sábado, 30 de mayo de 2020

Arquitrabes XXXVII: El rayo de luna “reloaded”. Efecto Doppler


 
Montaje fotográfico de Ana Gálvez Navarro sobre el cuadro que Valeriano Bécquer le pintó a su hermano Gustavo Adolfo en 1862 (Museo de Bellas Artes de Sevilla)



         A Óscar Colomina, con melancolías para el futuro.

         A Olga Martínez y Paco Robles por su Clavileño.

A Albert Domènech, por enriquecer la pornografía con su mirada culta y socarrona y por su investigación sobre el despelotamiento borbónico y su desatribución a los hermanos Bécquer.





                            “Un éclair… puis la nuit! –Figitive beauté
Dont le regarde m’a fait soudainement renaître,
Ne te verrai-je plus que dans l’eternité?

  Ailleurs, bien loin d’icí! trop tard! jamais peut-être!
Car j’ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,
Ô toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais!”

  “À une passante”, Les fleurs du mal. Charles Baudelaire.



         Dos meses de cocinamiento al lento fuego calenturiento de su soledad ante el hogar de tanta oferta de placer. Confitado, desconfiado y pertrechado con la armadura de los nuevos caballeros andantes (con agujetas por el apoltronamiento solidario introspectivo, que ignoraba entonces en su arrebato). Mentalizado para aventurarse en la nueva vieja ciudad. Henchido de colectivización poscapitalista. Así sale por primera vez a la calle que veía cada día y cada noche desde su ventana y olía desde su balcón palmero (otras manualidades le daban vida a la flacidez inflamada tras cortinas y persianas: uno a escondidas, en el anonimato estanco de su lavabo; el otro en el reino absoluto del feudo de su soledad).

         Embozado, embobado y excitado a partes iguales, profiláctico, con barbijo y preservativo de manos según escrupuloso protocolo aséptico, como el hombre de las multitudes de Poe, entra en el torrente sanguíneo del nuevo mundo.

¡Tantas dulcineas tras sus mascarillas! ¡Esos ojos! ¡Ojos sin nariz ni boca orlados de melenas, colas o  moños! ¡Vida en la incipiente primavera! Compensación textil en inversa proporcionalidad: tapa sus caras y desnuda sus vientres y sus piernas. Y sus pies. ¡Muslos, rodillas, corvas! ¡Pies: pies al aire soportando tanta belleza! ¡Tanta promesa de belleza imaginada! La distancia de seguridad no es contravenida con el cuerpo: la mente aproxima esos labios que no podía ver: la saliva confluía en el estuario de su desear.

Desde una esquina alguien le hace señas. No lo reconoce pero responde con un saludo efusivo y distante. Seis meses sin verse. Dos meses sin tocarse. El uno ante el otro, identificados ya, reprimen el abrazo. Se sienten ridículos, disfrazados de amenaza. Voces filtradas. En el cauce de hermosura con sensualidad de Sherezade los amigos se miran y miran el fluir de embozos asépticos como niqabs de una nueva cultura. ¡Esos pechos! ¡Esos brazos! ¡Ese tatuaje en el canalillo del escote!¡Esas sonrisas invisibilizadas y tentadoras!

Los amigos han pasado el medio siglo y su prestancia de columna, jónica uno, corintia el otro, da alas al vuelo de su erotismo enclaustrado. Hablan de naderías y se emplazan para un después encervezado con más intención de promesa que de posibilidad. Y cada uno enfila su ruta hacia destinos divergentes que convergerán en sus respectivos aislamientos, pasado el permiso del paseo.

Piensa el jónico del corintio: “¡Qué mal follado! ¡Se comía a las tías con la mirada! ¡Cuánta hambre!¡Hambre de hembra! ¡Viejo verde! Qué mal está envejeciendo…Tan romántico, tan soñador: se le están poniendo ojos de pajillero de sala X, de calentorro de cine, de sobón de metro.”

