sábado, 28 de septiembre de 2019

José María Quiroga Plá mientras dura la Guerra




Abuelo y nieto en la Salamanca de mayo de 1936




A José María Quiroga Plá, Salomé de Unamuno Lizárraga y Miguel Quiroga de Unamuno, que ya lo han leído. 

A Manuel Aznar Soler, que no lo va a leer porque tiene cosas mejores que hacer.

A José María Quiroga Ruiz, que lo leerá.

A Laura Quiroga, que, lo lea o no lo lea, lo sabrá porque ya lo sabe.




Para mí, don Miguel de Unamuno Jugo es el suegro de José María Quiroga Plá. Y  el abuelo de Miguelín,  de Miguel Quiroga de Unamuno.

La película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, dicho esto, me ha gustado con algunos “peros”.

Que una película haga protagonista a un hombre tan poliédrico y profundo como Unamuno en tiempos de poliedrias superficiales y de falsas certezas es un acierto. Que el tema de la guerra civil y la “españolidad” puedan estar en una de las salas de un multicine en un centro comercial (todos los centros están ya mercantilizados) es otra agradable propuesta. Que ponga en presente todo lo que la complejidad unamuniana lleva consigo enriquece el debate y obliga a posicionamientos que dan luz a la realidad de nuestros días.

No me ha gustado ser consciente de que una película como esta necesite tanta pedagogía: es el síntoma de la ignorancia normalizada. Me pareció así también en Ágora, que apelaba a la cultura general. Me parece más grave en esta, que pide cultura de nuestra historia reciente.

Algunas secuencias, como la de la bandera monárquica (de la marina) que sustituye a la republicana, me chirrían. Creo que está mal resuelta. No por rigor histórico: por coherencia y verosimilitud cinematográfica, por ficción realista impostada. Me sobra, también, el Unamuno analéptico y onírico hijo de Concha, su esposa, y la reiteración de reducir, aunque responda a una realidad, esa relación a una “costumbre” (con una vez que lo dijera bastaba).

Me ha faltado, como sí hizo Amenábar en Ágora, la multitudinaria salida de Unamuno del paraninfo de la Universidad de Salamanca. Aunque no fue acompañado por Carmen Polo de Franco en coche, que fue caminando, la escena de las manos enlazadas, la puedo entender como concesión a la concordia. Pero la escena del tumulto es clave y lo que ese “templo del saber” tuvo lugar, fuere lo que presenta la película u otra cosa, sumieron al filósofo en una agonía de la que la insuficiencia cardíaca solo fue el punto final.

La pajarita articulada de Miguelín, una quimera producto más del amor que de la pedagogía, fruto de la “cocotología” sin ironía, da alas de futuro a una infancia que tendrá que lidiar con una guerra que durará mucho más allá del 1 de abril de 1939, que sigue todavía hoy con su eco de Franco momificado.

Miguelín y María son dos polos unamunianos de síntesis. Felisa, la segunda madre del hijo de Salomé y José María, queda muy desdibujada porque no hace falta para la trama. El nieto mayor de don Miguel nació en la calle Bordadores, el 22 de octubre de 1929. Salomé muere la madrugada del 12 de julio. Concha el 15 de mayo de 1934. Quiroga Plá vive esas angustias desde Madrid, donde la pilla el golpe de estado del 18 de julio de 1936. Tiene Miguelín, por tanto, siete años en la película. Que se cite a Quiroga Plá en ella, sin nombre, como padre del nieto de Unamuno, me emocionó.

Unamuno es Sócrates, vasco, en Salamanca. Su nieto es la raíz que nutre el sentimiento trágico de la vida, amargo como la retama en los sorbos de esos seis meses que nos trae Amenábar.

El 31 de diciembre Unamuno es conducido por una multitud, mutada ya a la nueva normalidad salmantina, hacia el cementerio. Allí sigue, junto a Salomé, en la tumba que pagara su yerno para su hija tres años antes. José  María Quiroga Plá estaba en el proceso de trasladarse a Valencia donde trabajaría en el Subsecretariado de Propaganda de la República.

Miguel Quiroga de Unamuno, sin madre, sin abuelo y con un padre en el exilio, vivió en el amor de Felisa y fue médico.

