Montaje fotográfico de Ana Gálvez Navarro sobre el cuadro que Valeriano Bécquer le pintó a su hermano Gustavo Adolfo en 1862 (Museo de Bellas Artes de Sevilla) |
A
Óscar Colomina, con melancolías para el futuro.
A Olga
Martínez y Paco Robles por su Clavileño.
A Albert Domènech, por
enriquecer la pornografía con su mirada culta y socarrona y por su
investigación sobre el despelotamiento borbónico y su desatribución a los
hermanos Bécquer.
“Un éclair… puis la nuit! –Figitive
beauté
Dont
le regarde m’a fait soudainement renaître,
Ne
te verrai-je plus que dans l’eternité?
Ailleurs, bien loin d’icí! trop tard! jamais
peut-être!
Car
j’ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,
Ô
toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais!”
“À une passante”, Les fleurs du mal. Charles Baudelaire.
Dos meses de cocinamiento al lento fuego calenturiento
de su soledad ante el hogar de tanta oferta de placer. Confitado, desconfiado y
pertrechado con la armadura de los nuevos caballeros andantes (con agujetas por
el apoltronamiento solidario introspectivo, que ignoraba entonces en su
arrebato). Mentalizado para aventurarse en la nueva vieja ciudad. Henchido de
colectivización poscapitalista. Así sale por primera vez a la calle que veía
cada día y cada noche desde su ventana y olía desde su balcón palmero (otras
manualidades le daban vida a la flacidez inflamada tras cortinas y persianas:
uno a escondidas, en el anonimato estanco de su lavabo; el otro en el reino
absoluto del feudo de su soledad).
Embozado,
embobado y excitado a partes iguales, profiláctico, con barbijo y preservativo
de manos según escrupuloso protocolo aséptico, como el hombre de las multitudes
de Poe, entra en el torrente sanguíneo del nuevo mundo.
¡Tantas
dulcineas tras sus mascarillas! ¡Esos ojos! ¡Ojos sin nariz ni boca orlados de
melenas, colas o moños! ¡Vida en la
incipiente primavera! Compensación textil en inversa proporcionalidad: tapa sus
caras y desnuda sus vientres y sus piernas. Y sus pies. ¡Muslos, rodillas,
corvas! ¡Pies: pies al aire soportando tanta belleza! ¡Tanta promesa de belleza
imaginada! La distancia de seguridad no es contravenida con el cuerpo: la mente
aproxima esos labios que no podía ver: la saliva confluía en el estuario de su
desear.
Desde una
esquina alguien le hace señas. No lo reconoce pero responde con un saludo
efusivo y distante. Seis meses sin verse. Dos meses sin tocarse. El uno ante el
otro, identificados ya, reprimen el abrazo. Se sienten ridículos, disfrazados
de amenaza. Voces filtradas. En el cauce de hermosura con sensualidad de Sherezade
los amigos se miran y miran el fluir de embozos asépticos como niqabs de una
nueva cultura. ¡Esos pechos! ¡Esos brazos! ¡Ese tatuaje en el canalillo del
escote!¡Esas sonrisas invisibilizadas y tentadoras!
Los amigos
han pasado el medio siglo y su prestancia de columna, jónica uno, corintia el
otro, da alas al vuelo de su erotismo enclaustrado. Hablan de naderías y se
emplazan para un después encervezado con más intención de promesa que de
posibilidad. Y cada uno enfila su ruta hacia destinos divergentes que
convergerán en sus respectivos aislamientos, pasado el permiso del paseo.
Piensa el
jónico del corintio: “¡Qué mal follado!
¡Se comía a las tías con la mirada! ¡Cuánta hambre!¡Hambre de hembra! ¡Viejo
verde! Qué mal está envejeciendo…Tan romántico, tan soñador: se le están
poniendo ojos de pajillero de sala X, de calentorro de cine, de sobón de metro.”
