sábado, 30 de octubre de 2021

Haikus LIII

 


           La sonrisa que no se ve es la que, desde el tantién, vuela por dentro para centrarme y ser

 

 

A Saúl Martínez Calvo, por la epifanía progresiva de su enseñarme a mirar desde detrás de los ojos.

 

A Inés López Suárez, por ponerme en su senda desde el mar de Águilas.

 

A Gabriel Muñiz, por hacer del arte una conexión sinérgica entre personas.

 

 

 

Caos. Naufragio alegre en relativismo usurero. Sin maestros, los alumnos endiosados (clientes sin consciencia de serlo) imponen su idea de progreso inducida por los monopolios que gestionan su libertad condicional (de la que desconocen las condiciones). Nunca el futuro fue tan dependiente de los intereses manipuladores de unos pocos. Nunca fue aparentemente tan nuestro. La metarrealidad es la realidad. El universo, metaverso pixelado.

Cada persona, a solas con ella misma. ¿Qué piensa? ¿Se piensa? ¿Sabe ver el simulacro que exhibe, los filtros que la hacen social? Egoendiosamento clientelar ingenuo disfrazado de colaborativismo globalizador y filantrópico cultivado por individuos egoístas encapsulados en el todo de la nada.

Con el presente herido y el pasado anestesiado por la innovolatría, la esperanza batalla por seguir sembrando futuro desde el presente de consciencia plena permanente que siempre somos, con retrovisor y faros proyectivos.

Dos haikus encadenados a la libertad de decir desde la dependencia al conocimiento. Sin puntuar, sin mayúsculas: para que lo minúsculo de la lectura atenta restaure el sentido. Queda suelto el quito verso para que, quien quiera, siga trenzando este prólogo.

 

“Hoy es siempre todavía”

    Antonio Machado: “Proverbios y cantares” VIII

          (Dedicados a Ortega y Gasset)

 


       siempre es presente

sintiendo el pensamiento

soy yo consciente

 

         mi mente siento

en este aquí ubicuo

donde soy siendo

 

        

 

        

 

 

 

 

 

domingo, 17 de octubre de 2021

Mujer de rojo sobre fondo gris. Los ángeles de la historia

 


 

A Paula Corripio, por la complicidad intelectual

 

 

El ángel de la historia de Walter Benjamin, inspirado en un dibujo de Paul Klee, ese ser de espaldas al futuro que es arrastrado por el viento alentado por las ruinas del pasado que ve hacia el después que no puede ver, está habitado por muchos otros ángeles del presente. Como Ángeles de Castro: una mujer de rojo sobre el fondo gris del pesimismo de Miguel Delibes. Rojo de intuición para vivir sobre el gris del vivir arrastrado instalado en la pérdida. El progreso va a ser algo parecido a eso: el Angelus Novus benjamininizado y gris preñado de ángeles de luz roja.

Ángeles de Castro, razón de vivir, murió de un tumor cerebral en 1974: tenía cincuenta y un años de presentes y alegrías y toda una vida de dar vida a Miguel Delibes. Delibes siguió viviendo de prestado hasta 2010. Pudo llegar porque sus hijos y el recuerdo de su compañera de vida le dieron las prótesis que necesitaba: en 1991 publicó en monodiálogo Mujer de rojo sobre fondo gris, un exorcismo autobiográfico terapéutico. Literariamente venía de Cinco horas con Mario (1966: Menchu, una mujer prisionera en el gris) y de Las guerras de nuestros antepasados (1975: Pacífico Pérez, recluso en un sanatorio, inspirado por el anís, recuerda el gris de los rojos de su gris). La Ana de la novela de 1991, reconstruida desde el gris iluminado, refulge en rojo. Nicolás, con el alcohol como motivador y anestesia, un pintor que vivió tan de cerca el amor de Ana que no fue consciente de su luz pictórica, rememora su relación en el verano y otoño de 1975 con su hija Ana, invisible, como interlocutora muda. Eduardo García de Benito había pintado a Ángeles de Castro en 1962: de eso hace Miguel Delibes un argumento en forma de novela breve e intensa que José Sámano, José Sacristán e Inés Camiña transformaron en tridimensionalidad teatral entre 2008 y 2018. Delibes en carne viva y roja desde el gris de su seguir existiendo.

El sábado 16 de octubre de 2021, en el teatro Romea de Barcelona pude vivir tres prodigios humanos que dieron a luz, en la oscuridad del patio de butacas, una epifanía. Dos profesores de literatura y un grupo de alumnas fuimos testigos del fenómeno y su catarsis.

