jueves, 23 de mayo de 2019

Destellos XCVI

No hay pantalla en que respirar mar





        
         Leer a Max Aub nos pone ante lo mejor de la condición humana. Maestro de la ficción, del trampantojo, enseña a entender el mundo desde el juego trascendente y serio de la literatura. Así: “in medias res” cuya anáfora está fuera de la página, hacia la derecha, bajo el margen y cuya catáfora tiene que hacer nido en el ático del lector. Complicidad irónica entre la realidad, el emisor y el receptor, en un triángulo fértil que acaba sembrando el mundo de mundos posibles por imaginables.

         Estos Destellos son los broches lógico-léxico-líricos que balizan el tejido de urdimbre y de trama que es el devenir vital sobre el que naufragamos.

         Perdonad: me he puesto algo estupendo (no hace falta que don Latino me afee la pretensión, que ya la admito yo).

         Leer a Valle-Inclán, también, nos enfrenta al espejo en el que no queremos reconocernos.




Si la sinergia es la complementación fértil que multiplica la fuerza agente, la dispergia es la diáspora disipadora, poliédrica y atomizadora, que potencia con su atractivo calidoscopio el espejismo del colaboracionismo egoísta. Y la resiliencia es la coartada capital para sinergiar la dispersia monetizada y autoculpabilizadora.


La vagina es un libro abierto. Su vaina engendra argumentos para invaginar (que es imaginar desde lo telúrico abierto en continente). Sinestesias vainillas son la banda sonora del acto creativo, trigonométrico sin aristas. Senos, cosenos y tangentes dibujan el vaivén de cabos y golfos, de ensenadas y tómbolos.


El juego de rol del ”escape room” que es ahora el mundo.



Premium” (así, sin acento, desde el inglés colonizador y felizocrático) disfraza de lujo la realidad, la maquilla de calidad superior, la tunea de mejora. Aunque reniega, acelerando, del latín, le roba la intención y la hace suya. “Praemium” era la ganancia o el provecho de quien llegaba primero: “prae” (antes) y “emere” (merecer, obtener). La velocidad para llegar el primero es una escena del esperpento de las rebajas, que en nada suenan al latín de Las divinas palabras valleinclanianas, pero tienen toda su tragedia bufa.

Mercenarios de la ilusión.



(Stefano Mancuso, verde de envidia vegetal, se abstrae, humano, del tiempo y piensa desde una duración que también es inteligencia):
Con paciencia ontológica de planta, el progreso se abre como el corazón de una selva. La prisa mata la senda y la capacidad real de ser agente y paciente adaptado en el mismo cambio.


Transverberación sin trascendencia. Ajena a la palabra extática de fusión holística, la pantalla es pródiga en amigos: entre la prosopagnosia y la pareidolia intimamos sin conocimiento mientras, distraídos, borramos con memoria digital los vestigios de la fosa común alegre de un cementerio dinámico de felicidades.


El prurito de la novedad desgasta la piel.


Los juegos del hambre. Juego de tronos. Ludificación de la épica como consumo.

Pseudopaidocracia de futuro ludópata de obsesos en jugabilidad.





Arquitrabes XXXV: homenaje a Augusto Monterroso












         Cuando despertó seguía ahí dentro, clavada, enhiesta. Ella comprendió qué era la Tierra y quién Arturo.




domingo, 5 de mayo de 2019

Valor esencial











 
El camino se hace en la cabeza con los pasos de los pies calzados




Para Ramon Buira, profesor de economía humanista, de la escuela de José Luis Sampedro.


