalazos de pasado, en “la vida por delante” (2002).
El trapo del propio libro, en su extensión, ha generado una polémica sobre su espuma. Polemizar (como se puede ver, sin aspavientos, con mesura) con Javier Marías siempre es un aliciente para la inteligencia. Esto dijo Muñoz Molina en la revista Qué leer el 18 de marzo de 2013

Y esto le respondió Javier Marías en su artículo dominical de El País del 10 de marzo
(podéis leerlo en su blog, La zona fantasma)


Si lo sólido se evapora, hay que refundar la solidez. Seguimos teniendo cuerpo con el que proyectar ideas que, para que no se difuminen, hay que fijar con la solidez de la palabra. Saciar la necesidad necesaria, ser motor del cambio y no el esclavo que se arrastra en su estela vertiginosa. Fundar para producir, no para especular. El progreso es, etimológicamente, un caminar hacia adelante, tiene en su médula “gradi”, andar, machadianamente: las huellas son el camino que se hace al andar. No podemos caminar sobre el mar.
Lo que parecía sólido no lo era, en realidad. Era una burbuja rellena de pelotazos, prevaricaciones y falsas facilidades. La solidez es frágil y debe recimentarse continuamente desde la honestidad y la honradez responsable. Hay que cuestionar lo sólido (el feudalismo lo fue, el capitalismo lo aparentó…), pero desde la integridad de la solidez, la tolerancia y la apertura mental, pero sin ingenuidades hipotecantes.
Nunca  nadie ha dado duros a cuatro pesetas. Los altruistas los han regalado, nunca los han vendido. Huid, como de la peste, de lo que se os venda como totalmente gratis porque siempre será demasiado caro.

miércoles, 17 de julio de 2013

Haikus X

L'oeuf et la coquille (1920) de Man Ray.
La técnica de la solarización permite, como la mente dinámica hacia lo que quiere, hacer de las zonas oscuras de la imagen claridades y de las luces, sombras.
El huevo y la caracola, cadáveres, son promesas de vida en unas manos.


Dice Salvador Dalí algo así como que le gusta el verano en invierno y el invierno en verano. Eso no es ni la primavera ni el otoño: es querer lo que no se puede tener, ni con ayuda de la calefacción  ni del aire acondicionado. Esa dialéctica vital, tan machadiana, la sintetiza así Friedrich Engels en su Anti-Dühring:
“La vida consiste ante todo en que un ser, en cada instante, es el mismo y no obstante es otro”
Ser y no ser es lógicamente imposible, pero da alas de fundamento a la poesía y al deseo, prostituido por la comercialización que lo cosifica. El pensamiento binario nos mueve a querer seguir siendo para volver a vivir como nuevo lo que ya conocemos. Vivimos en el desfase de un “carpe diem” nostálgico (de pasado o de futuro) henchido de presente.
Solo dura lo efímero (cortazarianamente): lo más seguro es el azar (salinianamente)
Así lo capta esta intuición instantánea y enraizada en la experiencia universal:
      

Latir de hojas
en su ausencia de invierno:
amor eterno.


Es julio y este haiku lo dicta la sombra densa de un tipuana, alfombrada de los cadáveres amarillos de sus flores, germen de nuevas sombras para veranos venideros que nos hagan añorar el invierno.
“Se canta lo que se pierde”, dice Machado. La afirmación en querer lo que no se tiene genera el movimiento que nos proyecta hacia lo que seremos. Es un juego mental que, conocido, complica la vida y la alimenta de ganas de vivir: la coherencia de ser el yo más completo cuando me contradigo, como también dice Machado (Antonio, que Manuel era más de “carpe diem” coyuntural)

domingo, 7 de julio de 2013

La luz del tiempo

Este es el primer Cuento del siempre empezar. Se lo contaba hace algunos años a mis hijas y desde entonces ha vivido en el aire porque fue prólogo de su sueño: fue palabra para brizar su descanso. También dormitaba, amorfo y oral (aunque mudo) en los espacios de mi memoria.

Serafín ante su ventana. Dibujo de Ana Gálvez Navarro

Antes de que se evapore, lo traigo aquí.


Detalle del arrobamiento infantil.

Tres notas a pie de página: tres agujeros que os llaman desde los interlineados o la madriguera de cualquier  “o” del cuento. Tres películas como tres declaraciones de amor a lo insondable:

1-    Le grand bleu (1988) de  Luc Besson

2-    El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice

3-    Léolo (1992) de Jean-Claude Lauzon:




La luz del tiempo
¿Dónde empieza el cielo? ¿Dónde el amor? ¿En qué momento se inicia una despedida? ¿Cuándo se deja de ser niño? ¿Cuántas gotas caben en el agua? ¿En qué punto distinguir los bordes divisorios de los cromatismos del arco iris? ¿Hasta cuánto podemos subdividir un instante? Serafín no lo sabía todavía, pero esas preguntas le han acompañado desde que se recuerda pensando. Su adolescencia empezó con el parto y en ella seguía a sus cuarenta años: todo era siempre germen en su mente de hombre inquieto. También esta noche de agosto en el sanatorio.