Piensa el corintio del jónico:”¡Cómo me apetecía abrazarlo fuerte! Tantos recuerdos.” Una muchacha rubia, exuberante, pasa ante su pensamiento. “Hembra: femina. Hambre: fames”. Vuelve al amigo. “Ha sido absurdo: ¡tanto que decir y callarlo todo! Preguntar por la salud, por el trabajo, por cómo lo está llevando… Hablar por no callar, de la cáscara de la vida. Si hay salud y teletrabajo todo está en orden, en el nuevo orden.”

El acanto de sus laureles vuelve al baño en el río peatonal. Aunque casado y con tres hijos, vivía como un viudo enamorado de la belleza. Le quedaban tres cuartos de hora de permiso y, al azar del cruce, una muchacha hechiza su rumbo. Su espalda descubierta, sus caderas, la turgencia de sus piernas, sus sandalias. La rebasa. Sobre la mascarilla, gafas de sol. Su melena corta y rizada y el carmín de sus pies y sus manos lo seducen primero. Luego, la incógnita de una mirada que no puede ver. Acelera el paso y nota por primera vez la acidez de su propio aliento mal filtrado y el indicio de falta de aire y del exceso de humedad.  Quiere verla venir en movimiento para combinar  un zum y un trávelin que la enfoquen:
“¡Qué armonía de movimiento! ¡Qué compás!”. Piensa en el simbolismo de Diego Romero de Torres desde los ojos de Valle-Inclán. “Ojos negros, seguro. Rasgados y negros. Perfilados de negro en su base para alargar su horizonte. Sin más maquillaje. Las pestañas, eclipsadas por la belleza de unas cejas oscuras y pobladas, se desdibujan. Su tez es morena, aunque espera el sol del verano para refulgir.” No sabía por qué: relampaguea Hedy Lamarr y Maureen O’Hara por unos instantes, justo cuando vuelve a ser espalda. “Su nariz, sin nada especial. Su boca, de labios finos, levemente carnosos, que son prólogo de unos dientes dispares, de una irregularidad caprichosa y atractiva”. Estaba ya lejos y podía olerla: “Entre almendra, argán y moussel, pero me recuerda el aroma de la colonia Alada”. Y Alada, con su caligrafía arábiga, amarilla sobre verde, le trae su primer sexo. “Esos besos sin cuento (vivamus, mea Lesbia). Pero ya estoy en el otro lado, en el rumoresque senum seueriorum.”

La pierde de vista y se enquista, dulcemente y en bucle, en la película de su imaginar.  El amigo jónico, aislado en sus enormes auriculares, había dejado de pensar en la rijosidad de su compañero de juergas corintio hacía rato. Como una fallera, como la Dama de Elche, volvía a su casa con una barra de pan y algún capricho para entretener su soledad.  La misma música que amortiguaba la vida de la calle es la que alimenta de ruido el vacío de su casa. En sus cruces a contracorriente ve mordazas, bozales. “Boquitas que no veo. Boquitas que en mi casa se van a tragar lo que parece que no cabe. Un parto a la inversa, estéril. Comedoras de sable. Fértiles para  mi placer”.

El Corintio ya no estaba solo tampoco. Su compañera, la adolescente alada, y sus tres hijos, más jónicos que corintios, convivirían desde ahora con la desconocida si saberlo. Llegan los dos a casa, tras la fecunda hora de paseo. Ella había llegado para quedarse. El Jónico llega solo, vacío de mundo y lleno de ganas de vaciarse.

Hay otras tardes de espera, aunque ya estaba en él. La reconocería con otra ropa y a cara descubierta. Recordaba sus pechos:”Pequeños, redondos, con los pezones enhiestos, protuberantes, descentrados ligeramente hacia la parte superior del seno, apuntando hacia el cielo”. Seguía rodeado de belleza en ambas direcciones pero solo la que centraba su imagen tenía valor en sus paseos diarios. Y ninguna es ya Ella fuera de su cabeza.