Contra el valor añadido y el salir de las zonas de confort. Contra el comprar soluciones para los problemas creados para vender soluciones (la religión como opio, juez y parte de la moral, tan denostable, es maldad de párvulo en comparación a las nuevas estrategias de bondad social).
Sí: el mundo es una gran empresa. Pero olvidamos que “empresa” nos llega, etimológicamente (que es una forma de ser raíz) de “prehendere” (coger, atrapar, sorprender). “Presa” y “preso” (participios pasivos) nos hacen atrapados: por la justicia o robados por una fiera, víctimas. Nos hace “prisioneros”. Pero también “aprendemos”: nos apoderamos del conocimiento (aunque la “aprensión” nos hace coger miedo y no sabiduría). Somos “aprendices” en un tiempo de falsas epifanías maestras. “Comprendemos” porque concebimos ideas, las hacemos nuestras, las abarcamos con el intelecto. También “Reprendemos”, “represaliamos” y “sorprendemos”. Pero el monopolio de “emprender” ha hecho de la “empresa” solo un negocio (negación del ocio) y de los empresarios unos carceleros ignorantes de la etimología, pero muy productivos. Cuando un empresario es alguien que dirige un negocio (lucrativo), la “empresa” pierde su esencia.
Sí: hace falta industria para progresar. Pero olvidamos que “industria” es actividad, laboriosidad, ingenio, asiduidad. El mejor ejemplo, Alfanhuí, tan lejos del lucro empresarial y tan cerca de la fertilidad poética sin contaminación, sin humos.
“Progresar”: caminar hacia delante; andar. Sin huellas en el camino no hay progreso. Las huellas del cielo quedan para los dioses. “Se hace camino al andar”: los aviones acercan lo que siempre quedará lejos porque es ajeno a los pasos y sus huellas.
Tenemos una responsabilidad social corporativa (o social empresarial), tenemos que invertir de forma socialmente responsable, contribuir a la mejora social sin más incentivos que los humanamente rentables, sin valor añadido, sostenibles con lo humano, lo natural y lo divino (esa excrecencia espiritual de la carne y la cartera).
La obsolescencia programada y la obsolescencia percibida (empresa usurera y márquetin especulador en sinergia negativa) arruinan la alegría de vivir e impostan un “hapiness candy” (con colorantes, muy comercial), como las palomitas de los multicines sin arte. Su antónimo no queda claro. “Wallapop” también ha hecho monopolio comercial del “reciclaje”. Como la Generalitat en su dar nueva vida a lo obsoleto: clientelizar los objetos, reciclar para “monetizar” la sobra impuesta por las inercias sociales. Reutilizar para rentabilizar las modas y calmar la consciencia social desde la emprendimiento personal de comerciantes autónomos contratados por el gran negocio que es la vida. Esquilmamos la esencia y extorsionamos la naturaleza mientras pedaleamos, ecológicos y con nuestro “smartphone”, siguiendo los itinerarios de la última versión del “Google maps  de turno: como Filípides de Deliveroo o de Glovo nos ponemos al servicio de un sistema que nos compra con la migajas que eclipsan el confort de quienes viven de invitar a salir de la zona de confort desde las asesorías mindfulnésicas y holísticas de sus subcontratados gabinetes de márquetin y de gestión psicológica del cliente.
Porque el antónimo de obsolescer no es conservar ni reutilizar. Hablar de consumo colaborativo es entrar en el juego de un sistema trilero y simpático, que no grita ni insulta, que calcula con sus algoritmos la balanza de toda transacción.  “Alargascencia” es el palabro que quiere ser antídoto y es paracetamol para el dolor de consciencia. Ante la obsolescencia especulativa, en sociedad anónima con la innovolatría, poco margen de progreso humano queda porque la fagocitosis sistémica lo convierte todo en su alimento. Como las vanguardias históricas de principios del siglo XX. Consumidores consumido somos: clientes y producto con apariencia de personas. ¡Nuestros trasteros están llenos de oportunidad de negocio! ¡Rebélate, fotografía, sube y vende! Luis Rodríguez, en su novela 8.38, nos ilumina sobre este negocio para salvar la Tierra: un hombre vende bombillas fundidas a mitad de precio, que compran quienes las sustituyen por las que sí funcionan en sus trabajos y se las llevan a sus casas. Gana el vendedor, que seguramente las consigue en las basuras; gana el comprador, que tiene bombillas por la mitad de su precio; perdemos todos.
