domingo, 22 de febrero de 2015

Arquitrabes VIII: Adelantar la primavera




Almendros murcianos. Fotografía de Mario Navarro





                                                        “Quiero hacer contigo
                             lo que la primavera hace con los cerezos”

Pablo Neruda, epifonema del poema 14 de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924)


         Debe de ser la presión de la inercia que nos lleva. Tengo más prisa que Neruda: quiero  primaverizar el invierno en yemas como vísperas del gozo:


                                                                  Quiero hacer contigo
   lo que febrero hace con los almendros





Al amanecer, los almendros saludan la posibilidad de ser prólogo de fruto, víspera bella del gozo del sabor. Fotografía de Mario Navarro.





Mi mirada en la mitad del camino



Ábradas cuando todavía no era consciente de serlo (Fotografía de Mané Espinosa Doblado, invierno de 1991)





                                               “Somos el tiempo que nos queda”

                                                                           “No necesito
     nada: tengo bastante con vivir”


                                                                    J.M. Caballero Bonald


                                               “Cuando me paro a contemplar mi ‘stado
                                               y a ver los pasos por dó me han traído,
                                               hallo, según por do anduve perdido,
                                               que a mayor mal pudiera haber llegado”

                                                                  Garcilaso de la Vega, Soneto I
                                              

Hace veinticuatro años que me estaba mirando, que miraba este punto del tiempo que es hoy. Me sorprendo ahora, sin embargo, mirándome a redrotiempo en mi mirada. Tengo todavía esos veinticuatro años: los que tenía en esa imagen del invierno de 1991. Tenía padre y proyectos difusos de hombre de letras. Y un amigo que me regaló la posibilidad de verme hoy tal como era. Tenía un jersey gris tejido por mi madre. El María Moliner y los dos volúmenes en piel sobre la vida de Lorca de Ian Gibson que me regaló mi novia. Y tenía el placer de desvirgar las páginas de los libros de poesía de Lumen (esos, creo, eran de José Agustín Goytisolo y Carlos Barral) Y tenía la misma mala caligrafía que conservo y una plumilla y un tintero para poder hacerme entender en los exámenes de la universidad. Quedan, a este lado de la mirada, los libros, la plumilla, la madre, una novia que es esposa y los sueños (cuajados en dos hijas, algunos poemas y artículos)


         Los objetos albergan parte de lo que ayudaron a vivir. Tocarlos es poder volver a sentir lo que se vivía a través de ellos. Contienen el incienso de las noches de estudio y la voz de Wim Mertens y el piano de Michael Nyman. Son todavía lo que he sido, lo que fui. Las noches del mes julio de Jaime Gil de Biedma y las torpezas ilusas ante un mundo que no es un teatro.


Sigo queriendo aprender, esa intuición vital, sin desaprender, aunque desaprendiendo. Sin arbotantes, con voluntad de pilar alado. Elevándome sobre las palabras que también he sido, sobre los silencios que me han hecho un oído atento y paciente.


Ahora sé que el mundo habita dentro de mí, aunque no soy más que sujeto paciente. Que de cómo lo asumo depende cómo lo vivo: el miedo a perder lo que quiero, mis frustraciones y mis deseos son los ojos desde los que accedo a la realidad, no la realidad.  Saberlo no la cambia, pero me cambia. Sé que tengo una certeza: soy mi pasado, mi presente y mi futuro. Pero no quiero que el tiempo me lo diga una pantalla sino mi saboneta. O el reloj que heredé de mi bisabuelo al que tengo que darle cuerda cada día para que no se pare y muera. Sé que soy puente y que las gafas que ahora llevo atrofian mi visión y me hacen dependiente de su lupa. Que estoy obsoleto y que solo la paradoja de mi condición me justifica en el mundo: sigo creyendo en el esfuerzo y la responsabilidad para crecer, mentalmente judeocristiano, en un universo fractal de átomos electrónicos que han anulado la física y la mecánica del movimiento y la fuerza. El alma es hoy un espectro que habita en la nube, intangible y omnipresente como Dios o el narrador omnisciente, pero siempre de otro, con peaje, con cuello de embudo que puede anular, paralizar y enajenar todo lo que pensabas que era tuyo. Hay un comunismo poscomunista en ese paradigma que me atrae y me repele por igual. La facilidad de compartir, la colaboración para ser mejor gracias a los otros, el dejar de ser corredor de fondo solitario son oportunidades. Pero para generar generosidad debes, primero, cultivar lo que regalas. Si no tienes nada no puedes dar nada. Aunque dar nada empieza  ser una moneda de curso legal.