Cada tarde en el mismo lugar. No vuelve a coincidir con su amigo Jónico en muchos días. Sale menos: tiene en las pantallas de su casa casi todo lo que necesita. “¿Tendría el pie griego, romano o egipcio? ¡Griego! Y no siempre se pinta las uñas. Un pie griego, unas clavículas apenas insinuadas y un ombligo profundo. Redondo y profundo como pronunciado debe de ser el hueco de la base de su garganta, esa escotadura que bautizaba (nadie sabría que plagiaba a Ladislaus de Almásy) como el Delta de Corinto.”

Pasan los días y crece, se ramifica, en la espera el amor. Algunos días después, casi una semana, cree volver a verla. No era Ella.

Los ojos orientales piden otras ventanas. El ombligo le lleva a la vagina. “Un monte de Venus sin más poda que la precisa para darle a la selva un paisaje de jardín al tresbolillo. El Delta de Corinto replicado en vello en el estuario que se abre entre caderas y piernas”. Ese ojo vertical de lo insondable le pone a su amada la cara de Cho Yeo Jeong. Superpuesta  a la de Lamarr parecía una Ava Gadner oriental, con un hoyuelo en la barbilla. Como un esbozo de los hoyuelos de Venus que casi pudo ver en el primer encuentro. “La veo en sus ojos. La clara oscuridad de su iris esconde el diafragma negro de su pupila”. La cornea de cristal de las gafas de sol no le impide pasar, como Alicia, al otro lado del espejo. Muy al otro lado, detrás del cristalino. “Me veo desde su nervio óptico: sé que me está amando como yo la amo. Habito en la visión de su cerebro”. 

Cambio de fase en el estado de alarma. Mayor densidad en las calles. Solo una mujer en su cabeza al pairo de su mirada. “Olivia Hussey con dieciséis años con la cara de Aitana Sánchez-Gijón a los cuarenta. Con la sensualidad de los movimientos de las mujeres de Tarkovsky. ¿Su nariz? Nariz nubia muy estilizada, ligeramente respingada, con un bello tabique que se prolonga en el puente del surco, hondo y mullido, hacia su boca. Aletas y pómulos, como el paisaje interior de los montículos del Stalker de Tarkovsky, son dunas y muelle de la caricia”. Imagina una gota de sudor: de la frente, precipitada y encauzada entre las dos cejas, por el desfiladero de la nariz para regar el surco y acabar en la punta de la lengua. “¿Su nombre? Mejor no la nombro. Sí. Tan así que no necesita nombre. No me hace falta llamarla. ¿Su voz? ¡Eso sí! Grave y serena. Sin nombre y con voz. Un vibrar sincronizado, un tejido de resonancias correspondientes.” Centrado en su pensamiento, como una isla, obliga a que la corriente humana que lo cruza tenga que zigzaguear en sus paseos.

El amigo Jónico es un impaciente sexual. Se ha habituado al zapin pornográfico. Combina canales y solo ve principios y finales. Bueno, el principio del principio también se lo salta: busca, directamente, la felación y la eyaculación. Siempre sin sonido. Siempre tocándose. A veces se recrea en la ficción de unas eyaculaciones con las que se podría llenar un bote de medio kilo de leche condensada. Al principio buscaba el truco: luego imaginaba que el placer del orgasmo era proporcional en duración a la cantidad de semen y nunca conseguía aproximarse lo más mínimo: o se corría al principio del torrente seminal del semental negro o al final. Apenas un instante ante un manantial de placer imposible.

Ante las puertas de las tiendas, disciplinadas colas soviéticas del que  prometía ser el nuevo comunismo liberal poscapitalista. “Parece el juego de cortar el hilo. Me cruzo en el hueco y obligo al segundo a cambiar de tienda, a seguirme”. ¡La segunda de la espera era Ella! “¡Es mi oportunidad!”. La contempla: “Un vestido de algodón muy ajustado y muy corto, de tirantes generosos, color malva. Los pezones, sí, como sabía”. De perfil, la curva sinusoidal de su columna se hiperboliza en pecho y nalgas. Concavidad y convexidad equilibrando la belleza de la onda. “¡Ese culo! El vestido malva enfunda un reloj de arena! ¡Quiero ser tiempo! ¡Redondo y respingón! Una manzana para alimentar el bocado de Adán.” Cruza la calle, corta el hilo y nadie le sigue el juego.  No quiere girar la cabeza pero se siente perseguido. Empieza a correr. Correr para encontrarla en el huir. No puede más y se para: espera que Ella lo abrace por detrás. “¡Te atrapé, Corintio!”. En la espera del nudo: “¡Dormir abrazados! El abrazo es un beso de los brazos. Mucho más intenso porque es el mayor órgano sexual, la piel, el que besa. Y dos son uno entrelazados”. Se gira. Está solo y nadie viene a su encuentro. No se atreve a volver a jugar: “Si vuelvo, pierdo”. En casa le espera la espera, tres hijos y una mujer a la que quiere desde fuera y por costumbre.

