Clara Peya Rigolfas (Palafrugell, 1986). Estat de larva (2020)
A Pilar Navarro, corazón del ser
y seguir siendo.
A Clara Roldán, reveladora de esencias
epiteliales.
A Susana Koska, que sabe de estados
de larva para volver a ser.
A Clara Peya, claro, por poner
puertas de libertad al campo y balizas en el mar de la Belleza.
Hoy
he tenido una experiencia mística: quietismo dinámico en la impermanencia de la
permanencia, en el eterno retorno de lo efímero, en la duración de lo fugaz.
La
música de Clara Peya en Estat de larva ha sido el catalizador de tanta
química espiritual. Escuchada en bucle: como banda sonora del fondo (como el
aire que da de respirar); como microtesis doctorales sobre el vivir (como
alimento para la mente). Una larga meditación preñada de disrupciones y
sinestesias. He dormido en ella, he soñado, he pensado, he sido y me he dejado
ser en una larga meditación.
Maraña de sentimientos
que engendran un ascensor de luz en el corazón: letra de médico que no se
entiende pero cura. El feto larval que nos enciende como un quinqué nos sana y tenemos
que darle mecha y combustible para seguir. Escala en la intimidad el ánimo
animado, coreografiado por las teclas de un piano: fuerza mecánica que abre, al
pulsar, el cajón de sastre del sentir.
Temas
tuétano preñados de fractalidad y simetrías amorfas. Música inseminada por
Clara Peya para florecer en los oídos del alma. Semillas de vida que germinan
en el proceloso mar del sentir. Notas y ruidos, como la vida misma: calma el
alma la armonía moteada con sonidos de la música sin arte del mundo. Como en
las películas de Andrei Tarkovsky (vencejos falsos, molas, fondos industriales,
agua…) la belleza resplandece entre los contrapuntos. En el duermevela,
enredado en sueños, canta el piano de Clara Peya, es centro y periferia. Me
grita suavemente un acróstico cuyos versos son piezas musicales:
No-Sé-Vos-Al-Tres-Pe-Rò-Jo-Ne-Ces-Si-To-Pell-Per-Viu-Re. “No sé vosotros,
pero yo necesito piel para vivir”. Arrullo: acuña y acuna. Tatúa en la piel del
sentir la intimidad más compartida y callada. Nunca hemos dicho tantos besos y
abrazos y hemos besado y abrazado tan poco. Briza, entre suaves chirridos como
de banqueta que gime, el rizo de amor de la fragilidad en la intemperie. Suenas
los mecanismos del piano mientras exhalan música. Suenan pasos de ausencia que
acompañan en el recogimiento al acabar el disco. Suenas pájaros en el aire
musical del paisaje pintado por el piano. Es una música que nos hace isla y
archipiélago con vocación de continente: se reflejan las notas en el espejo del
yo que reflexiona, recíproco, ante la posibilidad de desbordarse.
Fagocitados
por la soledad náufraga en el exhibicionismo del simulacro usurero, el piano de
Clara Peya es caballo de Troya: penetra el sistema, violador de la intimidad, como
negocio en tu casa; entra en tu corazón Clara y te hace mejor porque te da
argumentos para luchar desde la belleza militante. Entra, inocula su larva (que
también es tuya) y energiza el barbecho para poder ser protagonistas ante la
depredación social.
Vivir desde
la piel. La belleza musical de Clara Peya alimenta la epidermis y llega hasta
el tantién del corazón para, reciclada, hacerse puño y restañar llagas.
Sueña la
melodía tecleada, eleva nubes, y con ella suena la mecánica de la máquina
musical: los pedales, la gestualidad de la pianista que es extensión humana de
un piano ventrílocuo, los roces que pulen aristas, el choque de placas tectónicas
traducido a suspiro metálico o xilofónico. He sido, esta noche, armoniófago en la
claridad oscura del escuchar.
Tanta
delicadeza, tanta delicuescencia, tanta sensibilidad, tanta evanescencia… Incienso
musical, silencios que hablan afinando el piano del alma. Clara Peya, diapasón
de humanidad, metrónomo para los latidos del espíritu profanamente santo. Mística
laica de la Belleza: epifanía de rebeldías fértiles.
Sin palabras. Hasta alguien que no pueda oír, hoy lo ha podido hacer. Gracias, gracias, gracias.
ResponderEliminarEs la resaca de la conversación del viernes después de la estela del concierto de Jorge da Rocha. Lo he vivido con una lucidez que no he sabido trasladar al texto: he visto la música en sueños y despierto. No he podido esperar a que amaneciera para intentar no perder algo de lo aprendido en ese duermevela sinestésico. Gracias, Clara, por tu aportación al fluir musical del río en que navego.
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