Juan Soto Ivars (Águilas, 1985). Fotografía de Sara Baquero Leyva |
El novelista es cofundador del movimiento litetario Nuevo Drama (viejo molde para savia nueva, distanciándose del zapingueo posmoderno) |
“Antes
de que nosotras naciéramos, en tiempos de nuestros padres, todavía quedaba algún
poeta. Pero luego se extinguieron. No hacían ninguna falta. A mí siempre me han
hecho falta. Todavía más ahora que soy vieja”
SOTO
IVARS, Juan. Crímenes del futuro.
Barcelona: Editorial Candaya, Narrativa, 50, 2018, pág. 313.
Lo dice
Julia, rememorando su afición por Alejandra Pizarnik y el placer de su lectura
junto a Bruno, el hermano culto y revolucionario de Pálida-Paula y compañero de
César, el amante de Julia. Estas dos mujeres abren la trama y la cierran.
Margarita, la modelo que abre un universo de colores en un mundo gris, la
protagoniza en su intermedio. César, Bruno y Héctor son sus hombres: cómplice
de descubrimientos en un mundo que naufraga el primero; hermano carismático de
una hermana ciega promiscua el segundo; fotógrafo de glamures el tercero, que
goza de las mieles de la belleza en los tiempos propicios y se hunde en la
depravación sexual en la pérdida.
La novela,
fruto de una gestación lenta (en tiempo -los ocho años que van de 2009 a 2017-
y en espacio –Yecla, Madrid, Águilas y Barcelona-), tiene las tres partes,
“libros”, que la acción de sus protagonistas provoca: “Los Decapitados” (seis
capítulos), “El diluvio universal” (con tres capítulos titulados –“Isla”,
“Sed”, “Cacería”-) y “La salud de los ojos” (cinco capítulos). Juan Soto Ivars,
un aguileño de treinta y tres años, tiene oficio, bregado diariamente en la
realidad de su objetivación literaria de la realidad. Sus columnas de
actualidad cultural (en su sentido más amplio) en El Confidencial (“España Is Not Spain”), El Periódico de Catalunya, el suplemento dominical de El Mundo (Papel) o en Tiempo de Hoy,
Primer Línea y Jot Down lo encaran al gallinero de la vida y lo posicionan en
opiniones arriesgadas en las que sabe, osado, mantener el pulso desde un
carisma entre temerario, provocador y reflexivo. Por eso, por su imagen
mediática, beligerante y socarrona, lo han fichado en la televisión y en la radio (Las mañanas de Cuatro, La Sexta Noche y No es un día Cualquiera de la RNE). Ser uno de los asesores
lingüísticos de la Fundéu le da músculo normativo a sus palabras. Palabras que
no siempre se lo ponen fácil. Su colaboración con En País (en su suplemento Tentaciones)
se zanjó, tras la controversia con el director del grupo Prisa Juan Luis
Cebrián, con un último artículo que proclamaba en la sordina de sus acrósticos
“CEBRIÁN ES UN TIRANO COMO CALÍGULA”. Ese episodio frontalizó un asunto que es
medular en su labor ensayística: las relaciones entre libertad de expresión,
libertad de prensa, censura y redes sociales. A él debemos (son las alas
sólidas que necesita la lengua y que la Fundéu le pide) el término
“poscensura”: en un espacio todo libertad, no es tanto el poder tradicional
quien veta, sino los “lobbies”
activos en las redes y las campañas magmáticas de miedos que eclipsan y anulan
las opiniones, prevenidas ante linchamientos mediáticos. Arden las redes o Poscensura (ambos
de 2017) recogen la escritura de reflexión de andadura más larga sobre la
candente realidad: “La poscensura y el
nuevo mundo virtual” le lleva a responder a la pregunta que él mismo hace
en el subtítulo (“Somos tan cabrones como
parece en las redes sociales”). Un
abuelo rojo y otro abuelo facha, un “Manifiesto contra el mito de las dos
España” (2016), analiza, en cambio, desde la perspectiva de la herencia los
prejuicios para leer el pasado de una forma diferente. Como novelista, antes de
Crímenes del futuro, narró en La conjetura de Perelman (2011), Siberia (2012), Ajedrez para un detective novato (2013) y algunos cuentos y relatos
recogidos en diferentes antologías. Para comprender la magnitud de Crímenes del futuro, punta de iceberg,
creo que ha sido necesaria esta reseña de su base.
