Una clase a finales del siglo XIX. La imagen la he tomado del artículo de Antonio Rodríguez de las Heras en El País que ha dado pie a la reflexión. |
A
Antonio Rodríguez de la Heras,
por
llegar de la mano analógica de Ángel María de Lera
hasta
esta pantalla.
Bajo la declaración hecha estribillo
de que estamos en un cambio de paradigma hay una rebotica del tamaño de un
almacén de Amazon elevado al número
de Avogadro en la dimensión aléphica.
El “homo praesentialis” empieza a
mutar en “homo telematicus” gracias a
un progreso patrocinado por los monopolios digitales.
Salinas
nos enseñó la potencia panubicadora de los deícticos. Y esa deixis abandona
ahora la gramática (¿y el amor?) para colonizar espacios y tiempos digitales
que pasan por ser la vida misma. La coartada de la libertad, de la liberación
de la miseria de estar para ser encadenamos a un aquí y un ahora físicos, ha
poblado el universo de ombligos ignorantes de alrededor. Construir el yo desde
el solipsismo colaborativo nos lleva a un ejército de narcisos coordinados
desde el sistema, sin empatía entre ellos. Aunque la pedagogía vista de
trascendencia zen las relaciones humanas y, en inglés, les ponga nombres
eufónicos al paripé cooperativista, nunca las personas han estado más solas ni
han sido más individuos, diluidos en la yuxtaposición de yos en un universo
global e inabarcable.
Hay
un negocio fraguándose en esa rebotica. La cultura como posibilidad tienta
mucho más que como conjunto de procesos para mejorar lo humano desde la
humanidad. Cuando los centros de enseñanza dejen de tener utilidad económica,
cuando los espacios de socialización física hayan sido centrifugados hacia el
autodidactismo 4.0, otra educación personalizada, pagada, como la sanidad,
desde el ámbito privado, cien por cien customizada,
totalmente diseñada “ad hoc” y “ad personam” por un “personal coach”, completamente eficaz para conseguir los resultados más eficientes
y, por tanto, poder alcanzar la mejor de las felicidades posibles en cada
programa educativo.
Entre
la educación militar, la de la obediencia, la disciplina, el sacrificio del
esfuerzo, el rasero único, la memoria y el respeto por los modelos y el pasado
para conseguir ciudadanos sumisos y productivos al servicio de estructuras
rígidas del pasado y los planteamientos libertinérrimos, narcisocentristas y
futurodependientes de la pedagogía a la violeta de ahora debe de haber, por
ósmosis, una opción que estamos ignorando. Los cursos masivos abiertos en red
(los MOOC) han sido una opción de transición que ha abierto la posibilidad, más
atractiva, de la completa personalización de contenidos, métodos y
motivaciones. No tener que desplazarse físicamente ya era una ventaja, pero
queríamos más. La tecnología parece la panacea y, yo lo pienso así, no lo es.
Es solo una forma más para llegar a seguir siendo. En la mutación ontológica,
la prebenda de la falsa gratuidad y de la facilidad eclipsan el camino. Las
personas somos clientes, consumidores, perfiles, entidades protéticas, nódulos
de conexión que interactuamos para permitir ser calibrados como posibilidad de
negocio por esos algoritmos que, definitivamente, cuantifican los movimientos
que humanamente nos desbordan y que, paradójicamente, nos venden para que nos
sintamos más humanos al poder despreocuparnos de los mismo que nos subyuga. La
cacareada incertidumbre de futuro la alimentamos cada día, cada instante con
las pulsaciones sobre las pantallas. Nos alientan con unas tecnologías educativas y vitales, con
una innovación, que pasa de preparar trabajadores adocenados a permitir que
cada persona construya su futuro de ciudadano libre y transfronterizo. Hay un
mesías agazapado tras cada sistema operativo.
Depender
de un terminal para ser empieza a ser de una normalidad preocupante. Es el
riesgo “soft”, cotidiano, como un
caballo de Troya en miniatura que arrasa de forma incruenta mar, sol, tierra,
aire y amor. Y ese individuo a un móvil pegado que se siente tratado como
persona, acaba siendo su propio terminal. Es la primera fase. En esa estamos.
En la siguiente, Narciso, olvidado de su desprecio por ignorancia vital a Eco,
querrá dejar de reflejarse y querrá bucear al otro lado de su reflejo. No
importa que no haya acabado su formación a este lado. Su paraíso, la tierra
prometida, el harén, el trono, el centro absoluto, le esperan. Narciso habrá
muerto para vivir, eterno, en la nada disfrazada de todo digital.
Diluida
la pauta de tiempo y espacio, quedará la geografía del yo, que tiende al
infinito, pero prisionera del pragmatismo utilitario que cosifica lo que las
empresas venden como alma libre, emprendedora y “empoderada”. Los nativos
digitales (una nueva especie de primitivismo que ha cambiado taparrabos y hueso
por un “smartphone”) carecen del
recuerdo arraigador de los habitantes del paradigma anterior. Para aquellos,
desarraigados, enraizados en la tierra pixelada de la nada, olores, sabores,
connotaciones físicas de la realidad, solo podrán ser datos con los que
imaginar virtualmente un pasado no vivido. La técnica al servicio de las
personas ya empieza a dar paso a las personas al servicio de la técnica
diseñada para el beneficio de unos pocos.
Me
refugio en el claustro del monasterio de Sant Cugat (como, en otro tiempo
podría haberlo hecho en una taberna) para acabar de reflexionar sobre este
asunto. Miro los capiteles, veo su piedra esculpida e imagino el martillo como
voluntad y el cincel como precisión técnica que concreta la fuerza del golpe.
Pienso en Walter Benjamin y La obra de
arte en la época de su reproductibilidad técnica. Pienso en “influencers” y “youtubers”, en juglares perreando “reggaton”, en un gran hermano televisado (bueno, exhibido en el canal
24 h. de un ágora digital) seguido y protagonizado por monjes de clausura
tonsurados. Hay un feudalismo contemporáneo tan eficaz que nos hace siervos de
la libertad. Y las sirenas seducen con formas que endulzan los naufragios.
Agreste
y feraz, la naturaleza acaba imponiendo su cauce. En manos de quienes se han
desnaturalizado sin cultura humanista está el progreso y sus peligros: una
civilización hecha fluir hacia la nueva barbarie tecnificada, una nueva
masonería que ha degradado sus símbolos en emoticonos.
La
ideología sin ideología ensarta las vidas que dan sentido a la vida. Hay un
barniz de alegría para un nuevo libre albedrío que rinde culto a la religión
consumista de nuevos altares. Como en una “flipped
classroom” social, las personas jugamos a vivir gozando, motivadas, en un
paraíso con los árboles de la ciencia esterilizados por la potente sombra de
los árboles de la vida, sin consciencia de esfuerzo, en algarabía con el criterio
que el caos de la seducción programada ha sabido administrar como un gas de la
risa.
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