Para
Ramon Buira, profesor de economía humanista, de la escuela de José Luis Sampedro.
Contra el
valor añadido y el salir de las zonas de confort. Contra el comprar soluciones
para los problemas creados para vender soluciones (la religión como opio, juez
y parte de la moral, tan denostable, es maldad de párvulo en comparación a las
nuevas estrategias de bondad social).
Sí: el
mundo es una gran empresa. Pero olvidamos que “empresa” nos llega,
etimológicamente (que es una forma de ser raíz) de “prehendere” (coger,
atrapar, sorprender). “Presa” y “preso” (participios pasivos) nos hacen
atrapados: por la justicia o robados por una fiera, víctimas. Nos hace
“prisioneros”. Pero también “aprendemos”: nos apoderamos del conocimiento
(aunque la “aprensión” nos hace coger miedo y no sabiduría). Somos “aprendices”
en un tiempo de falsas epifanías maestras. “Comprendemos” porque concebimos
ideas, las hacemos nuestras, las abarcamos con el intelecto. También “Reprendemos”,
“represaliamos” y “sorprendemos”. Pero el monopolio de “emprender” ha hecho de
la “empresa” solo un negocio (negación del ocio) y de los empresarios unos
carceleros ignorantes de la etimología, pero muy productivos. Cuando un
empresario es alguien que dirige un negocio (lucrativo), la “empresa” pierde su
esencia.
Sí: hace
falta industria para progresar. Pero olvidamos que “industria” es actividad,
laboriosidad, ingenio, asiduidad. El mejor ejemplo, Alfanhuí, tan lejos del
lucro empresarial y tan cerca de la fertilidad poética sin contaminación, sin
humos.
“Progresar”:
caminar hacia delante; andar. Sin huellas en el camino no hay progreso. Las
huellas del cielo quedan para los dioses. “Se hace camino al andar”: los
aviones acercan lo que siempre quedará lejos porque es ajeno a los pasos y sus
huellas.
Tenemos
una responsabilidad social corporativa (o social empresarial), tenemos que
invertir de forma socialmente responsable, contribuir a la mejora social sin
más incentivos que los humanamente rentables, sin valor añadido, sostenibles
con lo humano, lo natural y lo divino (esa excrecencia espiritual de la carne y
la cartera).
La
obsolescencia programada y la obsolescencia percibida (empresa usurera y
márquetin especulador en sinergia negativa) arruinan la alegría de vivir e
impostan un “hapiness candy” (con
colorantes, muy comercial), como las palomitas de los multicines sin arte. Su
antónimo no queda claro. “Wallapop” también ha hecho monopolio comercial del
“reciclaje”. Como la Generalitat en su dar nueva vida a lo obsoleto:
clientelizar los objetos, reciclar para “monetizar” la sobra impuesta por las
inercias sociales. Reutilizar para rentabilizar las modas y calmar la
consciencia social desde la emprendimiento personal de comerciantes autónomos
contratados por el gran negocio que es la vida. Esquilmamos la esencia y
extorsionamos la naturaleza mientras pedaleamos, ecológicos y con nuestro “smartphone”, siguiendo los itinerarios
de la última versión del “Google maps” de turno: como Filípides de Deliveroo o de Glovo nos ponemos al servicio de un sistema que nos compra con la
migajas que eclipsan el confort de quienes viven de invitar a salir de la zona
de confort desde las asesorías mindfulnésicas y holísticas de sus
subcontratados gabinetes de márquetin y de gestión psicológica del cliente.
Porque el
antónimo de obsolescer no es conservar ni reutilizar. Hablar de consumo
colaborativo es entrar en el juego de un sistema trilero y simpático, que no
grita ni insulta, que calcula con sus algoritmos la balanza de toda transacción. “Alargascencia” es el palabro que quiere ser
antídoto y es paracetamol para el dolor de consciencia. Ante la obsolescencia
especulativa, en sociedad anónima con la innovolatría, poco margen de progreso
humano queda porque la fagocitosis sistémica lo convierte todo en su alimento.
Como las vanguardias históricas de principios del siglo XX. Consumidores
consumido somos: clientes y producto con apariencia de personas. ¡Nuestros
trasteros están llenos de oportunidad de negocio! ¡Rebélate, fotografía, sube y
vende! Luis Rodríguez, en su novela 8.38,
nos ilumina sobre este negocio para salvar la Tierra: un hombre vende
bombillas fundidas a mitad de precio, que compran quienes las sustituyen por
las que sí funcionan en sus trabajos y se las llevan a sus casas. Gana el
vendedor, que seguramente las consigue en las basuras; gana el comprador, que
tiene bombillas por la mitad de su precio; perdemos todos.