Piensa el
corintio del jónico:”¡Cómo me apetecía
abrazarlo fuerte! Tantos recuerdos.” Una muchacha rubia, exuberante, pasa
ante su pensamiento. “Hembra: femina.
Hambre: fames”. Vuelve al amigo. “Ha
sido absurdo: ¡tanto que decir y callarlo todo! Preguntar por la salud, por el
trabajo, por cómo lo está llevando… Hablar por no callar, de la cáscara de la
vida. Si hay salud y teletrabajo todo está en orden, en el nuevo orden.”
El acanto
de sus laureles vuelve al baño en el río peatonal. Aunque casado y con tres
hijos, vivía como un viudo enamorado de la belleza. Le quedaban tres cuartos de
hora de permiso y, al azar del cruce, una muchacha hechiza su rumbo. Su espalda
descubierta, sus caderas, la turgencia de sus piernas, sus sandalias. La
rebasa. Sobre la mascarilla, gafas de sol. Su melena corta y rizada y el carmín
de sus pies y sus manos lo seducen primero. Luego, la incógnita de una mirada
que no puede ver. Acelera el paso y nota por primera vez la acidez de su propio
aliento mal filtrado y el indicio de falta de aire y del exceso de humedad. Quiere verla venir en movimiento para
combinar un zum y un trávelin que la enfoquen:
“¡Qué armonía de movimiento! ¡Qué
compás!”. Piensa en
el simbolismo de Diego Romero de Torres desde los ojos de Valle-Inclán. “Ojos negros, seguro. Rasgados y negros. Perfilados de negro en su
base para alargar su horizonte. Sin más maquillaje. Las pestañas, eclipsadas por
la belleza de unas cejas oscuras y pobladas, se desdibujan. Su tez es morena,
aunque espera el sol del verano para refulgir.” No sabía por qué:
relampaguea Hedy Lamarr y Maureen O’Hara por unos instantes, justo cuando
vuelve a ser espalda. “Su nariz, sin nada
especial. Su boca, de labios finos, levemente carnosos, que son prólogo de unos
dientes dispares, de una irregularidad caprichosa y atractiva”. Estaba ya
lejos y podía olerla: “Entre almendra,
argán y moussel, pero me recuerda el
aroma de la colonia Alada”. Y Alada, con su caligrafía arábiga, amarilla
sobre verde, le trae su primer sexo. “Esos
besos sin cuento (vivamus, mea Lesbia).
Pero ya estoy en el otro lado, en el rumoresque senum seueriorum.”
La pierde
de vista y se enquista, dulcemente y en bucle, en la película de su
imaginar. El amigo jónico, aislado en
sus enormes auriculares, había dejado de pensar en la rijosidad de su compañero
de juergas corintio hacía rato. Como una fallera, como la Dama de Elche, volvía
a su casa con una barra de pan y algún capricho para entretener su soledad. La misma música que amortiguaba la vida de la
calle es la que alimenta de ruido el vacío de su casa. En sus cruces a
contracorriente ve mordazas, bozales. “Boquitas
que no veo. Boquitas que en mi casa se van a tragar lo que parece que no cabe.
Un parto a la inversa, estéril. Comedoras de sable. Fértiles para mi placer”.
El
Corintio ya no estaba solo tampoco. Su compañera, la adolescente alada, y sus
tres hijos, más jónicos que corintios, convivirían desde ahora con la
desconocida si saberlo. Llegan los dos a casa, tras la fecunda hora de paseo. Ella
había llegado para quedarse. El Jónico llega solo, vacío de mundo y lleno de
ganas de vaciarse.
Hay otras
tardes de espera, aunque ya estaba en él. La reconocería con otra ropa y a cara
descubierta. Recordaba sus pechos:”Pequeños,
redondos, con los pezones enhiestos, protuberantes, descentrados ligeramente
hacia la parte superior del seno, apuntando hacia el cielo”. Seguía rodeado
de belleza en ambas direcciones pero solo la que centraba su imagen tenía valor
en sus paseos diarios. Y ninguna es ya Ella fuera de su cabeza.