Otra tarde más pasea por la calles de siempre, atento en su búsqueda. No puede evitar imaginar las bocas bajo las mascarillas, que ya son, en algunos casos, un complemento de moda. “Un beso en la comisura: leve, víspera, sin prisa, umbral tímido de la pausa del paréntesis del besar”. No hay alrededor: Ella es el centro de su centro. La calma del beso le lleva a la urgencia. Contrapicado. Plano nadir. En ese escorzo busca la otra boca y la besa. Agrimensor del alma, necesita inspeccionar el terreno. “¡Qué aroma dulce y ácido! ¡Qué tonalidades del encarnado ¡ ¡Qué arquitectura de la carne, la piel y el vello! Una ventana ojival con su clave: esa baya de mirto color de goji y sabor de níspero. Contienen los labios mayores a los menores y los cuatro piden besos. Del monte de Venus a su valle de pétalos, hasta la cremallera de piel tostada del perineo…Bajo el tanga que oculta el breve vestido malva.” Lo devuelve a la realidad su amigo Jónico.

Frustrado ante la descompensación seminal, busca en el bukkake la hipérbole eyaculadora, la reducción al absurdo por exceso de su falta de talento sexual.

Vaya empanada llevas. Te estoy saludando desde hace rato y no te enteras. ¿Cómo lo sigues llevando?” Tras las máscaras la distorsión de la voz es también la de la amistad. No le apetece conversar, cumple el trámite y cada uno por su lado. Tenía la sensación de que hoy sí que habría encuentro y que hablarían. “¿Qué le digo?” Empezaba a conocerla tan íntimamente que no sabía por dónde empezar para poder seguir y llegar al punto en el que estaban.  Sigue caminando y llega al lugar en el que la vio por primera vez. “El amor no es patrimonio del corazón: entra por los ojos y su saeta se clava en el pensamiento. La septicemia amorosa radica en el ver y se ramifica en el sentir, da savia a sus frutos de carne en el pensar. Llega y Ella no está. Pero si está. La pulsión lúbrica busca más intimidad, más allá del intercambio de energía libidinal. “Bajo el glande del clítoris, tras su prepucio, hay un cuerpo oculto como un iceberg nervado y eléctrico. Esa campana de carne cobija a una ninfa que solo asoma la punta del pie, la punta de la lengua. Dentro (resuena en su memoria la canción de Silvio Rodríguez cantada por Aute) está la danza del orgasmo. Esa ninfa es Salomé”. Melodía orquestada de aromas exóticos, benjuí, jazmín, sándalo y almizcle le susurran. “Sus orejas. No lleva aros. No lleva pírsines. No lleva tatuajes. Su piel es cálida y, al mínimo tacto, se eriza. En sus lóbulos, un pequeño pendiente dorado, con forma de curva gaudiniana, que apenas le sobresale. Forma parte de la anatomía de su oreja. La concha también es de Venus. Concha de un apuntador que soy yo. Por esa escotadura también puedo hacerle el amor.” 

El Jónico, cansado de los clichés pornográficos, abre una cuenta en una nueva dimensión sexual: felaciones que obligan a descargarse una aplicación para poder darle al ASMR la dimensión que el susurro de la succión necesita.  Los planos del escorzo, boca lubricando el falo, pies jugando en el fondo, lengua reconociendo la textura de la columna trajana, entraban por sus orejas excitadas.