El
presente y el futuro próximo son de la generación “Snowflake”, de personas que viven por encima de las posibilidades
de su producción, que desprecian la herencia porque se conciben centro onfálico
y hacen de la comodidad y la subcontrata su “modus vivendi”. Y sus educadores
son quienes han abonado ese crecimiento pensando en un futuro incierto (¿cuál
no lo ha sido?) que ha de ser suyo y acabará siendo monopolio de los titiriteros
virtuales de la coartada globalizadora para el lucro personal de siempre. Una
generación que viven la crisis de la adolescencia como un entreacto que dura
más que la propia obra (¡Oh, Jaime Gil de Biedma!): una oportunidad de negocio
que puede empezar a los ocho años y acabar a los cuarenta. Claro que toda
generalización es tan falsa como la globalización y de todo sigue habiendo en
la viña del [s]eñor (feudal 4.0)
Unas
botas. Las de Charlot hechas arte (buscad en las imágenes de Google el sintagma
“botas de Charlot” y comprobáreis lo que quiero decir). O las botas que me han
acompañado los inviernos de los últimos diez años. Quizás ya no pasen de este
año: remendadas por dentro, acusan el cáncer del tiempo y de los muchos
kilómetros trasportando mi peso y mi pronación. En sus talones hay coronas de una
pelota de tenis para compensar los desgastes de un pisar enérgico y aquíleo y
dobles plantillas. Cuando las compré no me ofrecieron para su financiación,
como sí hacen en la venta de coches, un “renting”
o un “leasing”. Ignoran que yo podría
llegar a ser alguien famoso y que la metonimia que pueden ser mis botas
alcanzaría precios astronómicos en una subasta. Supongo que, estadísticamente,
esa posibilidad es despreciable y que no computa en el universo de ganancias
empresariales.
Los pasos
dejan huellas en los pies. Al andar hacemos camino, sí, pero, sobre todo,
crecemos, peripatéticos. La novedad en los pasos cultiva ampollas. La costumbre
amolda el continente al contenido, mimetiza y sincroniza sus sinergias. Como
las arrugas en la piel o las cicatrices, las suelas hablan de paisajes y las
escoriaciones en el cuero de caricias o zarpazos. Las ampollas por roce
vanguardista, está por ver, quizás puedan llegar a ser el valor añadido que
reclama todo negocio: ampollas artísticas, con formas que el cliente puede
elegir para sentir lo que el “influencer”
XY ha hecho viral. Unas botas viejas son intransferibles, pero un pantalón
(mejor dicho, medio pantalón) puede ser delirio “vintage” clonado por la franquicia W que vende a precios “prêt-à-porter” (explotando a los
productores de esos artículos, incluso, si se compra por catálogo virtual en
Amazone, haciendo miserables a los que, milagrosamente, lo llevan de la
pantalla a casa). En el culmen del cinismo hipócrita, un anuncio de Airbnb
presenta la oportunidad gentrificadora de viajar (esto es, desgastar con pasos
las suelas de las botas) como la mejor manera de conocer (¿“aprehendere” o,
simplemente, consumir?) un barrio desde su intrahistoria (¡Ay, Unamuno: cuánto
te necesitamos hoy!)
Mis viejas
botas agonizan. Pacientes en una caja, bajo la cama, limpias, lustradas y
embetunadas, sin los cordones, tendrán que esperar un año más la elegía. Su
caminar, “con quien tanto he querido”, hernandianamente, añorará en su sombra
del verano mis pasos de pies descalzos.
La
picaresca “New Age” de la
facilofelizocracia, como las cagadas de mosca en el escaparate del universo que
dejan huellas virtuales que son causa y consecuencia de negocios, acecha nuestro
deambular. Mis viejas botas no han de ser cómplices de la magmatización etérea
de la nueva esclavitud. Me compré tres pares iguales el mismo día: dos siguen,
vírgenes de pasos, siendo parte de la pequeña eternidad de la vida de un hombre
coetáneo y refractario a las modas.
Atrapado
en la tela de araña de sedas invisibles pero poderosamente pegajosas, este
texto (tejido desde el pensamiento analógico) ha entrado en el horno de las “cockies” (apelativo de abuela de los
usureros algoritmos) y llamarán a la puerta de mi pantalla los comerciales de
todo aquello que detesto. Paradojas de amar unas botas viejas.
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