El presente y el futuro próximo son de la generación “Snowflake”, de personas que viven por encima de las posibilidades de su producción, que desprecian la herencia porque se conciben centro onfálico y hacen de la comodidad y la subcontrata su “modus vivendi”. Y sus educadores son quienes han abonado ese crecimiento pensando en un futuro incierto (¿cuál no lo ha sido?) que ha de ser suyo y acabará siendo monopolio de los titiriteros virtuales de la coartada globalizadora para el lucro personal de siempre. Una generación que viven la crisis de la adolescencia como un entreacto que dura más que la propia obra (¡Oh, Jaime Gil de Biedma!): una oportunidad de negocio que puede empezar a los ocho años y acabar a los cuarenta. Claro que toda generalización es tan falsa como la globalización y de todo sigue habiendo en la viña del  [s]eñor (feudal 4.0)
Unas botas. Las de Charlot hechas arte (buscad en las imágenes de Google el sintagma “botas de Charlot” y comprobáreis lo que quiero decir). O las botas que me han acompañado los inviernos de los últimos diez años. Quizás ya no pasen de este año: remendadas por dentro, acusan el cáncer del tiempo y de los muchos kilómetros trasportando mi peso y mi pronación. En sus talones hay coronas de una pelota de tenis para compensar los desgastes de un pisar enérgico y aquíleo y dobles plantillas. Cuando las compré no me ofrecieron para su financiación, como sí hacen en la venta de coches, un “renting” o un “leasing”. Ignoran que yo podría llegar a ser alguien famoso y que la metonimia que pueden ser mis botas alcanzaría precios astronómicos en una subasta. Supongo que, estadísticamente, esa posibilidad es despreciable y que no computa en el universo de ganancias empresariales.
Los pasos dejan huellas en los pies. Al andar hacemos camino, sí, pero, sobre todo, crecemos, peripatéticos. La novedad en los pasos cultiva ampollas. La costumbre amolda el continente al contenido, mimetiza y sincroniza sus sinergias. Como las arrugas en la piel o las cicatrices, las suelas hablan de paisajes y las escoriaciones en el cuero de caricias o zarpazos. Las ampollas por roce vanguardista, está por ver, quizás puedan llegar a ser el valor añadido que reclama todo negocio: ampollas artísticas, con formas que el cliente puede elegir para sentir lo que el “influencer” XY ha hecho viral. Unas botas viejas son intransferibles, pero un pantalón (mejor dicho, medio pantalón) puede ser delirio “vintage” clonado por la franquicia W que vende a precios “prêt-à-porter” (explotando a los productores de esos artículos, incluso, si se compra por catálogo virtual en Amazone, haciendo miserables a los que, milagrosamente, lo llevan de la pantalla a casa). En el culmen del cinismo hipócrita, un anuncio de Airbnb presenta la oportunidad gentrificadora de viajar (esto es, desgastar con pasos las suelas de las botas) como la mejor manera de conocer (¿“aprehendere” o, simplemente, consumir?) un barrio desde su intrahistoria (¡Ay, Unamuno: cuánto te necesitamos hoy!)
Mis viejas botas agonizan. Pacientes en una caja, bajo la cama, limpias, lustradas y embetunadas, sin los cordones, tendrán que esperar un año más la elegía. Su caminar, “con quien tanto he querido”, hernandianamente, añorará en su sombra del verano mis pasos de pies descalzos.
La picaresca “New Age” de la facilofelizocracia, como las cagadas de mosca en el escaparate del universo que dejan huellas virtuales que son causa y consecuencia de negocios, acecha nuestro deambular. Mis viejas botas no han de ser cómplices de la magmatización etérea de la nueva esclavitud. Me compré tres pares iguales el mismo día: dos siguen, vírgenes de pasos, siendo parte de la pequeña eternidad de la vida de un hombre coetáneo y refractario a las modas.
Atrapado en la tela de araña de sedas invisibles pero poderosamente pegajosas, este texto (tejido desde el pensamiento analógico) ha entrado en el horno de las “cockies” (apelativo de abuela de los usureros algoritmos) y llamarán a la puerta de mi pantalla los comerciales de todo aquello que detesto. Paradojas de amar unas botas viejas.