"Vieja friendo huevos". Diego Velázquez, 1618. Óleo sobre lienzo (100,5 x 119 cm). Galería nacional de Escocia, Edimburgo. |
Los
gestos le hablan al tiempo. Porque no hay pose posible para la expresión de la
vida. No la había. Quizás ahora, con tanta programación de la posibilidad en
directo grabado, se midan más porque, a
fuerza de vernos, nos veamos viéndonos, controlándonos como regidores las
propias expresiones ensayadas.
Un
poema de circunstancias en dos tiempos sin intersección ni correspondencias
porque ni legumbres ni cariños generacionales responden a sabores y ritos
comparables. El ritmo del romance pone el bajo continuo de la duración antigua
y la secuenciación estrófica la modula y propone las controversias de las que
refulgen los fosfenos de las lágrimas de luz.
Porque esta época de envasados y asepsias progresa en los cangilones de
los contratiempos de un tiempo de contratiempos vendidos como tiempo de
infancia que es más falsa que la ecología de McDonnal’s.
El fuego
lento de una olla intergeneracional, a transtiempo, de amor de lentejas lentas
mimadas por nieta y abuela, eclipsa la usura del más sano de los planes “detox”, por más “mindfulnésicos” que se promocionen (siendo efecto de una causa, no
causa de un efecto).
Eran otros
tiempos, sí. Estos son mejores y remendados, patrocinados por una concienciada
y altruista empresa de remiendos. Que meter la mano en el saco de las lentejas
a granel (placer de legumbre líquida) está feo y es poco higiénico.
Sin
consciencia, la secuencia
familiar
que las iguala
viene
con su blanco y negro
hasta
el color de esa sala.
***
A
granel. Llenó el cartucho.
Su
abuela la esperaba
(el
olor de la lejía
en
la cocina asperjaba
limpieza
de la posguerra,
humildad
adecentada
con
el goce de miserias
felices,
simples y claras)
Sobre la única mesa
abuela
y nieta cantaban.
Mientras,
cernían lentejas;
mientras
las clasificaban
(piedras
de carne de pobre
con
pericia separadas)
buscaban
complicidades
con
los ojos se encontraban.
Azacaneo doméstico
que
el alma domesticaba
de
las tres generaciones
que
convivían en casa.
***
Envasado. Compró un tarro.
Su
abuela no la esperaba
(el
olor a doble madre
ni
se intuía en la casa:
limpieza
de cloroformo,
de
ambientador camuflada,
alejaba
la vejez
de
esta alegría impostada)
“Las lentejas son de pobres”
-pensó
la niña mimada-.
Y
le dio el bote a su madre.
Y
su madre a la criada.
Cocinadas,
las lentejas
olor
de hogar asperjaban.
Y
la niña, sin saberlo,
de
su abuela se acordaba.
Las piedras de las lentejas
son
cosa de subcontratas:
la
abuela en la residencia;
la
nieta desarraigada.
***
La
piel tersa de la niña,
de
su abuela separada
por
el tiempo y las costumbres,
es
hoy abuela de nada:
cuerpo
fláccido tensado
por
un alma muy crispada.
Como
piedra de lentejas
sin
cerner, precocinadas,
se
le pone la nostalgia
a
la abuela desniñada.
***
Superponer dos escenas
un
abismo distanciadas
nos
acerca a la esencia
de
las pérdidas ganadas.
Le
recuerdan a la nieta
las
piedras no encontradas
el
aroma de la vida
cuando
la vida duraba.
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