Vuela su imaginación, densa y lenta en su zapin, de la oreja a los ojos y de los ojos a su acceso al alma. “Como el rostro de un cangrejo con la atracción visceral y muelle de un pulpo. Entraré. En el vestíbulo de su nautilus dejaré de ser para serme, para ser sido. Carne invaginada en un caracol de carne mamífera. Todo yo dentro, envuelto en su vulva, habitante de su útero, nadador amniótico de su centro. Y Ella, cordón umbilical con el mundo. En Ella, avatar del que ya no soy, amante desde dentro”.

Estos presentes dan este presente:

El Jónico, auriculares susurradores como prótesis,  ingresado en el hospital, deshidratado por un exceso de masturbación.

El Corintio, sien de acanto cana, paralelo a su esposa y eyaculando sin masturbación, tántrico, impelido en su onanismo mental, libidinosamente alimentado.

Este presente será aquel futuro:

El Jónico, felizmente casado. Padre (de niña adoptada) y marido ejemplar que se desdoblará en lo que aparentará y lo que será: un pajillero que sobrevivirá en un naufragio de semen estéril. Cuando su escroto se lo permitirá, porque no será una bolsa compacta de cuero, se meterá en la bañera sin agua desnudo y se extasiará contemplando la sutil coreografía de sus testículos.

El Corintio, en la inercia de su matrimonio. Padre de hijos independizados y con un relativo éxito social. Muy fiel en su infidelidad. Parásito de su imaginación invaginada, buscará el útero en la bañera de agua tibia para ser desde su fetalidad madura. Inmanentecerá y trascenderá en Ella, andrógino.



miércoles, 20 de mayo de 2020

Destellos CI


 
Ética de hombres que simulan ser robots. ¿Ética de robots que simulan ser hombres?




“In vecchio mondo sta morendo. Quello nuovo tarda a comparire. E in questo chiaroscuro nascono i mostri”
                                                     Antonio Gramsci
        

Lost in traslation: al pairo en el aire que va de un trapecio al otro. Volatinero entre paradigmas y cliente del cable y del abismo. Turista trágico de tanta alegría. Veo y escucho con grima a Kraffwert o, más domésticos, a Aviador Dro o, más comerciales, a Orchestral Manoeuvres in the Dark. Juegos en la edad temprana de una lógica computacional que ya no hace gracia. A mí nunca me hizo cosquillas, ni irónicas, en el pensar. Ruido industrial como punk contra lo analógico. Eterófonos sin pulsión ni pulsación de impostación pitagórica, como voces sin cauce, como sonidos continuos en corrientes alternas, como humanoides sobre la gran ficha de dominó del dolmen-monolito. Transfolclore: cultura popular global retroneofuturista. El hueso es baqueta con la que percutir el tambor del llano.

         Desubicado a lo Nuccio Ordine, me veo, valleiclanianamante, como un Nacho Cano ridículo ante un Hal9000 que ya no llora “Daisy”, perdido entre teclados binarizantes en el océano-conciencia de Solaris. El aislamiento físico pide un saludo treky, pero todavía necesitamos adiestrarnos en frialdad lógica y telepatía: somos parvulitos en stalker como usuarios en un panóptico cifrado en que actuamos como causa y efecto. Cuando las mónadas sean biobots ya se habrán extinguido todos los cantautores y 1984 será la nueva patria de un mundo feliz.

         Este simulacro va en serio: la estación total para contemplar es patrimonio del nanosegundo. La mayoría de edad kantiana ha progresado a lo Benjamin Button en el parque de atracciones de Pinocho. Los monstruos ya no son bárbaros: son las máscaras intelectuales de un Scary movie protésico y lúdico en su tragedia.

        
        


En un edén en cuarentena, me proclamo hedonista estoico en el jardín de Epicuro de mi balcón con vistas al mundo.


Ausencia de esencia:
presencia de sobras.




El corazón se hizo pulpo en la tana del alma.