Primer prodigio: Que un actor de ochenta y cuatro años se convierta en un gigante de gestos y palabras en el escenario y nos tenga hora y media pendientes de su ficción. Mérito tiene su memoria. Mérito tiene su arte. Y mérito tiene la profesionalidad que mostró ante las toses, los ruidos de papeles y las notificaciones de los móviles. Una obra de silencios, matices, modulaciones de voz, microexpresiones… requiere un templo de contemplación. José Sacristán estuvo inmenso y seguro en su ser Nicolás. Al acabar y bajar del escenario, en el vestíbulo del Romea, volvió a ser José María Sacristán Turiégano, el niño que nació en Chinchón en 1937 y sobre el que pesan ochenta y cuatro años de sabiduría y compromiso: pequeño, menudo, con apariencia de despistado. Pero ese ser frágil de voz potente y afinada es quien siempre se ha puesto del lado de la justicia social y ha defendido la igualdad fraterna.

Segundo prodigio: El teatro como presencia sigue siendo una necesidad humana. En un presente de trincheras-pantallas de tiempos y espacios simulados, tiempo y espacio reales, sincrónicos y compartidos: un mismo presente, un mismo aire que respirar, una misma inquietud social que poder abandonar por un rato. La convivencia espacial y temporal real para vivir la ficción como una tribu coyuntural. Frente al simulacro, la verdad de la ficción. El teatro se erige en un templo de humanidad con la palabra como constructora del espacio y el tiempo que contiene. Por eso el público debe pasar desapercibido (no como en espectáculos de otra hechura -los de La Cubana o La Fura dels Baus, por ejemplo): la complicidad en el silencio o en los contrapuntos risueños, nada más. Bueno sí, el universo de ruidos estancos de cada cabeza, dos manos que se buscan y se encuentran… Las toses, los ruiditos eternos de caramelos, pasillas y otras necesidades físicas, los tonos de las notificaciones de los teléfonos y los reflejos de sus lucecitas también forma parte de la función y la enturbian. José Sacristán fue espectacularmente actor con una mujer que “interrumpió” (involuntaria y reiteradamente) su monólogo: lo detuvo, la miró (unas diez veces) y siguió como si ese breve lapso estuviera fuera del tiempo y el espacio compartido, sin que la fluidez de su actuación se dejara intimidar por la impertinencia.

El tercer prodigio es personal e intransferible: En José Sacristán siempre he visto a mi padre. Físicamente siempre los he identificado. Mi padre tendría ahora, de no haber muerto en 1991, setenta y seis años. Y, claro, veo a Sacristán con más de ochenta (y con una apariencia estupenda) y no puedo evitar ver a mi padre vivo.

La epifanía es la convergencia de los tres prodigios: la revelación de que en el arte tenemos una posible salvación. Podemos ser personas de rojo sobre fondos grises en una sociedad que pervierte tanto los colores de la realidad que pinta con píxeles excitantes y fosforescentes los simulacros de realidad y nos hace creer que somos cada uno del color que queramos, libremente, a nuestro criterio libérrimo (sin raíz) para que como clientes deseemos encajar en el laberinto de oportunidades que nos venden. El arte humano como epifanía, con la tecnología como complemento.

martes, 12 de octubre de 2021

Armonía de contrarios de ser en la música de Clara Peya

 

                             Clara Peya Rigolfas (Palafrugell, 1986). Estat de larva (2020)

 

A Pilar Navarro, corazón del ser y seguir siendo.

A Clara Roldán, reveladora de esencias epiteliales.

A Susana Koska, que sabe de estados de larva para volver a ser.

A Clara Peya, claro, por poner puertas de libertad al campo y balizas en el mar de la Belleza.

 

         Hoy he tenido una experiencia mística: quietismo dinámico en la impermanencia de la permanencia, en el eterno retorno de lo efímero, en la duración de lo fugaz.

         La música de Clara Peya en Estat de larva ha sido el catalizador de tanta química espiritual. Escuchada en bucle: como banda sonora del fondo (como el aire que da de respirar); como microtesis doctorales sobre el vivir (como alimento para la mente). Una larga meditación preñada de disrupciones y sinestesias. He dormido en ella, he soñado, he pensado, he sido y me he dejado ser en una larga meditación.

Maraña de sentimientos que engendran un ascensor de luz en el corazón: letra de médico que no se entiende pero cura. El feto larval que nos enciende como un quinqué nos sana y tenemos que darle mecha y combustible para seguir. Escala en la intimidad el ánimo animado, coreografiado por las teclas de un piano: fuerza mecánica que abre, al pulsar, el cajón de sastre del sentir.

