sábado, 26 de abril de 2014

Metamorfosis del erizo II (cardo con vocación de vilano)


Ojo sin arte aquí, simple constatación técnica de lo que miro. El cardo mutante habita, ajeno y libre, en la reseva biológica El madroñal, ante las casa de Los arcos (a una altitud de 637 metros -2008 pies-; coordenadas sexagesimales: latitud 37°32'44.47" N y Longitud  1°36'7.77" O; coordenadas UTM -Universal Transverse Mercator-: 623476.94 m E - 4156299.24 m N) 






Desi también miró el cardizo. Su mirada y la mía, de un lunes 14 de abril a las 18:06 y 18:08, enmarcan la que Ana nos regaló en julio. Las coordenadas son las mismas, pero no la realidad del tiempo.







A Desiderio Navarro Aragoneses, hombre cuyo nombre es eslabón desde Mauthausen hasta esta flor.



Seguía allí, humilde y desembellecido, mutante a diente de león con intención de flor de algodón o de vilano. Su semilla de erizo se perdía en las alturas y el agua era ya solo un estigma de su origen prehistórico. Ajeno a los focos, su verticalidad se difuminaba, en pálidos macilentos, en la broza sin nombre. Todo era menos espectacular que en los ojos de Ana aquel julio. Ella ni siquiera se fijó: el cardizo vegetaba en su anonimato primaveral, al acecho de su nuevo esplendor. Fósil florecido, penacho cano, seguía viviendo ignorado de púrpuras y mares, perdido en los senderos y los tiempos.

Su equinodermia queda lejos de este ahora, pero no del de hace cuarenta millones de años, cuando en el Oligoceno, las aguas del Paratetis daban alas a este cardo, anclado hoy en monte, cuando era dermoesqueleto sin pensamiento de flor. Su memoria, pues, se reivindica cada verano: vive cada lo que es en lo que fue, se proyecta hacia su pasado para seguir  siendo.

Sobreflorecido, los retoños de su decadencia eclipsan el nítido verdor cárdeno en que se nos presentó. Blancos sobreexpuestos al sol del otoño y el invierno amarillean y se encañan, semilla de su rejuvenecimiento fáustico del verano por venir. Hay más vida en esta muerte que la que habitó en su esplendor: sin ojos que la miren pasa por muerte ignorada, semilla de vida. Anidan en su centro promesas de otros centros generadores de alrededores, quien sabe si más fértiles en miradas. La juventud es verde y nítida: la madurez promiscua y abigarrada, de pensamientos florecientes y encadenados, en diáspora vital.

Esta rosa pálida de los vientos, este reloj ciego, adelanta algunos minutos. De ojo de cíclope a casi palo de pajar: de cúpula por expandir a expansión de mortecina pirotecnia sin más posibilidad que su pasado redivivo. Volverá, sobre su lecho, a ser erizo sin mar, sin arañas vegetales que distorsionen su promesa. La recta enhiestez de sus brácteas se comba, derecheando, por el peso etéreo del tiempo y el silencio denso y fértil.

Fue capital de las miradas y es la triste importancia de la nada. Todos somos, en esencia, este cardo perdido en el proceloso mar de la ignorancia. Su semilla estrellada vuela para germinar en quien quiera ver.

Parpadea el instante y ya quedas dentro de la fracción de la mirada para siempre: anclado al perfume del verano, al mito efímero del perpetuarse en nada. Caos arracimándose en fruto: centro de atención del todo inabarcable, en la locuacidad del silencio.

       Sigue siendo lo que era. Y lo que seguirá siendo, aunque nadie lo mire, confundido hoy con el gris de su fondo.





Como el interés, su centro de difumina con la distancia. Sigue siendo lo que ya no es: pero para serlo necesitó que alguien se fijara en su esencia atemporal. Como el hombre en el océano de la vida.