-¿Qué quieres ser de mayor, Serafín? –le preguntaba su madre cada noche después de arroparlo en su cama.
-Niño -respondía invariablemente con la mirada absorta en la ventana de su habitación.
Y no estaba entonces demasiado lejos de ser el niño más feliz del mundo. Pudo cumplir su deseo: como adulto ha conseguido ser el loco más singular de la institución neurológica en la que vive, con la vista fija en la ventana de su habitación, llena de las miradas acumuladas con los años de buscarse sin encontrarse al otro lado del vano.
-¿Por qué no te acuestas? Mañana no habrá quién te levante para ir al colegio…
Y Serafín no decía nada. Ninguna noche desde que cumplió los ocho años. Cuando su madre salía de su cuarto, muy entrada la madrugada, se levantaba, apoyaba los codos en el alféizar de la ventana y calzaba con las manos sus mejillas para proyectar el telescopio de sus ojos hacia un infinito que olía a alhábega. Habitaba entonces en un quicio que nunca ha abandonado, aunque nadie, ni su madre, entendiese su cordura.


-¡A la cama, Serafín! –le dice Selene, la enfermera del turno de noche, en un juego muy ensayado.
Serafín sigue esperando, buscando en la lejanía la respuesta a su pregunta más íntima, la que lo justifica como viviente. La expectativa huele ahora a jazmín, pero es el aroma de la incógnita la que alimenta la perseverancia de su mirada. Cuarenta años de niñez enhebrando infinitos, sin una noche de descanso. Sin una tarde sin interrogaciones. Cuarenta años escrutando horizontes superpuestos.


-¡Serafín, otra vez te has levantado! ¡Está amaneciendo! ¡No podrás con tu alma  mañana! –le gritaba enfadada la madre, harta ya de esa escena repetida y sin solución.
-Mañana: ese es el problema- Pensaba. Y, sin darle tregua al torbellino de inquietudes que giraban sobre su vórtice, imaginaba en cascada las formas de los deslindes.
Acabó el colegio. Resonaba en su cabeza ese insulto a coro que nunca le molestó: “¡pasmado!” Solo estaba todo él en sí mientras el sol no proyectaba sombra. El atardecer y el amanecer ocupaban por completo su interés, que se extendía, como sus sombras, y abarcaba todo su proceso, que le hacía vivir hacia afuera.”¡Serafín el astronauta! ¡Serafín el astronauta!”: ese eco infantil contenía un deseo, no una vejación. Se imaginaba ascendiendo hasta encontrar el corte: troposfera, estratosfera, mesosfera, termosfera y, tras la raya definitivamente oscura, la exosfera, entre auroras boreales. ”!Querubín, el astronauta pasmado!”: aunque lo degradaban en la jerarquía angelical, gozaba en secreto (indiferencia por fuera) al imaginarse guardián de la luz en el cielo empíreo. Su hermano calificaba su hiperpasividad de autismo, sin saber lo que decía: un universo de matices poblaba su cabeza por dentro. Buscaba cómo doctorarse en crepúsculos. El instituto tampoco le ayudó en esa carrera de fondo: “Serafín, vives fuera de la realidad”, le decía la profesora de experimentales.


-¡Váyase ya a la cama, señor Serafín! –le repite cada noche, cómplice del bucle, una Selene de la que ha conseguido más comprensión que de nadie. Ambos saben que es un estribillo sin baile. Entorna la puerta con la certeza de que cien veces que entrase, cien veces le encontraría a oscuras, vislumbrando no se sabe qué tras la ventana.
Él sí sabía qué. Miraba lo que no se podía ver.