         Temas tuétano preñados de fractalidad y simetrías amorfas. Música inseminada por Clara Peya para florecer en los oídos del alma. Semillas de vida que germinan en el proceloso mar del sentir. Notas y ruidos, como la vida misma: calma el alma la armonía moteada con sonidos de la música sin arte del mundo. Como en las películas de Andrei Tarkovsky (vencejos falsos, molas, fondos industriales, agua…) la belleza resplandece entre los contrapuntos. En el duermevela, enredado en sueños, canta el piano de Clara Peya, es centro y periferia. Me grita suavemente un acróstico cuyos versos son piezas musicales: No-Sé-Vos-Al-Tres-Pe-Rò-Jo-Ne-Ces-Si-To-Pell-Per-Viu-Re. “No sé vosotros, pero yo necesito piel para vivir”. Arrullo: acuña y acuna. Tatúa en la piel del sentir la intimidad más compartida y callada. Nunca hemos dicho tantos besos y abrazos y hemos besado y abrazado tan poco. Briza, entre suaves chirridos como de banqueta que gime, el rizo de amor de la fragilidad en la intemperie. Suenas los mecanismos del piano mientras exhalan música. Suenan pasos de ausencia que acompañan en el recogimiento al acabar el disco. Suenas pájaros en el aire musical del paisaje pintado por el piano. Es una música que nos hace isla y archipiélago con vocación de continente: se reflejan las notas en el espejo del yo que reflexiona, recíproco, ante la posibilidad de desbordarse.

Fagocitados por la soledad náufraga en el exhibicionismo del simulacro usurero, el piano de Clara Peya es caballo de Troya: penetra el sistema, violador de la intimidad, como negocio en tu casa; entra en tu corazón Clara y te hace mejor porque te da argumentos para luchar desde la belleza militante. Entra, inocula su larva (que también es tuya) y energiza el barbecho para poder ser protagonistas ante la depredación social.

Vivir desde la piel. La belleza musical de Clara Peya alimenta la epidermis y llega hasta el tantién del corazón para, reciclada, hacerse puño y restañar llagas.

Sueña la melodía tecleada, eleva nubes, y con ella suena la mecánica de la máquina musical: los pedales, la gestualidad de la pianista que es extensión humana de un piano ventrílocuo, los roces que pulen aristas, el choque de placas tectónicas traducido a suspiro metálico o xilofónico. He sido, esta noche, armoniófago en la claridad oscura del escuchar.

Tanta delicadeza, tanta delicuescencia, tanta sensibilidad, tanta evanescencia… Incienso musical, silencios que hablan afinando el piano del alma. Clara Peya, diapasón de humanidad, metrónomo para los latidos del espíritu profanamente santo. Mística laica de la Belleza: epifanía de rebeldías fértiles.

 

lunes, 4 de octubre de 2021

Destellos CVI

 

                      Cauce seco de la riera de can Trabal: por él corren los recuerdos de infancia 



A Cristina Ferradás, tan lejana y valleinclaniana como presente en las elecciones afectivas y las afinidades electivas.

 

A Paula Corripio, desde la reciprocidad pigmaliónica.


A Jorge Gálvez, cómplice de memorias.

 

Estos son, en realidad, destellos de un diletante fértil. Pero hacía mucho tiempo que no recogía en esta termoclina de Limbos mis iluminaciones en la sombra de vivir: no las dejaba en el aborto del destello, las seguía rumiando hasta ser un ente de más cuerpo. Son solo un destello cuajado en el pensear.

Estaba buscando la infancia con los pies, como otras veces. Fui pisando el otoño: esa vocación de humus del futuro que amarillea preñada de verdes. Buscaba un cauce al que iba a dar una mina de agua en un bosque. Queda una senda seca entre urbanizaciones, un vestigio de naturaleza fagocitado entre hormigón que sigue marcando su ruta, sin embargo. No hallé el agua aquella primera de mis domingos familiares pero estuve en su eco: hablé conmigo, cuántico, haciéndome coincidir en un centro de tiempos mío.

No hay hombres solos; no hay mujeres solas: cada persona lleva dentro un corro donde canta el agua. Agua que viene de fuentes en las que ha bebido y que va hacia fluires en los que otras personas beberán. Pensar no es otra cosa que confluir, desde la fuente y hasta el mar.

Los extremos de vivir se tocan, se abrazan para centrar los amores que alimentan el camino. Abrazar es besar de continente a contenido: es contener en los labios de los brazos el cuerpo abarcado. Abrazamos, entre comas, el vocativo. Evocamos. Invocamos. En cada beso presente somos el niño que fuimos y el anciano que seremos: su magma de amor sella la alianza vital de ser sintiéndose querido.

        

        

 

 


 

al final como al principio

todo es abrazo y es beso

la maraña intelectual

fluye entre las dos orillas

 

           de ser