En el año 01dC19
cuaja plenamente el monopolio fraguado en un cóctel de grito anestesiador y silencio
cifrado exhibido en las décadas anteriores al cero meridiano de este momento.
La única opción de progreso.
hecatombe
Del lat. hecatombe, y este
del gr. ἑκατόμβη hekatómbē.
1. f. Mortandad de personas.
2. f. Desgracia, catástrofe.
3. f. Sacrificio de 100 reses vacunas
u otras víctimas, que hacían los antiguos a sus dioses.
4. f. Sacrificio solemne en que es
grande el número de víctimas.
catástrofe
Del lat. tardío catastrŏphe,
y este del gr. καταστροφή katastrophḗ, der. de καταστρέφειν katastréphein
'abatir, destruir'.
1. f. Suceso que produce gran
destrucción o daño.
2. f. Persona o cosa que defrauda
absolutamente las expectativas que suscitaba. El estreno fue una catástrofe.
3. f. Mat. Cambio brusco de estado
de un sistema dinámico, provocado por una mínima alteración de uno de sus
parámetros.
4. f. T. lit. Desenlace de una obra
dramática, al que preceden la epítasis y la prótasis.
Real
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Sin más
ruinas que la de las inteligencia no artificial, “desescalamos” aquello que
nunca escalamos, aunque vivimos la alarma del aumento rápido, subrepticio y
sobrevenido de la presencia invisible de nuestra vulnerabilidad. En ese epicentro, lo que no nos mata no nos
hacer fuertes. Lo que no ha matado pasa por ser lo que nos salva. Nos saludamos
en las pantallas: nos damos y deseamos salud, que eso es saludar (“ave, Caesar:
salve”; “avete/salvete/valete, amici”). Las pantallas nos salvan de la soledad,
de la distancia social, del aislamiento. Vivir en la paradoja fuera de la
mente, autoconfinados, recluidos en un destierro en el propio hogar para seguir
más fuera de nosotros que nunca de tan dentro como nos queremos hallar. Los
límites son ya ilimitados. Pero solo tenemos un cuerpo y un falso don de la
ubicuidad como prótesis disponible en una aplicación. Nos han hecho creer que
somos un todo magmático de holística mindfulnéssica
de coach paulocoelhiano de
subcontrata. En el smilecentrismo, la
tragedia sin tragedia porque la vivimos en clave de comedia de autoexplotados.
Sintoísmo sin raíz, de humo de ambiente de centro comercial, de neuromarketing.
El estrés neuronal domado: acelerado para necesitar el antídoto a precios
competitivos de la gratuidad más cara. Incitados por el susurro ASMR. Solidarios
por soledad. Solitarios por necesidad social. Kantianos de intención y
utilitaristas sin humanismo de facto, aunque pongamos banda sonora de palmas a
las tardes de esta primavera tan cargada de otoños, tan herida de invierno.
Hecatombe
y catástrofe con sordina. Ilusión y entusiasmo. Alegría y felicidad. Revolución
y cambio. Todo lo ahorma el gran regazo de madrastra que nos acoge, Cenicientas
o a Auroras, en la religión de un capitalismo cuya capital es el lucro
teledirigido con su campo base en el corazón de cada persona hecha cliente y
turista de la vida.
Veganos,
sacrificamos cien bueyes. Instagrameados y
Youtuberizados sentimos en golpe teatral del vuelco en el desenlace del
argumento. Ludificados, somos jugados en el engaño. Ateos pero devotos del
algoritmo nos vendemos desde el prurito, desde el fervor interior vuelto en
fachada. El exceso cinético nos hace alegres y la alegría vivaz nos lleva a pensar
que somos felices o podemos serlo si nos movemos más y mejor: ese destino que
tanto merecemos ahítos de satisfacción insatisfecha, finalidad fértil de
nuestra beatitud sin más arrobo que el de la felación onanista. Rebeldes de
opereta, sin catástrofe feraz que opere eficiente y eficaz en la imposición del
cambio unilateral y orquestado, chapoteamos en la indignación estéril y
militamos en la obediencia sistémica. Protagonistas pasivos de una evolución en
la que, como figurantes, nos han hecho pensar que somos protagonistas.
Hacemos de
la comunicación un código de emojis
que usurpan a las palabras el fuego de correspondencias y resonancias de su
etimología. En el gran teatro global de la pantalla que es el universo,
seguimos anhelando lo que no tenemos. Huérfanos de abrazos y besos, cuando los
labios y los brazos puedan ejercer su responsabilidad sin fantasmas, viviremos
ya en un tiempo de dependencias pixeladas. Los abrazos, esos besos de los
brazos, lo besos, ese brindis de corazones, y los aplausos, esa percusión
doméstica del entusiasmo, al poder ser, añorarán su imposibilidad en las nuevas
posibilidades y serán la metonimia catastrófica de una hecatombe cultural de
ilusos alegres y felices, agentes y víctimas del gran pantallazo que seremos.
Sacrificar
cien reses a los dioses para llegar a la catarsis tras la catástrofe sigue
siendo un ritual automatizado, trágico de comedia e incruento. Un holocausto
integrado en los hábitos. Ante el pozo sin fondo de la pantalla, la cornucopia
tantálica, mídica y narcisista. Distraídos libamos los frutos de reiteradas catástasis
algoritmizadas en banners sin apariencia de clímax pero muy rentables en su
amabilidad molesta asumida, como de mosca cojonera soft y en bucle. El sacrificio vive en las palabras. El sacrificio vive
muerto en los actos en que, ignorantes, lo perpetuamos con cada paseo digital
sobre la superficie del pozo de los deseos, orlados del electromagnetismo que
induce la sed de ser inducidos, alejados del bosque de símbolos, prisioneros en
el bosque de antenas de frutos sabrosos de veneno e invisibles.
En el
corazón del apocalipsis, la hégira y la pascua. Al otro lado nos estamos
esperando desdoblados en abrazadores con guantes y mascarilla y amantes de
plasma desnudos. Tras la hecatombe, el premio cultivado de la catástrofe sin
catarsis. Los bueyes alimentarán a los salvadores de tanto peligro acechante,
que nos miran como la versión actualizada de Prometeo, sin tragedia, como target en sus nichos floridos.
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