Había inventado un género literario.
No era, por supuesto, ni la greguería ni el esperpento. Lo había inventado sin
intención de hacerlo, por imperativo de la obligación disfrutada en su
agridulce felicidad. Destilaba en sus textos la experiencia vivida, las
posibilidades de futuro de sus personajes, las oportunidades de mejora que
esbozaban sus gestos pasados. Tenía lectores asegurados. Pocos, pero devotos.
El argumento, del que solo mostraba atisbos reconocibles, era seguido por seis
ojos simultáneamente. Forjaba en cada línea un acto locutivo desde la pasión
ilocutiva que fraguaba en acto
perlocutivo. Quizás después de la lectura el texto se olvidaba, pero permanecía
el acto fraguado.
Era una literatura imperfecta,
comprometida con las personas pero sin voluntad científica. Sin constatación
sistémica de los indicadores que armaban la trama, sin bibliografía autorizada
de estudios psicológicos, sin árboles genealógicos ni trabajo de campo previo
sobre el perfil cognitivo de sus personajes.
La observación, la intuición y el conocimiento de la naturaleza humana
eran su método.
Pero los nuevos tiempos con sus nuevos
negocios y su nueva jerga (que bautiza la vieja realidad para hacerla más suya
y la acaba enajenando en la complicación de sus cuadriculaciones) han
desterrado la necesidad del género literario inventado. Ahora la
personalización estándar asume la información: es el sistema el que expone los
progresos de los personajes, motiva su implicación, alienta las enmiendas y
rubrica las evidencias de crecimiento. El narrador omnisciente sucumbe ante el
héroe protagonista de su propio bildungsroman.
El género inventado nacía de la vida,
se hacía lírica y desde su poesía fértil volvía a la vida y la enriquecía.
Ahora los informes de evaluación, huérfanos
de comentarios, naufragan en constataciones prolijas que abarcan tanto que no
aprietan nada. Y el aprendizaje huye por entre los sumideros que son los
algoritmos en el fragor multiposibilista del movimiento hormonal.
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