martes, 29 de agosto de 2017



 






Último día en Águilas de este verano. A contraagonía, agostado, quiero ser paisaje para recordarme al mirar cómo se recorta la costa contra los azules. Trisco hasta la punta de la estribación rocosa de la Cabeza del caballo, pasado el faro verde de entrada a la ensenada. Los vestigios de las cuevas me hablan de cómo había un privilegio anacrónico en la pobreza de otros tiempos. Vadeo por la pasarela pétrea la conexión marina entre Calafría y la bahía de Levante. Llego al pequeño puerto del farolero y busco la senda que me lleve hasta el punto más cercano a la embocadura de la entrada al puerto. Después me siento a contemplar.

Desde tierra, aunque sea precaria, casi una isla, el mar es recuerdo. Sus olas vienen y van y son siempre la misma y distinta en cada fluir. Me susurran una idea con su ejemplo. No es posible desaprender si antes no se ha aprendido. Y otra: esperar cultiva la esperanza, prepara el momento en un ritual fértil de paciencias y sosiegos.

Escribo esto en Ábradas, esa fusión mía (mítica, fruto de vivir líricamente entre dos espacios reales) que tanto me da y que es ya lugar ubicuo. 

El haiku nació en la contemplación de un final que siempre es principio, como el mar. Como la poesía.




                                                         En Calafría
                                               las raíces del águila
                                               se ramifican.








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