En una guerra de banderas y gritos, el dilema moral de un hombre en eterno monodiálogo, víctima de su propia paradoja.




José María Quiroga Plá y Salomé de Unamuno Lizárraga, los padres de Miguelín

domingo, 8 de septiembre de 2019

Ser salmón







                                     “Todo lo mudará la edad ligera
Por no hacer mudanza en su costumbre”

Soneto XXIII de Garcilaso de la Vega



Vivir en “estreaming”, en modo transferencia de transmisión continua, a la vista ciega del universo, en improvisación holística de sucesión de momentos sin embaste.
         Mundo desideologizado por el monopolio del neoliberaliberrismo de un colaboracionismo de subcontratas que ha universalizado un comunismo capitalista populista de paternalismo sin genética, de maternalismo con incitación al futuricidio.
         Parménides, obligado a comer en un “restaurante” “fast food” (o “fast casual”, con sus “smoothies”, sus dietas detox exprés y sus infografías que fantasean con códigos éticos), hace la digestión heraclitiana mientras mira al salmón congelado en agua corriente como fiel de una clepsidra de metacrilato de metilo.
         Estos pentasílabos y heptasílabos blancos fluyen atropellados por las cuchillas de la sucesión de instantes “costumizados” en serie en la nueva industria 5.0 de la felicidad “ad personam”.

         Catarsis previa. Utopedia de la duración.





                                                                 
Turbión del cambio.
Para permanecer
en la contracorriente
el salmón se esfuerza
en ser en este ser
de aquí y ahora.

Sereno en apariencia,
combate contra todo,
ondea su quietud
pletórica de origen
y de horizonte.
En su ahí,
con olor de dolor,
atraviesa pantallas,
máscaras líquidas
de algoritmos binarios
que parecen hogar
y son la intemperie.

         El salmón es pasado
y es futuro
en tiempos simultáneos,
en presente total
que fecunda las horas
de duración
esencial y extática
en la vorágine
feliz, binaria,
de la tragedia
con vaselina.


         En el rabión
se hace centro el salmón,
sobrepasado
por corriente de números
en la que flotan, muertas,
alegres hojas
que bailan raudas
hacia el sumidero
del arcoíris.



jueves, 5 de septiembre de 2019

Ser salmón en fotograma vital


 
Montaje con dos cuadros de John William Waterhouse: Psique abriendo la caja de oro (1903) y Pandora (1896). La oscuridad de los interiores es hoy transparencia de luz oscura. Y Prometeo goza, encadenado a su libertad, de tanta posibilidad ante su pantalla porque se nos ha hecho jáquer del Olimpo terrenal.






                                     “Todo lo mudará la edad ligera
Por no hacer mudanza en su costumbre”

Soneto XXIII de Garcilaso de la Vega





Vivir en “estreaming”, en modo transferencia de transmisión continua, a la vista ciega del universo, en improvisación holística de sucesión de momentos sin embaste.

         Mundo desideologizado por el monopolio del neoliberaliberrismo de un colaboracionismo de subcontratas que ha universalizado un comunismo capitalista populista de paternalismo sin genética, de maternalismo con incitación al futuricidio.

         Parménides, obligado a comer en un “restaurante” “fast food” (o “fast casual”, con sus “smoothies”, sus dietas detox exprés y sus infografías que fantasean con códigos éticos), hace la digestión heraclitiana mientras mira al salmón congelado en agua corriente como fiel de una clepsidra de metacrilato de metilo.

         Estos pentasílabos y heptasílabos blancos fluyen atropellados por las cuchillas de la sucesión de instantes “costumizados” en serie en la nueva industria 5.0 de la felicidad “ad personam”.





                                                                 
Turbión del cambio.
Para permanecer
en la contracorriente
el salmón se esfuerza
en ser en este ser
de aquí y ahora.

Sereno en apariencia,
combate contra todo,
ondea su quietud
pletórica de origen
y de horizonte.
En su ahí,
con olor de dolor,
atraviesa pantallas,
máscaras líquidas
de algoritmos binarios
que parecen hogar
y son la intemperie.

         El salmón es pasado
y es futuro
en tiempos simultáneos,
en presente total
que fecunda las horas
de duración
esencial y extática
en la vorágine
feliz, binaria,
de la tragedia
con vaselina.


         En el rabión
se hace centro el salmón.