Espacio y tiempo kantianos en la nueva realidad cuántica. Somos constructores de pantallas en las mónadas que eclipsan el panóptico humano de la ventana que es el universo.



Neoerotismo: labios y voces tras la mascarilla; ojos tras las gafas de sol. Refulge y canta lo oculto ensanchado en la imaginación. El amor sigue siendo un rayo de luna, en cuarentena del aire ahora.


Inmunidad de rebaño en los rediles de pastores youtuberizados, en las majadas instagramáticas de la máxima libertad creativa adocenada.


En la colmena cuadriculada de la pantalla se hacinan alegres los Segismundos en una “mise en abyme” del salón de peluquería que es ya el mundo. Domésticos y trascendentes proclamamos nuestra revolución francesa confinados en la libertad tecnológica, rehenes del síndrome de Estocolmo mejor urdido.  Nunca un yugo unció tan dulce en su urgir y ungir asperjando felicidad y oportunidades.


La cooperación confunde sus atributos con el colaboracionismo. Laborar con, operar con no subyuga: complementa para, sinérgicos, ser mejores. El “mainstream” disfraza de fraternidad, igualdad y libertad la dependencia chantajeadora del dominio sistémico (ese lobo disfrazado de abuelita ecologista, vegana, altruista, megapixelada y electromagnética)


Ser más veloces que la aceleración para hacer de la posibilidad de disrupción la panacea óptima de un “continuum mutabile”


Consciencia de verdad como autenticidad, de belleza, de amor, de bondad, de la calma de la duración sabiamente trufada de intensidades. Consciencia de libertad para construir experiencias que soplen el espíritu “Emet” en el barro humano. La nueva llave de la nueva cábala roba la cifra aleph y nos la vende para que simulemos la vida necesaria para consumir y no parecer zombis de silicona.




viernes, 8 de mayo de 2020

La vida secreta de las palabras: “Hecatombe” catastrófica en tiempos de 5G


 
Obra de Zdsislaw Beksinski. Progresamos desde la luz del móvil en la banda ancha


                                                       
En el año 01dC19 cuaja plenamente el monopolio fraguado en un cóctel de grito anestesiador y silencio cifrado exhibido en las décadas anteriores al cero meridiano de este momento. La única opción de progreso.


hecatombe 

Del lat. hecatombe, y este del gr. ἑκατόμβη hekatómbē.

1. f. Mortandad de personas.

2. f. Desgracia, catástrofe.

3. f. Sacrificio de 100 reses vacunas u otras víctimas, que hacían los antiguos a sus dioses.

4. f. Sacrificio solemne en que es grande el número de víctimas.

catástrofe 

Del lat. tardío catastrŏphe, y este del gr. καταστροφή katastrophḗ, der. de καταστρέφειν katastréphein 'abatir, destruir'.

1. f. Suceso que produce gran destrucción o daño.

2. f. Persona o cosa que defrauda absolutamente las expectativas que suscitaba. El estreno fue una catástrofe.

3. f. Mat. Cambio brusco de estado de un sistema dinámico, provocado por una mínima alteración de uno de sus parámetros.

4. f. T. lit. Desenlace de una obra dramática, al que preceden la epítasis y la prótasis.

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Sin más ruinas que la de las inteligencia no artificial, “desescalamos” aquello que nunca escalamos, aunque vivimos la alarma del aumento rápido, subrepticio y sobrevenido de la presencia invisible de nuestra vulnerabilidad.  En ese epicentro, lo que no nos mata no nos hacer fuertes. Lo que no ha matado pasa por ser lo que nos salva. Nos saludamos en las pantallas: nos damos y deseamos salud, que eso es saludar (“ave, Caesar: salve”; “avete/salvete/valete, amici”). Las pantallas nos salvan de la soledad, de la distancia social, del aislamiento. Vivir en la paradoja fuera de la mente, autoconfinados, recluidos en un destierro en el propio hogar para seguir más fuera de nosotros que nunca de tan dentro como nos queremos hallar. Los límites son ya ilimitados. Pero solo tenemos un cuerpo y un falso don de la ubicuidad como prótesis disponible en una aplicación. Nos han hecho creer que somos un todo magmático de holística mindfulnéssica de coach paulocoelhiano de subcontrata. En el smilecentrismo, la tragedia sin tragedia porque la vivimos en clave de comedia de autoexplotados. Sintoísmo sin raíz, de humo de ambiente de centro comercial, de neuromarketing. El estrés neuronal domado: acelerado para necesitar el antídoto a precios competitivos de la gratuidad más cara. Incitados por el susurro ASMR. Solidarios por soledad. Solitarios por necesidad social. Kantianos de intención y utilitaristas sin humanismo de facto, aunque pongamos banda sonora de palmas a las tardes de esta primavera tan cargada de otoños, tan herida de invierno.