Cada tarde
en el mismo lugar. No vuelve a coincidir con su amigo Jónico en muchos días.
Sale menos: tiene en las pantallas de su casa casi todo lo que necesita. “¿Tendría el pie griego, romano o egipcio? ¡Griego!
Y no siempre se pinta las uñas. Un pie griego, unas clavículas apenas
insinuadas y un ombligo profundo. Redondo y profundo como pronunciado debe de
ser el hueco de la base de su garganta, esa escotadura que bautizaba (nadie
sabría que plagiaba a Ladislaus de Almásy) como el Delta de Corinto.”
Pasan los
días y crece, se ramifica, en la espera el amor. Algunos días después, casi una
semana, cree volver a verla. No era Ella.
Los ojos
orientales piden otras ventanas. El
ombligo le lleva a la vagina. “Un monte
de Venus sin más poda que la precisa para darle a la selva un paisaje de jardín
al tresbolillo. El Delta de Corinto replicado en vello en el estuario que se
abre entre caderas y piernas”. Ese ojo vertical de lo insondable le pone a
su amada la cara de Cho Yeo Jeong. Superpuesta
a la de Lamarr parecía una Ava Gadner oriental, con un hoyuelo en la
barbilla. Como un esbozo de los hoyuelos de Venus que casi pudo ver en el
primer encuentro. “La veo en sus ojos.
La clara oscuridad de su iris esconde el
diafragma negro de su pupila”. La cornea de cristal de las gafas de sol no
le impide pasar, como Alicia, al otro lado del espejo. Muy al otro lado, detrás
del cristalino. “Me veo desde su nervio
óptico: sé que me está amando como yo
la amo. Habito en la visión de su cerebro”.
Cambio de
fase en el estado de alarma. Mayor densidad en las calles. Solo una mujer en su
cabeza al pairo de su mirada. “Olivia
Hussey con dieciséis años con la cara de Aitana Sánchez-Gijón a los cuarenta.
Con la sensualidad de los movimientos de las mujeres de Tarkovsky. ¿Su nariz? Nariz
nubia muy estilizada, ligeramente respingada, con un bello tabique que se
prolonga en el puente del surco, hondo y mullido, hacia su boca. Aletas y
pómulos, como el paisaje interior de los montículos del Stalker de Tarkovsky, son dunas y muelle de la
caricia”. Imagina una gota de sudor: de la frente, precipitada y encauzada
entre las dos cejas, por el desfiladero de la nariz para regar el surco y
acabar en la punta de la lengua. “¿Su
nombre? Mejor no la nombro. Sí. Tan así que no necesita nombre. No me hace
falta llamarla. ¿Su voz? ¡Eso sí! Grave y serena. Sin nombre y con voz. Un
vibrar sincronizado, un tejido de resonancias correspondientes.” Centrado
en su pensamiento, como una isla, obliga a que la corriente humana que lo cruza
tenga que zigzaguear en sus paseos.
El amigo Jónico
es un impaciente sexual. Se ha habituado al zapin pornográfico. Combina canales
y solo ve principios y finales. Bueno, el principio del principio también se lo
salta: busca, directamente, la felación y la eyaculación. Siempre sin sonido.
Siempre tocándose. A veces se recrea en la ficción de unas eyaculaciones con
las que se podría llenar un bote de medio kilo de leche condensada. Al
principio buscaba el truco: luego imaginaba que el placer del orgasmo era
proporcional en duración a la cantidad de semen y nunca conseguía aproximarse
lo más mínimo: o se corría al principio del torrente seminal del semental negro
o al final. Apenas un instante ante un manantial de placer imposible.