-Serafín, hijo: acuéstate, cariño… Mañana vamos al médico. No puedes seguir así… -le susurraba la madre, impotente una noche más.
-¿Mañana, mamá?-decía Serafín sin volverse. Volvía a pasarse la noche en blanco. Volvería a pasarse el día en negro. Ni un atisbo del gris preciso que buscaba. Ni una leve revelación del perfil de la luz que quería hacer suyo. El médico, el primero de los muchos especialistas por los que pasó, no encontró el diagnóstico tranquilizador. Los siguientes tampoco acertaron a reconocer su lucidez.
Fue a la universidad y sus expedientes fracasaron en las facultades por las que pasó: física, química… Sus expedientes sí, pero él no. Lo que en ellas aprendió lo puso a prueba en la intimidad de su contemplación. Estudió meteorología, astronomía y astrología por su cuenta, historia de la aeronáutica, óptica, matemáticas, fotografía, música…Estudió a los poetas y a los filólogos para entender cómo decir lo que se ha aprendido, aunque nunca dijera nada de lo que sabía. Se hizo perito en el aspecto verbal para dominar todos los matices del desarrollo interno del tiempo:”amanecerá”, “va a amanecer”, “empieza a amanecer”, “está a punto de amanecer”,” se pone a amanecer”, “rompe a amanecer”; “amaneciendo”, “sigue amaneciendo”, “va amaneciendo”;”acaba de amanecer”, “ha amanecido”, ”amanecía”, “había amanecido”, “amaneció”, “hubo amanecido”; “lleva amanecido”; “volverá a amanecer”, “suele amanecer”…  La transición entre la oscuridad y la luz le parecía mejor terreno para su trabajo de campo por estar menos contaminado de vida ajena. Solo las molestias conocidas que no le molestaban. Hizo los cálculos necesarios para estudiar el movimiento del sol en el instante en que sale del mar o en el que acaba de zambullirse en él. El sol tramontando y arrastrando con él su luz hacia el otro lado. El crecimiento del pelo o de las uñas. Para entrenarse a ver ensayaba con el estudio de la transición entre la vigilia y el sueño, analizando el sopor del tránsito. Buscaba en el contraluz las claves de los grises. Sometía a toda clase de experimentos algunos fluidos para sorprender sus cambios de estado. Pero ni evaporaciones, ni sublimaciones, ni solidificaciones le dieron la respuesta que necesitaba.  Ante la imposibilidad de viajar por el espacio aéreo, vio en las inmersiones en el mar otra forma de domar su intuición, un método para llegar a ser ingeniero de las transiciones: en pocos años, ante la extrañeza de los que creían conocerle, llegó a obtener el título de buceador profesional (aunque nunca ejerció) de gran profundidad. Pero no podía bajar tanto como para llegar a la frontera entre la luz y la oscuridad. Sí a medir cuándo dejaba de verse el color rojo, el naranja o el amarillo. Aprovechó su habilidad para bucear en los deltas y distinguir las lenguas salinas que chupaban las aguas dulces del río que moría para nacer a lo ancho y mezclado. También parametró mareas. Su formación en los límites no tiene parangón.


-¿Lo ha visto hoy?- Selene se acerca a la cama y se sienta a sus pies. El sol baña de luz las paredes de la habitación prestada desde hace demasiados años.
-He estado a punto. No sé si llegué pronto o tarde esta vez. Vi la oscuridad y seguí el rastro de su sombra. Estuve viendo cómo se adelgazaba, cómo de difuminaba manchándose de resplandores imperceptibles. Pero no pude ver el nanosegundo de la transición.
-Mañana, quizás- dijo la enfermera entre sonrisas.
La mañana se enredó en mediodía y el mediodía se prolongó hasta el atardecer. Ese crepúsculo vespertino podía tener la respuesta. Selene fue antes de que le tocase esa tarde y, vestida de calle, se sentó junto a Serafín. Cuarenta años él. Cuarenta años ella.
-¿Qué busca?
-El dintel de la luz. La frontera. Las bisagras del día. El oxímoron reconciliado de la esencia.
-¿Qué quiere ser de mayor, Serafín?
- Mañana. Mañana…- Se deja caer sobre la cama y la enfermera abandona la habitación empujada por una certeza que no entenderá hasta horas después. Ella no lo sabrá nunca: también habitará en el deseo más terrenal de su paciente.

*  *  *

Alborea la noche. El hilo vital se deja llevar por un aroma de jazmín y alhábega. Lo que ve y comprende ahora Serafín se irá con él: ha hallado el intersticio de la luz, la línea del intervalo eterno en la que habitará ya, sabiendo lo que está viendo, para siempre y para nadie. Desahuciado por la realidad, se instalará en un punto concéntrico y fractal, en el proceso del instante, al otro lado del tiempo. Amanecería entre olores de alhábega, jazmín y palisandro.

Entre dos luces todavía, Selene entrará en la habitación. Encontrará el cuerpo de Serafín pletórico, con la mirada encontrada. No morirá hasta los ochenta años, después de vivir cuarenta en la vertiginosa quietud de su núcleo, todo ya interior, en  el éxtasis se saberse en la luz del tiempo. En su cabeza estanca se repetirá como una letanía, como un mantra sexual, un poema de José Ángel Valente:

Tu cuerpo baja
lento hacia mi deseo.
                                      Ven.
                                               No llegues.
                                                                  Borde
donde dos movimientos
engendran la veloz quietud del centro.