A
Paula Corripio, por la complicidad intelectual
El ángel de
la historia de Walter Benjamin, inspirado en un dibujo de Paul Klee, ese ser de
espaldas al futuro que es arrastrado por el viento alentado por las ruinas del
pasado que ve hacia el después que no puede ver, está habitado por muchos otros
ángeles del presente. Como Ángeles de Castro: una mujer de rojo sobre el fondo
gris del pesimismo de Miguel Delibes. Rojo de intuición para vivir sobre el
gris del vivir arrastrado instalado en la pérdida. El progreso va a ser algo
parecido a eso: el Angelus Novus benjamininizado y gris preñado de ángeles
de luz roja.
Ángeles de
Castro, razón de vivir, murió de un tumor cerebral en 1974: tenía cincuenta y
un años de presentes y alegrías y toda una vida de dar vida a Miguel Delibes.
Delibes siguió viviendo de prestado hasta 2010. Pudo llegar porque sus hijos y
el recuerdo de su compañera de vida le dieron las prótesis que necesitaba: en
1991 publicó en monodiálogo Mujer de rojo sobre fondo gris, un exorcismo
autobiográfico terapéutico. Literariamente venía de Cinco horas con Mario (1966:
Menchu, una mujer prisionera en el gris) y de Las guerras de nuestros
antepasados (1975: Pacífico Pérez, recluso en un sanatorio, inspirado por
el anís, recuerda el gris de los rojos de su gris). La Ana de la novela de
1991, reconstruida desde el gris iluminado, refulge en rojo. Nicolás, con el
alcohol como motivador y anestesia, un pintor que vivió tan de cerca el amor de
Ana que no fue consciente de su luz pictórica, rememora su relación en el
verano y otoño de 1975 con su hija Ana, invisible, como interlocutora muda.
Eduardo García de Benito había pintado a Ángeles de Castro en 1962: de eso hace
Miguel Delibes un argumento en forma de novela breve e intensa que José Sámano,
José Sacristán e Inés Camiña transformaron en tridimensionalidad teatral entre
2008 y 2018. Delibes en carne viva y roja desde el gris de su seguir existiendo.
El sábado 16
de octubre de 2021, en el teatro Romea de Barcelona pude vivir tres prodigios
humanos que dieron a luz, en la oscuridad del patio de butacas, una epifanía.
Dos profesores de literatura y un grupo de alumnas fuimos testigos del fenómeno
y su catarsis.
Primer
prodigio: Que un actor de ochenta y cuatro años se convierta en un gigante de
gestos y palabras en el escenario y nos tenga hora y media pendientes de su
ficción. Mérito tiene su memoria. Mérito tiene su arte. Y mérito tiene la
profesionalidad que mostró ante las toses, los ruidos de papeles y las
notificaciones de los móviles. Una obra de silencios, matices, modulaciones de
voz, microexpresiones… requiere un templo de contemplación. José Sacristán
estuvo inmenso y seguro en su ser Nicolás. Al acabar y bajar del escenario, en el
vestíbulo del Romea, volvió a ser José María Sacristán Turiégano, el niño que
nació en Chinchón en 1937 y sobre el que pesan ochenta y cuatro años de
sabiduría y compromiso: pequeño, menudo, con apariencia de despistado. Pero ese
ser frágil de voz potente y afinada es quien siempre se ha puesto del lado de
la justicia social y ha defendido la igualdad fraterna.
Segundo
prodigio: El teatro como presencia sigue siendo una necesidad humana. En un
presente de trincheras-pantallas de tiempos y espacios simulados, tiempo y
espacio reales, sincrónicos y compartidos: un mismo presente, un mismo aire que
respirar, una misma inquietud social que poder abandonar por un rato. La
convivencia espacial y temporal real para vivir la ficción como una tribu
coyuntural. Frente al simulacro, la verdad de la ficción. El teatro se erige en
un templo de humanidad con la palabra como constructora del espacio y el tiempo
que contiene. Por eso el público debe pasar desapercibido (no como en espectáculos
de otra hechura -los de La Cubana o La Fura dels Baus, por ejemplo): la
complicidad en el silencio o en los contrapuntos risueños, nada más. Bueno sí,
el universo de ruidos estancos de cada cabeza, dos manos que se buscan y se
encuentran… Las toses, los ruiditos eternos de caramelos, pasillas y otras
necesidades físicas, los tonos de las notificaciones de los teléfonos y los
reflejos de sus lucecitas también forma parte de la función y la enturbian. José
Sacristán fue espectacularmente actor con una mujer que “interrumpió” (involuntaria
y reiteradamente) su monólogo: lo detuvo, la miró (unas diez veces) y siguió
como si ese breve lapso estuviera fuera del tiempo y el espacio compartido, sin
que la fluidez de su actuación se dejara intimidar por la impertinencia.
El tercer
prodigio es personal e intransferible: En José Sacristán siempre he visto a mi
padre. Físicamente siempre los he identificado. Mi padre tendría ahora, de no
haber muerto en 1991, setenta y seis años. Y, claro, veo a Sacristán con más de
ochenta (y con una apariencia estupenda) y no puedo evitar ver a mi padre vivo.
La epifanía
es la convergencia de los tres prodigios: la revelación de que en el arte
tenemos una posible salvación. Podemos ser personas de rojo sobre fondos grises
en una sociedad que pervierte tanto los colores de la realidad que pinta con píxeles
excitantes y fosforescentes los simulacros de realidad y nos hace creer que
somos cada uno del color que queramos, libremente, a nuestro criterio libérrimo
(sin raíz) para que como clientes deseemos encajar en el laberinto de
oportunidades que nos venden. El arte humano como epifanía, con la tecnología
como complemento.
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