Ante las
puertas de las tiendas, disciplinadas colas soviéticas del que prometía ser el nuevo comunismo liberal
poscapitalista. “Parece el juego de
cortar el hilo. Me cruzo en el hueco y obligo al segundo a cambiar de tienda, a
seguirme”. ¡La segunda de la espera era Ella! “¡Es mi oportunidad!”. La contempla: “Un vestido de algodón muy ajustado y muy corto, de tirantes generosos,
color malva. Los pezones, sí, como sabía”. De perfil, la curva sinusoidal
de su columna se hiperboliza en pecho y nalgas. Concavidad y convexidad
equilibrando la belleza de la onda. “¡Ese
culo! El vestido malva enfunda un reloj de arena! ¡Quiero ser tiempo! ¡Redondo
y respingón! Una manzana para alimentar el bocado de Adán.” Cruza la calle,
corta el hilo y nadie le sigue el juego.
No quiere girar la cabeza pero se siente perseguido. Empieza a correr.
Correr para encontrarla en el huir. No puede más y se para: espera que Ella lo
abrace por detrás. “¡Te atrapé,
Corintio!”. En la espera del nudo: “¡Dormir
abrazados! El abrazo es un beso de los brazos. Mucho más intenso porque es el
mayor órgano sexual, la piel, el que besa. Y dos son uno entrelazados”. Se
gira. Está solo y nadie viene a su encuentro. No se atreve a volver a jugar: “Si vuelvo, pierdo”. En casa le espera
la espera, tres hijos y una mujer a la que quiere desde fuera y por costumbre.
Otra tarde
más pasea por la calles de siempre, atento en su búsqueda. No puede evitar
imaginar las bocas bajo las mascarillas, que ya son, en algunos casos, un
complemento de moda. “Un beso en la
comisura: leve, víspera, sin prisa, umbral tímido de la pausa del paréntesis
del besar”. No hay alrededor: Ella es el centro de su centro. La calma del
beso le lleva a la urgencia. Contrapicado. Plano nadir. En ese escorzo busca la
otra boca y la besa. Agrimensor del alma, necesita inspeccionar el terreno. “¡Qué aroma dulce y ácido! ¡Qué tonalidades
del encarnado ¡ ¡Qué arquitectura de la carne, la piel y el vello! Una ventana
ojival con su clave: esa baya de mirto color de goji y sabor de níspero.
Contienen los labios mayores a los menores y los cuatro piden besos. Del monte
de Venus a su valle de pétalos, hasta la cremallera de piel tostada del
perineo…Bajo el tanga que oculta el breve vestido malva.” Lo devuelve a la
realidad su amigo Jónico.
Frustrado
ante la descompensación seminal, busca en el bukkake la hipérbole eyaculadora, la reducción al absurdo por
exceso de su falta de talento sexual.
“Vaya empanada llevas. Te estoy saludando desde hace rato y no te
enteras. ¿Cómo lo sigues llevando?” Tras las máscaras la distorsión de la
voz es también la de la amistad. No le apetece conversar, cumple el trámite y
cada uno por su lado. Tenía la sensación de que hoy sí que habría encuentro y
que hablarían. “¿Qué le digo?”
Empezaba a conocerla tan íntimamente que no sabía por dónde empezar para poder
seguir y llegar al punto en el que estaban.
