domingo, 10 de junio de 2018

Los Crímenes del futuro que no quiere Juan Soto Ivars


Juan Soto Ivars (Águilas, 1985). Fotografía de Sara Baquero Leyva

 
El novelista es cofundador del movimiento litetario Nuevo Drama (viejo molde para savia nueva, distanciándose del zapingueo posmoderno)


“Antes de que nosotras naciéramos, en tiempos de nuestros padres, todavía quedaba algún poeta. Pero luego se extinguieron. No hacían ninguna falta. A mí siempre me han hecho falta. Todavía más ahora que soy vieja”

SOTO IVARS, Juan. Crímenes del futuro. Barcelona: Editorial Candaya, Narrativa, 50, 2018, pág. 313.

Lo dice Julia, rememorando su afición por Alejandra Pizarnik y el placer de su lectura junto a Bruno, el hermano culto y revolucionario de Pálida-Paula y compañero de César, el amante de Julia. Estas dos mujeres abren la trama y la cierran. Margarita, la modelo que abre un universo de colores en un mundo gris, la protagoniza en su intermedio. César, Bruno y Héctor son sus hombres: cómplice de descubrimientos en un mundo que naufraga el primero; hermano carismático de una hermana ciega promiscua el segundo; fotógrafo de glamures el tercero, que goza de las mieles de la belleza en los tiempos propicios y se hunde en la depravación sexual en la pérdida.

La novela, fruto de una gestación lenta (en tiempo -los ocho años que van de 2009 a 2017- y en espacio –Yecla, Madrid, Águilas y Barcelona-), tiene las tres partes, “libros”, que la acción de sus protagonistas provoca: “Los Decapitados” (seis capítulos), “El diluvio universal” (con tres capítulos titulados –“Isla”, “Sed”, “Cacería”-) y “La salud de los ojos” (cinco capítulos). Juan Soto Ivars, un aguileño de treinta y tres años, tiene oficio, bregado diariamente en la realidad de su objetivación literaria de la realidad. Sus columnas de actualidad cultural (en su sentido más amplio) en El Confidencial (“España Is Not Spain”), El Periódico de Catalunya, el suplemento dominical de El Mundo (Papel) o en Tiempo de Hoy, Primer Línea y Jot Down lo encaran al gallinero de la vida y lo posicionan en opiniones arriesgadas en las que sabe, osado, mantener el pulso desde un carisma entre temerario, provocador y reflexivo. Por eso, por su imagen mediática, beligerante y socarrona, lo han fichado en la televisión  y en la radio (Las mañanas de Cuatro, La Sexta Noche y No es un día Cualquiera de la RNE). Ser uno de los asesores lingüísticos de la Fundéu le da músculo normativo a sus palabras. Palabras que no siempre se lo ponen fácil. Su colaboración con En País (en su suplemento Tentaciones) se zanjó, tras la controversia con el director del grupo Prisa Juan Luis Cebrián, con un último artículo que proclamaba en la sordina de sus acrósticos “CEBRIÁN ES UN TIRANO COMO CALÍGULA”. Ese episodio frontalizó un asunto que es medular en su labor ensayística: las relaciones entre libertad de expresión, libertad de prensa, censura y redes sociales. A él debemos (son las alas sólidas que necesita la lengua y que la Fundéu le pide) el término “poscensura”: en un espacio todo libertad, no es tanto el poder tradicional quien veta, sino los “lobbies” activos en las redes y las campañas magmáticas de miedos que eclipsan y anulan las opiniones, prevenidas ante linchamientos mediáticos. Arden las redes o Poscensura (ambos de 2017) recogen la escritura de reflexión de andadura más larga sobre la candente realidad: “La poscensura y el nuevo mundo virtual” le lleva a responder a la pregunta que él mismo hace en el subtítulo (“Somos tan cabrones como parece en las redes sociales”). Un abuelo rojo y otro abuelo facha, un “Manifiesto contra el mito de las dos España” (2016), analiza, en cambio, desde la perspectiva de la herencia los prejuicios para leer el pasado de una forma diferente. Como novelista, antes de Crímenes del futuro, narró en La conjetura de Perelman (2011), Siberia (2012), Ajedrez para un detective novato (2013) y algunos cuentos y relatos recogidos en diferentes antologías. Para comprender la magnitud de Crímenes del futuro, punta de iceberg, creo que ha sido necesaria esta reseña de su base.