La acción
de Crímenes del futuro, como en Blade Runner o Mad Max o La carretera
(relativizando todas las muchas diferencias, claro) nos lleva a un mañana con
más ambiente de pasado que de futuro. Los
algoritmos gestionando la economía, la degradación humana tras la tensión; pasada
la primera posguerra, las pantallas gigantes, la deformación exhibicionista de
la televisión. Es, por tanto, una distopía como un “déjà vu”, una paramnesia que fue real y se repite. Como si la
historia, como el monolito de 2001: una
odisea en el espacio, hiciese emerger en su frontera un espejo gigante en
el que progresar en un reflejo invertido. El destino es un círculo y las
protagonistas, Julia, Pálida-Paula, con Margarita en el centro de su radio, se
revuelven, pero acaban aceptando las condiciones de una rendición con redención:
caridad con quien no quiere ver; dejarse engullir por el sumidero pervertido de
la desbelleza. Julia podría ser la Andrea de Nada (de Carmen Laforet), porque el contexto posbélico y los paralelismos con los setenta últimos
años del siglo XX (República, golpe de estado, guerra, miseria de la larga
posguerra, transición, democracia…) repiten, con variantes y tono de
apocalipsis “light” (por ser
consecuencia del progreso y no historia) los errores. Como en una versión
novelada de la cuarta “Glosa a
Heráclito” de Ángel González: “(interpretación
del pesimista) /Nada es lo mismo, nada / permanece. Menos / la Historia y la
morcilla de mi tierra: / se hacen las dos con sangre, se repiten”. El Ente
y la televisión de Patria Nueva, como unas cartillas de racionamiento y un NODO
del futuro, administran la economía y la diversión de los ciudadanos,
habitantes de un Madrid arrabalero. Con sus tiempos, su progresiva recuperación
social y económica, pero muy lejos de la proyección actual de los deseos de seguir siendo en las prosperidad de un
mundo feliz. Con su represión y sus fusilamientos en las tapias de los
cementerios, con su Junta Militar poniendo en orden el país tras la guerra, con
sus exilios, combinados con la hiperconexión de los mercados. Esa mezcla
implosiva pone al lector presente en guardia ante el futuro séptico y paradójicamente
retrógrado.
De entre
los muchos méritos puntuales que trufan el acierto general del argumento,
destacaremos un par. La primera, la imagen de las pantallas con la cotización
de los alimentos básicos, en fluctuación constante, en un oxímoron de
anacronías y anatopías simultaneadas: la
economía de la especulación y los brókers en un mercado de la subsistencia. Sin
estados, gobernado el mundo por las multinacionales (cuyo nombre deja así de
tener sentido), el amor (neorromántico o animal) o la necesidad de inventar
realidades paralelas van trenzando la intrahistoria dentro del cauce impuesto
de la historia. La segunda, la adanización
de Pálida al convertirse en Paula cuando, tras una operación propagandística y
mediática (en Portugal), obtiene la vista que nunca tuvo: el proceso sinestésico
de mirar el mundo nunca visto es un gran acierto narrativo. Cuando la doctora
Milena y la técnica del ministerio Azucena van a comer y abordan el asunto de
la operación de Paula, dicen (pág. 279):
“-El gobierno de la Patria Nueva está
planteando la estrategia mediática. […] Esta historia tiene muchas oportunidades
para nosotros. Una ciega, hermana de un criminal de guerra, recupera la vista y
abraza la causa neodemócrata.”
Concluida la
maniobra, como un juguete roto, volverá, viendo, al carril vital que le
corresponde, fuera del “mimo” institucional interesado.
Dice Kafka algo así como que un libro
debe ser el hacha con la que romper el mar helado que llevamos dentro. Crímenes del futuro nos plantea un
dilema moral presente desde el que, con el picahielos de su novela, podemos
analizar el horizonte desde la experiencia y construir el mañana desde la
catarsis de los ojos de un Edipo que puede ver los presentes futuros deseados.
Porque los crímenes de aquel futuro se urden en este presente.
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