Sigue caminando y llega al lugar en el que la vio por primera vez. “El amor no es patrimonio del corazón: entra
por los ojos y su saeta se clava en el pensamiento. La septicemia amorosa
radica en el ver y se ramifica en el sentir, da savia a sus frutos de carne en
el pensar. Llega y Ella no está. Pero si está. La pulsión lúbrica busca más
intimidad, más allá del intercambio de energía libidinal. “Bajo el glande del clítoris, tras su prepucio, hay un cuerpo oculto
como un iceberg nervado y eléctrico. Esa campana de carne cobija a una ninfa
que solo asoma la punta del pie, la punta de la lengua. Dentro (resuena en
su memoria la canción de Silvio Rodríguez cantada por Aute) está la danza del orgasmo. Esa ninfa es
Salomé”. Melodía orquestada de aromas exóticos, benjuí, jazmín, sándalo y
almizcle le susurran. “Sus orejas. No lleva aros. No lleva pírsines. No lleva
tatuajes. Su piel es cálida y, al mínimo tacto, se eriza. En sus lóbulos, un
pequeño pendiente dorado, con forma de curva gaudiniana, que apenas le
sobresale. Forma parte de la anatomía de su oreja. La concha también es de
Venus. Concha de un apuntador que soy yo. Por esa escotadura también puedo hacerle
el amor.”
El Jónico,
cansado de los clichés pornográficos, abre una cuenta en una nueva dimensión
sexual: felaciones que obligan a descargarse una aplicación para poder darle al
ASMR la dimensión que el susurro de la succión necesita. Los planos del escorzo, boca lubricando el
falo, pies jugando en el fondo, lengua reconociendo la textura de la columna trajana, entraban por sus orejas excitadas.
Vuela su
imaginación, densa y lenta en su zapin, de la oreja a los ojos y de los ojos a
su acceso al alma. “Como el rostro de un
cangrejo con la atracción visceral y muelle de un pulpo. Entraré. En el
vestíbulo de su nautilus dejaré de ser para serme, para ser sido. Carne
invaginada en un caracol de carne mamífera. Todo yo dentro, envuelto en su
vulva, habitante de su útero, nadador amniótico de su centro. Y Ella, cordón
umbilical con el mundo. En Ella, avatar del que ya no soy, amante desde dentro”.
Estos
presentes dan este presente:
El Jónico,
auriculares susurradores como prótesis,
ingresado en el hospital, deshidratado por un exceso de masturbación.
El Corintio,
sien de acanto cana, paralelo a su esposa y eyaculando sin masturbación,
tántrico, impelido en su onanismo mental, libidinosamente alimentado.
Este
presente será aquel futuro:
El Jónico,
felizmente casado. Padre (de niña adoptada) y marido ejemplar que se desdoblará
en lo que aparentará y lo que será: un pajillero que sobrevivirá en un
naufragio de semen estéril. Cuando su escroto se lo permitirá, porque no será
una bolsa compacta de cuero, se meterá en la bañera sin agua desnudo y se
extasiará contemplando la sutil coreografía de sus testículos.
El Corintio,
en la inercia de su matrimonio. Padre de hijos independizados y con un relativo
éxito social. Muy fiel en su infidelidad. Parásito de su imaginación
invaginada, buscará el útero en la bañera de agua tibia para ser desde su
fetalidad madura. Inmanentecerá y trascenderá en Ella, andrógino.
Ha, ha... Quan vaig estar a Irán, on totes les dones van tapades del tot, em va sorprendre mirar amb certa sorpresa eròtica una noia d'uns 14 anys que no anava tapada -encara no devia ser menstrual- amb tota la caballera enlaire, sense censures. Ara quan veig tothom tapat penso en aquella anècdota i de com hem tirat endarrera...
ResponderEliminarL'erotisme, bé quw ho saps, estimat Galderich, rau a la cultura sexual que cadasdú ha anat fent seva, des de l'experiència física o mental. Aquesta narració vol, des de la ironia i un fals perspetivisme (la primera persona narrativa hi és als dos personatges en un intent d'estil indirecte lliure alternatiu. Gràcies per passejar-te per aquí.
EliminarGenial. M’ha encantat!
ResponderEliminarGràcies, Clara. Amb sornegueria i metaliteratura he intentat fer un divertimento que porti fins al nostre presente la llegenda de Bécquer que sempre poso com a exemple a classe de ideari romàntic, juntament amn el sonet de Somoza de l'amant que vol ser la llum de la lluna. Una abraçada enorme amb petons com a "toppings".
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