La acción de Crímenes del futuro, como en Blade Runner o Mad Max o La carretera (relativizando todas las muchas diferencias, claro) nos lleva a un mañana con más ambiente de pasado que de futuro.  Los algoritmos gestionando la economía, la degradación humana tras la tensión; pasada la primera posguerra, las pantallas gigantes, la deformación exhibicionista de la televisión. Es, por tanto, una distopía como un “déjà vu”, una paramnesia que fue real y se repite. Como si la historia, como el monolito de 2001: una odisea en el espacio, hiciese emerger en su frontera un espejo gigante en el que progresar en un reflejo invertido. El destino es un círculo y las protagonistas, Julia, Pálida-Paula, con Margarita en el centro de su radio, se revuelven, pero acaban aceptando las condiciones de una rendición con redención: caridad con quien no quiere ver; dejarse engullir por el sumidero pervertido de la desbelleza. Julia podría ser la Andrea de Nada (de Carmen Laforet), porque el contexto posbélico  y los paralelismos con los setenta últimos años del siglo XX (República, golpe de estado, guerra, miseria de la larga posguerra, transición, democracia…) repiten, con variantes y tono de apocalipsis “light” (por ser consecuencia del progreso y no historia) los errores. Como en una versión novelada de la cuarta  “Glosa a Heráclito” de Ángel González: “(interpretación del pesimista) /Nada es lo mismo, nada / permanece. Menos / la Historia y la morcilla de mi tierra: / se hacen las dos con sangre, se repiten”. El Ente y la televisión de Patria Nueva, como unas cartillas de racionamiento y un NODO del futuro, administran la economía y la diversión de los ciudadanos, habitantes de un Madrid arrabalero. Con sus tiempos, su progresiva recuperación social y económica, pero muy lejos de la proyección actual de los deseos  de seguir siendo en las prosperidad de un mundo feliz. Con su represión y sus fusilamientos en las tapias de los cementerios, con su Junta Militar poniendo en orden el país tras la guerra, con sus exilios, combinados con la hiperconexión de los mercados. Esa mezcla implosiva pone al lector presente en guardia ante el futuro séptico y paradójicamente retrógrado.

De entre los muchos méritos puntuales que trufan el acierto general del argumento, destacaremos un par. La primera, la imagen de las pantallas con la cotización de los alimentos básicos, en fluctuación constante, en un oxímoron de anacronías y anatopías  simultaneadas: la economía de la especulación y los brókers en un mercado de la subsistencia. Sin estados, gobernado el mundo por las multinacionales (cuyo nombre deja así de tener sentido), el amor (neorromántico o animal) o la necesidad de inventar realidades paralelas van trenzando la intrahistoria dentro del cauce impuesto de la historia.  La segunda, la adanización de Pálida al convertirse en Paula cuando, tras una operación propagandística y mediática (en Portugal), obtiene la vista que nunca tuvo: el proceso sinestésico de mirar el mundo nunca visto es un gran acierto narrativo. Cuando la doctora Milena y la técnica del ministerio Azucena van a comer y abordan el asunto de la operación de Paula, dicen (pág. 279):

      “-El gobierno de la Patria Nueva está planteando la estrategia mediática. […] Esta historia tiene muchas oportunidades para nosotros. Una ciega, hermana de un criminal de guerra, recupera la vista y abraza la causa neodemócrata.”

Concluida la maniobra, como un juguete roto, volverá, viendo, al carril vital que le corresponde, fuera del “mimo” institucional interesado.

         Dice Kafka algo así como que un libro debe ser el hacha con la que romper el mar helado que llevamos dentro. Crímenes del futuro nos plantea un dilema moral presente desde el que, con el picahielos de su novela, podemos analizar el horizonte desde la experiencia y construir el mañana desde la catarsis de los ojos de un Edipo que puede ver los presentes futuros deseados. Porque los crímenes de aquel futuro se urden en este presente.




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