He conseguido ser Ábradas, espacio mental en el que vivo siempre a medio camino del que quiero llegar a ser. Allí me puedo mirar con perspectiva de intersección, con la visión de altura que da saberme armonía de contrarios, como en la mirada de esa fotografía que me mira. Persona y clon, libre y agnate, individuo y persona. Como en una película que trence argumentos, sin posibilidad de ironía dramática porque vivo dentro de ella: The Island (2005, Michael Bay): The Matrix (1999, Larry y Andy Wachowski): Fahrenheit 451 (1966, François Truffaut): Léolo (1992, Jean-Claude Lauzon): Le mari de la coiffeuse (1990, Patrice Leconte): Bleu o La double vie de Véronique (1993 y  1991, Krzysztof Kieslowski)… Una distopía presente, gozada y sufrida por igual, que podrían hacer novela Aldous Huxley y José Saramago, a dos manos, convertir en película Peter Greenaway y sensibilizar musicalmente Wim Mertens cantando con Dulce Pontes. Ábradas, como la caverna de Platón, es un espacio de sombras y realidades, de ignorancias defendidas como certezas y de conocimientos evanescentes sobre los que construir el ser que soy.


Ecuador de mis días. Fiel de la balanza, columna para las alforjas de horas cosechadas. Me miro desde mis veinticuatro años y me veo con cuarenta y ocho, desde los que me miro y me veo con veinticuatro.  Soy yo porque me recuerdo. Soy yo porque me intuía.





lunes, 16 de febrero de 2015

Horizonte de la vigilia lúcida



 
Cielo vangoghiano en Valencia.
          


       Bagatela. Miniatura lírica a lo Pessoa, con deje machadiano. Minimalismo maximalista en redondilla asonantada. Paradoja, trampantojo barroco carnavalero sin lentejuelas ni puntuación, para hacer más promiscua su posible trascendencia, para abonar su ambigüedad semántica de juego de espejos sin espejo.




Duermo soñando que duermo
Vivo soñando que vivo
Duermo la vida contigo
Sueño que sueño un sueño




domingo, 15 de febrero de 2015

Réquiem por el objeto amado



Amanecer del primer día del 2015 en Cabo Cope.





También somos lo que amamos, aunque siempre quede fuera del yo. Más si es un objeto, una cosa sobre la que proyectamos el amor como en un frontón. Somos la reacción ante la realidad que habita al otro lado: el miedo a perder lo amado, la alegría de conseguir lo deseado, la paz de tener lo ganado, la satisfacción de querer lo que se tiene… Los objetos catalizan nuestras emociones.

Un coche es un yo trascendido, un exoesqueleto compañero de viajes, sentimientos y búsquedas, de rutinas y aventuras. Te espera paciente y dispuesto: lo cabalgas y te transporta a los perímetros en que cifras tu universo. Sus kilómetros hablan de ti, de cómo eres, de tus hábitos, de tus intimidades más recónditas. Su retrovisor contiene tus miradas al pasado (miles, con ojos superpuestos en una “mise en abyme” de un horizonte de apenas veinte centímetros); su luna parabrisas, con sus impactos visibles e invisibles, retiene tus futuros ya pasados. Su embrague ha conocido tus zapatos y tu pie desnudo de playa. Su acelerador y su freno se han combinado para llevarte a lugares y traerte hacia el tú que precisabas como yo. Hay en él parte de ti, expansiones del que has sido y ya no puedes ser porque habitan ahora entre sus alfombrillas y tapizados.

Por eso cambiar de coche no es una operación simple. Es como cambiar de amor cuando sigues queriendo al primero. Hay más dolor en la pérdida que ilusión en la novedad. Quizás sea uno de los síntomas de la duración: lo conocido, sublimado por el duelo, perdura en los mecanismos que lo sustituyen. El extrañamiento primero pasó a ser intuición, fue prolongación del yo: los “gadges”, prodigios técnicos ajenos, componentes del encuentro adánico, fueron expulsados del paraíso conmigo. Otros ocupan ahora su lugar, pero entronizando la dependencia electrónica que hace súbdita a la mecánica y a lo humano. Somos prisioneros de la comodidad, epicentro del confort. Hay un freno de mano fantasma en el nuevo coche: lo busco con mi mano y no lo encuentro. La eficiencia me da miedo porque soy, solo, quien la disfruta sin esfuerzo para mantenerla. Y un coche averiado es un autoinmóvil y tú un inútil con un móvil para que vengan a rescatarte. Los coches ya no tienen motor. El capó oculta un universo compacto en el que ni las bombillas puedes cambiar ya. Dependencia máxima de la autonomía.

Sé dónde estuvo porque me llevó porque le llevaba. No quiero saber dónde está ahora, mientras empieza a deja de ser. Playas y montes; ciudades y pueblos; soles y lluvias y nieves y vientos; fiestas y lutos; familia, amigos o soledad; música y silencio con rumor de carretera; velocidad, hormigueo, fluidez o trombo; risas y tristezas: hay una vida compartida tras sus faros cansados, ante su volante que ha soportado giros en 261.163 kilómetros, sobre su asiento que ha aguantado mi peso durante quince años. Su maletero, ahora vacío, lleva para siempre el equipaje de mi amor, como “una forma de resistencia” vencida.

Las cosas  no tienen más alma que la que le queremos poner. Parte de la mía muere con el viejo Ford Focus que acabo de abandonar en un concesionario.


Los últimos cinco euros de alimento, camino del trabajo.



Transposición y tránsito: miércoles 11 de febrero de 2015.