Hecatombe y catástrofe con sordina. Ilusión y entusiasmo. Alegría y felicidad. Revolución y cambio. Todo lo ahorma el gran regazo de madrastra que nos acoge, Cenicientas o a Auroras, en la religión de un capitalismo cuya capital es el lucro teledirigido con su campo base en el corazón de cada persona hecha cliente y turista de la vida.

Veganos, sacrificamos cien bueyes. Instagrameados y Youtuberizados sentimos en golpe teatral del vuelco en el desenlace del argumento. Ludificados, somos jugados en el engaño. Ateos pero devotos del algoritmo nos vendemos desde el prurito, desde el fervor interior vuelto en fachada. El exceso cinético nos hace alegres y la alegría vivaz nos lleva a pensar que somos felices o podemos serlo si nos movemos más y mejor: ese destino que tanto merecemos ahítos de satisfacción insatisfecha, finalidad fértil de nuestra beatitud sin más arrobo que el de la felación onanista. Rebeldes de opereta, sin catástrofe feraz que opere eficiente y eficaz en la imposición del cambio unilateral y orquestado, chapoteamos en la indignación estéril y militamos en la obediencia sistémica. Protagonistas pasivos de una evolución en la que, como figurantes, nos han hecho pensar que somos protagonistas.

Hacemos de la comunicación un código de emojis que usurpan a las palabras el fuego de correspondencias y resonancias de su etimología. En el gran teatro global de la pantalla que es el universo, seguimos anhelando lo que no tenemos. Huérfanos de abrazos y besos, cuando los labios y los brazos puedan ejercer su responsabilidad sin fantasmas, viviremos ya en un tiempo de dependencias pixeladas. Los abrazos, esos besos de los brazos, lo besos, ese brindis de corazones, y los aplausos, esa percusión doméstica del entusiasmo, al poder ser, añorarán su imposibilidad en las nuevas posibilidades y serán la metonimia catastrófica de una hecatombe cultural de ilusos alegres y felices, agentes y víctimas del gran pantallazo que seremos.

Sacrificar cien reses a los dioses para llegar a la catarsis tras la catástrofe sigue siendo un ritual automatizado, trágico de comedia e incruento. Un holocausto integrado en los hábitos. Ante el pozo sin fondo de la pantalla, la cornucopia tantálica, mídica y narcisista. Distraídos libamos los frutos de reiteradas catástasis algoritmizadas en banners sin apariencia de clímax pero muy rentables en su amabilidad molesta asumida, como de mosca cojonera soft y en bucle. El sacrificio vive en las palabras. El sacrificio vive muerto en los actos en que, ignorantes, lo perpetuamos con cada paseo digital sobre la superficie del pozo de los deseos, orlados del electromagnetismo que induce la sed de ser inducidos, alejados del bosque de símbolos, prisioneros en el bosque de antenas de frutos sabrosos de veneno e invisibles.

En el corazón del apocalipsis, la hégira y la pascua. Al otro lado nos estamos esperando desdoblados en abrazadores con guantes y mascarilla y amantes de plasma desnudos. Tras la hecatombe, el premio cultivado de la catástrofe sin catarsis. Los bueyes alimentarán a los salvadores de tanto peligro acechante, que nos miran como la versión actualizada de Prometeo, sin tragedia, como target en sus nichos floridos.